sábado, 12 de diciembre de 2009

Historia de una prostituta 7




Una maldita discusión de los vecinos del quinto piso la despertó a las doce de la mañana. Sus nalgas reposaban sentadas en el taburete de la cocina, y su moflete derecho probablemente habría descansado durante largo rato en el charco de leche que había nacido en la barra de la cocina-comedor. Le dolía el cuello, y una sensación decepcionante la rodeaba a modo de aura negra, putrefacta.
Había vuelto a fallar. ¿Cómo iba a dar un paso hacia el anhelado cambio de vida si ni si quiera era capaz de madrugar como hacían esas putas mujeres normales y corrientes? Vaya…, pensó, no soy quien para atribuir dicho adjetivo a terceras…



Se levantó del asiento, y con ella se levantó el tremendo dolor de espalda que ahora se extendía desde el cóccix hasta el cuello, haciendo paradas por lumbares, cervicales, etc. Alcanzó con la mano izquierda el trapo que reposaba junto al grifo, a apenas cuarenta centímetros del vaso de leche tendido en el mármol, y se apresuró a limpiar todo, como si intentara evitar que alguien descubriera lo ridículo de la situación en que se había visto envuelta.

Había sido un periodo de sueño de unas tres horas. Una larga siesta mañanera. O quizás la segunda parte de su noche, interrumpida ésta por un intento absurdo de parecer normal (mujer normal: mujer que madruga, trabaja, come a las 14:00h y cena a las 21:00h, a lo sumo 21:30h. A veces toma un café en el rato de descanso de su trabajo, y casi nunca se va a dormir más tarde de la 01:00h, a no ser que se haya enganchado a alguna película o a algún programa de televisión, o a no ser que un libro la haya abducido).
La cuestión era si en realidad quería imitar la normalidad, o si realmente quería que su mismidad fuera normal. Apretando el botón que ilumina la primera opción, cabría concluir que ella estaba actuando correctamente: sí, guapa, eres capaz de levantarte a la hora en que se levanta todo el mundo (aunque luego te duermas), e incluso puedes ser capaz de sacrificar una noche para quedarte en casa. También comes a las 14:00h y a las 21:00h (aunque luego comas repetida e insanamente durante toda la madrugada ciertos elementos de la familia de las plantas cucurbitáceas). Y también duermes, como los demás (aunque duermas de día porque tu Luna es el Sol, doña vampiresa).

Pero no, ese botón no era el que ella deseaba apretar. Ella deseaba dejar la vida; dejar su vida. Quería utilizar la calle para pasear, y a los hombres para amar. Era una mujer madura, superviviente, y con cierta ansia (cada vez más acusada) de dar un giro a todo; de convertir su cuerpo en el reflejo de lo que significa “ser una persona” y no en el charco maloliente donde cualquier macho pudiera arrojar un chorro de su vida a cambio de una propina.


Pasada una hora y media del mediodía, salió de su casa para dirigirse al supermercado. Hacía bastante frío. Llevaba unos pantalones tejanos oscuros con botas altas de cuero, y sobre una sudadera estampada con tonos grisáceos se había colocado aquel abrigo de tacto semejante al plumón que Conchita le había regalado por su trigésimo aniversario. (¿cinco años ya desde aquella noche de desfase? –se preguntó- ¡Una de las únicas noches en que de verdad he disfrutado con el sexo! ¡No sabía que una mujer pudiera llegar a hacer sentir tan bien a otra!). cruzó la carretera unos metros antes de llegar al paso de cebra, para evitar que el semáforo le prohibiera el paso. No se atrevía a sacar sus manos de los bolsillos, ni su pequeña nariz de debajo de la bufanda de lana que rodeaba dos veces su cuello. Sus ojos caminaban fijos, recto, mientras que las puntas de sus botas olisqueaban las baldosas y el cemento, evitando pisar cualquier elemento desagradable. Su cuerpo, semiencogido por la temperatura, parecía un trozo de plástico doblegado por su posición junto al fuego.

Y el imaginarse el fuego la transportó a la edad de diez años, cuando su amiga Ana la invitaba a pasar algunos fines de semana en la casa de campo que tenían sus padres en Sant Vicent del Raspeig, pueblo alicantino a unas dos horas y media de Valencia. En ocasiones, cuando el tiempo lo permitía, Ana y ella, junto a los padres y los dos hermanos de su amiga (a ella le gustaba David, de doce años, un chiquito al que le encantaba leer versiones adaptadas de un tal Edgar Allan Poe y al que por las noches le daba por ponerse una sábana por encima y acudir a la habitación de las chicas con la esperanza de reírse un rato después de algún que otro susto con alevosía y nocturnidad), hacían una hoguera, cogían unas mantas, y se sentaban alrededor de la misma para hablar, jugar, o simplemente alimentar al fuego, todo un símbolo de hermandad, de cariño: poner un tronco a arder era permitir que los demás no pasaran frío.
En ocasiones, cuando alguno de ellos salía con una botella de plástico con agua o alguna bolsa con comida, ella cogía un pedazo de plástico y lo iba acercando lentamente al fuego. El plástico parecía no arder, pero parecía sufrir: a medida que lo acercaba al ardor de las llamas el elemento que sujetaba con sus manos se encogía como si de un animal se tratase. Incluso producía un olor fuerte y desagradable, como para tratar de evitar que quien quisiera que le estuviera sometiendo a esa tortura cesara en sus tan dolosos actos.









Estaba a unos cuarenta metros del supermercado cuando por mera intuición sus ojos desviaron su mirada hacia un camino que no conducía a su meta. En la acera opuesta había una chica, una adolescente, apoyando su espalda en la pared de un edificio con el número 17. Ella conocía a las prostitutas del barrio (con las veteranas tenía una buena relación, y a las pertenecientes a ciertas mafias importadoras de sexo de pago las tenía vistas, sabía quiénes eran), y aquella joven nunca había asomado su cabeza por ese barrio.



¡Vaya! ¡No adelantemos acontecimientos…! ¡Sí! ¡Supo que era una prostituta por el tipo de ropa que llevaba! Ya saben los lectores: minifalda afeada por unas medias que no pegan con el color de aquélla pero que al menos dan cobijo a las piernas del frío, top de escote generososísimo, y abrigo abultado pero sólo abrochado hasta la altura de donde empieza el escote (es decir, el punto medio entre el ombligo y cualquiera de los dos pezones). También era revelador el maquillaje, compuesto en su mayoría por grandes cantidades de mezclas abstractas de finalidad seductora a la vez que asustadiza. Sí, chiquilla –pensó ella-, tu maquillaje es un chivato.


viernes, 4 de diciembre de 2009

Historia de una prostituta 6


[Breve fragmento del primer monólogo interior de un día cualquiera]

Quiero dejarlo, pero no debo. ¿En realidad quiero? ¿De qué vivo? ¿De qué voy a vivir? No soy joven, aunque tampoco mayor. ¿Dónde aceptarían a una puta? Leo, leo, leo, me gusta leer, y pensar. Pero no he estudiado. Bueno sí, algo de prácticas anatómicas (unas diez horas diarias).
Levántate y desayuna. Tienes cosas que hacer.
Quisiera ser como Conchita. Tengo que llamarla. Quisiera ser como ella, tan viva, tan feliz pese a su pasado. Tan llena de vida. ¡El cabrón de su ex marido! ¿Quién sería más cabrón, él o el novio de mi madre? Creo que me llevo la palma.
Tengo que salir de aquí. Odio esta vida. Odio las noches, odio a las personas, y me odio a mí misma porque pese a no deber nada a nadie, sé que no sería capaz de dar en el caso de que debiera.
Nunca me han dado algo a cambio de nada. ¿Por qué yo tendría que hacerlo?
“Ding”. Microondas termina su función. Leche caliente. Odio ese ruidito. ¿Hay faldas limpias?
Me iría de aquí. Saldría de este lugar. Alquilaría otro piso lejos del barrio, allá donde la gente me mirara a los ojos y no viera nada más que otra persona. Eso es, quiero ser otra persona normal y corriente. Las miradas hacen daño. También la ignorancia. ¿Pasear con paso firme y segura de que nadie va a rechazar tu sonrisa? ¡Bah! Es inimaginable. Imposible. Impensable.
¿Impensable? ¡Piensa! ¡Piensa dónde coño te dejaste ayer el mando de la tele?
De pequeña nunca me imaginé una vida así. Quizás por eso, porque era pequeña. Todo eran nubes de colores, ilusiones, sueños en que me imaginaba a estas alturas en un salita operando a un pobre perrito atropellado o ayudando a una gatita a parir sus cachorros. Todo me fue arrebatado. La sangre de la desfloración fue el reflejo de todo mi futuro a partir de ese momento.
El futuro no existe. Sólo es el charlatán en la Corte del Tiempo [Nabokov]. Pude actuar de otra forma, elegir otro camino.
¿Ah, sí? ¿Con quince años qué camino podía tener? ¿Ir a la policía y contárselo? Me hubiesen tomado por tonta, o me habrían dicho que estaba trastornada.




Tengo que comprar suavizante. Que no se me olvide.
Suavizante, suavizante, lubricante… también lubricante. Ayer los gasté.
Todo se acaba, todo se gasta. Todo muere en el tiempo.
El tiempo muere en el tiempo.
¿Y la muerte? ¿Muere la muerte? La muerte de la muerte sería la vida. Ese “negativo y negativo equivale a positivo” sería de una gran aplicación a tal afirmación. Vaya… algo inteligente soy.
Tengo la impresión de no haber dormido en toda la noche.
Morir, dormir.
¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! La muerte que muere, la vida que resucita. Pero, perdón, ¿a caso existe la vida en la muerte? ¿”la vida que resucita”? ¿A caso la vida puede resucitar? La vida es vida, y la vida no puede existir en la muerte. La muerte acaba con la vida, pero no la transforma en vida muerta; ésta simplemente desaparece. El cadáver es del muerto, y no del vivo. No hay un cadáver de un elemento con vida, ¡no!
Pero sí que hay vivos que parecen muertos.

La verdad… yo soy una viva un poco muerta… Tendría que empezar a pensar en resucitar a veces…








...




Hay que resucitar de entre las piernas no me las abras si no me pagas más, que no tengo muerte suficiente para pasar el vida a vida. Sí, son quince más si quieres resucitarme.




....






Se durmió mientras desayunaba.
Había llegado a casa a las cinco de la madrugada, y se había levantado a las nueve sólo para sentirse como todos aquellas jovenzuelas que de buena mañana cogen el tren y el metro de camino a sus facultades; o como las mujeres que a esa misma hora ya están sentadas en sus despachos; o como aquellas que, con escoba y fregona en mano, empiezan a limpiar portales.

Entre la vida y la muerte, ella trabajaba en la Calle de la Noche, que está más o menos en el medio de ambas.
Debía ofrecer un cambio de rumbo a su destino, dado que el destino no le ofrecía alternativa alguna. Debía cambiar el camino que una adolescente había escogido por ella hacía veinte años, y que resultaba infinito. Infinitamente vacío. Aun era posible.











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Primera imagen: Incertidumbre, http://www.nicoletta.info/






Segunda imagen: La muerte y la doncella, http://www.nicoletta.info/






Tercera imagen: Profundo silencio azul, http://www.nicoletta.info/












jueves, 3 de diciembre de 2009

"Cualquier hombre de la familia puede pegar a la mujer"

Entrevista a Suraya Pakzad, activista afgana que ha creado una red de refugios para mujeres maltratadas.


Diario: La Vanguardia

Sección: La contra.

Autora: Ima Sanchís


Afganistán sigue siendo uno de los peores lugares del mundo para la mujer. Un 87% son víctimas de maltrato, tienen el ingreso per cápita más bajo del planeta y una expectativa de vida de 44 años. El 57% de las afganas contrae matrimonio antes de los 14 años. Pakzad, considerada por el semanario Time una de las cien personas más influyentes del mundo y fundadora de la Voice of Women Organization, dio una conferencia en el Institut Europeu de la Mediterrània. Explicó que, en el 2006, 96 mujeres se inmolaron y en el 2008, 73. Cuando ascendió el número de divorcios, el de inmolaciones descendió, pese a que las familias afganas piensan que ella debe morir antes que pedir el divorcio.




Conoció muy pronto la violencia.


A los 12 años fui testigo de un asesinato.


El de su maestra.


Sí, fue durante la invasión soviética. El grupo que luchaba contra el gobierno no quería que las niñas se escolarizaran. La directora tenía una mentalidad muy abierta y se negaba a usar el pañuelo, así que la mataron delante de las alumnas. ... Al cabo de unos días atacaron el colegio con un cohete. Mataron a muchos niños, entre ellos a mi amiga, mi compañera de pupitre. Eso marca... Tenía mucho miedo. Habíamos pasado un año de luchas desde el inicio de la invasión soviética. Las continuas manifestaciones siempre acababan con sangre. Más de 4.000 personas fueron asesinadas en un día. A los 14 años ya estaba casada. En Afganistán, el porcentaje de matrimonios forzosos es del 80%.


¿Le gustó el hombre que eligieron para usted?


Creo que sí. Sabía que muchos matrimonios por amor en otros países se rompían. Si no es por la dote que el novio debe dar a la familia de la novia, no es una mala solución.


A los 15 años ya era madre.


Sí, pero es muy común en Afganistán, muchas de mis amigas fueron más precoces.


¿A los 29 años, con cuatro hijos, se rebeló?


Desde muy jovencita escribía en un periódico sobre cuestiones de la mujer: cómo criar a los hijos, la relación con la familia...


¿Y qué opinaba su marido?


Estaba orgulloso, él forma parte de mis éxitos, me apoya; si no fuera así, no estaría aquí. Y hay bastantes hombres en Afganistán como él, gente formada que cree en los derechos de la mujer.


¿Cuándo empezó a ser una mujer incómoda en su país?


Durante los seis años de gobierno talibán creé escuelas clandestinas. Vivía atemorizada por la posibilidad de que los talibanes irrumpieran en una de nuestras escuelas.


¿Ocurrió?


En dos ocasiones dos escuelas fueron registradas, pero lo teníamos todo muy bien planeado: en cada casa había un horno y junto a él un galón de gasolina para quemar todo el material de la escuela rápidamente. Y así lo hicimos.


Qué desperdicio.


Sí, pero sobrevivimos. Con el nuevo gobierno creé el primer refugio para mujeres en Herat y con los años he abierto más en otras regiones para todas esas mujeres que escapan de la violencia doméstica y los matrimonios de niñas forzados.


¿De qué edades estamos hablando? De niñas de 9, 10 y 11 años. Nosotros les damos apoyo legal, psicosocial y formación profesional para que puedan defenderse cuando regresen a sus pueblos. El regreso puede ser muy traumático. Mediamos con la familia y le recordamos que es ilegal casar a las niñas antes de los 16 años, porque muchas familias no saben que por ello pueden ir a la cárcel. Intentamos formar a la comunidad.


¿Maltratadas por su padre, sus hermanos y luego por su marido?


Sí, eso es lo corriente. Cualquier miembro masculino de la familia puede pegar a la mujer, y lo hace. En las zonas rurales no hay ningún tipo de conciencia respecto a los derechos de la mujer. Es necesario cambiar la mentalidad de las comunidades.


¿El maltrato es tradicional en su país?


Las jóvenes generaciones que han crecido en la guerra, tres décadas y media, no han visto movimientos de mujeres, pero las viejas generaciones sí han visto la igualdad. De los años 70 hasta finales de los 80 las mujeres vestían como usted y trabajaban en todos los campos. Hemos retrocedido cientos de años.


En las zonas rurales el maltrato siempre existió.


Sí, pero no en el grado en que está sucediendo ahora. La pobreza crea muchos problemas de adicción, desarraigo, salud mental…: los hombres se vuelven más violentos.


¿Una mujer violada es juzgada por adulterio?


A las mujeres les cuesta mucho denunciar casos de violación porque ponen en entredicho la reputación de la familia, así que callan. Y en el caso de que queden embarazadas y no puedan abortar, ya que es ilegal y se necesita dinero para ello, los hijos, la familia y los vecinos las denuncian y las meten en la cárcel. Terrible realidad. Las mujeres siempre son víctimas responsables de la reputación de la familia. Y si han sido violadas y se deciden a denunciarlo, deben presentar tres testigos. Hay 110 mujeres en la cárcel de Herat por adulterio, la mayoría inocentes.


Usted está amenazada de muerte.


Constantemente. Siempre que tenemos un caso en el albergue, me llaman los hombres yme amenazan con matarme o raptar a uno de mis hijos. Hace un par de meses intentaron atacarme en un comercio; sacaron la pistola, pero había mucha gente y no estaban del todo seguros de quién era yo porque vestía el chador. Todo mi cuerpo temblaba.


¿Cómo se protege?


Cambio constantemente de coche, ruta y horarios. No comparto mi agenda con nadie y uso el chador para salir a la calle. Podría marcharme, ¿pero quién haría mi trabajo?

martes, 1 de diciembre de 2009

Historia de una prostituta 5

Una vez por bimestre, ella asistía a la peluquería del barrio, de la que era clienta desde hacía una década, y la cual estaba regentada por Conchita, jerezana cincuentona moderna, antitradicionalista y, entre otras cosas, la única persona en quien realmente confiaba.

La vida de Conchita parecía transcurrir de forma inversa a la de las demás personas. Ella solía decir que “si cada año que cumplo es un año menos, ¡que lo sea en todos los sentidos! Así puede ser un año menos en la cuenta de mi vida, y un año menos en los números que representan mi edad”.
En todos los sentidos, Conchita era una persona que rozaba lo anormal, o quizás mejor, lo paranormal. En lo físico, su metro con setenta y cinco centímetros y una delgadez propia de una veinteañera (que, todo hay que decirlo, era consecuencia de largas y sufridas sesiones de gimnasio e intensas horas mañaneras haciendo footing junto a Taro, su pastor alemán de siete años) la convertían en una mujer provocadora de suspiros masculinos y envidias femeninas. Su media melena marrón chocolate hacía una mezcla exquisita con unos ojos algo rasgados y verdes oscuros, y su piel bronceada casi todo el año (es lo bueno de correr por la playa, decía siempre) chocaba fuertemente con el blanco rompedor de su peluquería; era el punto de cacao sobre la espuma de leche de un café capuchino de media tarde.


Conchita descubrió que le gustaban las mujeres cuando se separó de su marido. Sin embargo, nunca estuvo demasiado segura de si en realidad ese deseo ya existía en ella desde su juventud escondido en el interior de un frondoso bosque de árboles caídos sobre flores silvestres, o si por el contrario, éste apareció al descubrir que odiaba a los hombres.





“Los dos últimos años fueron una pesadilla –recopilación de recuerdos de una tarde del año 2000, cuando Conchita y ella hablaban mientras calentaban su cuerpo con un par de chocolates suizos-. Mi hija tenía siete años, y el pequeño cinco. A Jaime se le había acabado el paro, y sólo con mi sueldo no podíamos hacer frente a los gastos de la casa. Además, él aparecía cada día más borracho, y cuanto más bebía más desgraciada me hacía sentir. Decía que todo era por mi culpa, y que a él no le daban trabajo porque no había demostrado ser lo suficientemente hombre. Me cogía del pelo y se llevaba mi oído a su boca, y me repetía hasta la saciedad que aunque yo era una maldita guarra que no le ayudaba en nada, nunca me iba a dejar marcharme.
Cuando la borrachera se lo permitía, me intentaba abrir de piernas para tener relaciones, o intentaba bajar mi cabeza a la altura de su cintura para que le practicara una felación. ¿Y qué iba a hacer yo, si él era mi marido y el padre de mis hijos? Pues bien, con todo eso, en mi interior más profundo fue creándose un odio hacia su cuerpo que incluso en ocasiones me provocaba arcadas repentinas e involuntarias. Su piel sudorosa, su boca apestosa, sus uñas comidas… Eran elementos físicos del día a día que yo ya no podía aguantar. Y su forma de desnudarse en medio de su embriaguez, sus manos ansiosas por que el flácido pene quedase erecto, su torpe forma de colocarse el preservativo… Para mí todo aquello constituían características de un infierno que se había creado en mi casa, en mi hogar.
En ocasiones, por la tarde, cuando venía del trabajo, me lo encontraba sentado en el suelo, con las rodillas pegadas a su tronco y llorando en silencio. Incluso alguna vez pude ver dos o tres botellas de alcohol rotas en el suelo por un impacto brusco, lo que podía significar un momento efímero de lucidez por su parte, en el que se daba cuenta de los errores que estaba cometiendo. Pero nada de aquello importaba, y en cualquier momento, por cualquier pequeña cosa, se cabreaba y de un portazo nos dejaba a los pequeños y a mí solos, y huía con sus amigos de barra Ginebro y Anisio (dos cabronazos de sangre transparente y aliento etílico) para luego volver en forma de maltratador. Jaime tenía un problema; yo lo sufría.

Odiaba todo; le odiaba a él, odiaba la situación, y sólo podía pensar en huir. Mi madre me habló de que su hermana (casada con el dueño de un bufete de abogados notablemente considerado) y su marido habían adquirido un pequeño piso en Barcelona, cerca de la playa de Ciudadela, zona casi nueva (sólo pasaban unos pocos años desde la renovación de dicha zona por los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992), y que le iba a preguntar si podía prestármelo por un tiempo. Accedieron, al mismo tiempo que el marido de mi tía accedió a ayudarme en lo que necesitara en cuanto a la custodia de mis hijos. Así, me vine a Barcelona por el año 96, y con la asistencia jurídica prometida por parte de mi tío, conseguí traerme a mis hijos. Al principio él llamaba constantemente a mi madre, pero ella nunca le dijo dónde estaba yo. Sus respuestas eran amenazas de denuncia, pero en el fondo sabía que él tenía las de perder, por lo que finalmente se conformó con llamadas para preguntar por sus hijos, y ya está.





Con el tiempo, me acabé prometiendo que permitiría a mis hijos ver a su padre si ellos querían, así que un día les hablé del tema. La mayor me miró profundamente. Como su inmadurez no le permitía encontrar las palabras adecuadas, me lanzó esa mirada, con la que entendí que ella había visto cómo papá trataba a mamá, y que no le gustaba. Sin embargo, les advertí que si un día querían ver a papá me lo dijeran. Aun no me han dicho nada –a día de hoy, en el 2009, habiendo cumplido ambos la mayoría de edad, se han ido interesando por su padre, macho fracasado y rendido ante el alcohol que cumple condena de tres años por malos tratos a la que fuere su última pareja-.





Una vez instalada en Barcelona, comencé una vida nueva. Me admitieron para trabajar en una peluquería cercana a la Universidad que queda situada en Ciudadela, próxima a la Villa Olímpica, y como no tenía que pagar alquiler (gracias a los buenos de mis tíos, a los que sólo les faltó decirme la casa es tuya), los ahorros acumulados me permitieron abrir hace unos meses mi propia peluquería. Ya sé, el barrio no es muy bueno, pero no me puedo quejar de la aceptación que he tenido… Si las cosas funcionan bien, creo que pronto me despediré del piso de mis tíos.”


Conchita era una luchadora nata de una energía interminable. Había conseguido sacar a sus hijos adelante. Ahora su hija trabajaba también en la peluquería, mientras que el pequeño (que ahora tenía dieciocho años recién cumplidos) había empezado a estudiar Periodismo. Era una mujer de gustos variopintos: leía a Kafka al mismo tiempo que amaba los cuentos infantiles; odiaba la cocina, pero sus pasteles eran exquisitos; era una fiera sexual devoradora de mujeres, pero ya nadie conseguía devorarla a ella.









Sentía envidia de Conchita. Envidia sana. En realidad, ambas eran dos supervivientes, aunque en el fondo sabía que ella estaba en un pozo desde los quince años; un pozo lleno de mentiras, hipocresía, perversión y hombres fabricantes de cuernos a los que debía complacer para vivir. ¿Sabes cuál es la diferencia entre tu oficio y el mío? -le dijo en una ocasión a Conchita en clave de broma- Que al final de todo, y a todos los efectos, a tí te interesa que vengan con pelo, y a mi me interesa que vengan rapados...