jueves, 28 de enero de 2010

Hola compañer@s.

A la vista de que voy viendo que hay gente que va visitando mi blog sin encontrar actualizaciones desde hace siglos (mía culpa!!), quería pedir disculpas a aquellos (que seguro que no son muchos jeje) que van siguiendo lo que escribo, y deciros que a partir del 5 de febrero (día en que tengo mi último examen) Cartas desde Terra se pone en marcha de nuevo.

Un saludo afectuoso.

Jorge

jueves, 7 de enero de 2010

Ensayo de un diálogo estúpido 1

- ¿Cómo se llama?
- Me llamo Enrique.
- Hola Enrique, yo soy Adela.
- Gracias por su ofrenda, pero nadie le ha preguntado.

Adela se pone nerviosa. Sus mofletes se enrojecen. Siente un puñal en la espalda, pero siente también la necesidad de disimular. Tiene que aguantar el tipo.

- Bien… Pensé que en una presentación no es indispensable que a quien te diriges te pregunte tu nombre… En todo caso, como veo que no le interesaba saberlo, puedo rebobinar el día hasta hace dos minutos y medio. De esa manera tendrá la oportunidad de despojar de su mente mi nombre y el malestar que yole haya podido provocar.
- Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita…
- Bien, hábleme de usted… ¿Qué le ha hecho venir aquí?
- Lo cierto es que usted debería de saberlo, señorita. ¿No es su profesión?
- Mi profesión implica que usted esté aquí, pero no que yo deba saber las razones que tiene para estar aquí.
- Bueno, esa es su opinión. Yo podría decir entonces que su profesión implica que yo esté aquí para que usted misma encuentre las razones por las que estoy. Para eso ha hecho usted una carrera, ¿no? Para dar respuestas a alguien como yo.

Adela tiene apoyados sus codos en sus piernas, y nota que sus manos empiezan a sudar. Está perdiendo el control de la situación, y debe recuperarlo. ¿Debe echarlo de allí? No sería la mejor opción, habida cuenta que de esa forma firmaría su propia claudicación.

- Sí, Enrique, yo voy a intentar darle respuestas. Recuerde que su visita aquí puede no tener el final que usted espera. Sin embargo le digo que intentaré que no sea así.
- ¿Disculpe? ¿Qué me ha dicho que intentará?
- Le he dicho que intentaré que las respuestas que usted obtenga aquí sean las que usted espera.
- Por lo que, si yo, pesimista como mi madre me parió, espero que usted me diga que mañana los análisis van a rebelar que tengo un cáncer, ¿va a poner usted todo su empeño en decírmelo?
- Vaya, Enrique, no sé si es usted un pesimista o no, pero si las palabras fueran de hierro, estoy segura de que sería usted un buen herrero. Obviamente usted no está aquí para que yo le diga que mañana unos supuestos análisis van a ponerle dentro de las estadísticas de hombres con cáncer del 2010. Para eso usted debería acudir a un vidente. Está usted aquí para encontrar otro tipo de respuestas que, supongo, le serán necesarias.
- Querrá decir que nos serán necesarias. Recuerde los honorarios y su alteración.
- Mire, si en lo que usted piensa es en que mientras yo trabajo en un caso sólo estoy pensando en mi honorarios, está muy equivocado. De hecho, he rechazado casos muy gustosos económicamente porque no me veía capaz de dar una respuesta a ellos.
- Pero el hecho de decir que “no sólo está pensando en los honorarios” ya implica por defecto que una de las cosas en las que piensa es en ellos.

Adela duda. Enrique tiene razón. Todos pensamos en el dinero.

- Bueno… Sí, es en una de las cosas en las que pienso. ¿Pero quién no piensa en los beneficios cuando ejerce su profesión?
- ¿Quiere decir entonces que la única manera en que es posible no pensar en dinero es no trabajando?
- Esa pregunta insinuante no le lleva a camino lógico alguno. Diría yo, Enrique, que quien no trabaja piensa más aun en el dinero. Para concretar un poco: en el dinero que le falta. Sin embargo, no sé por qué usted y yo estamos hablando sobre cosas que nacen de mi opinión, cuando quien tiene que opinar, hablar y reflexionar es usted.
- Y usted, señorita, ¿Qué tiene que hacer entonces? ¿A caso le pago para que encima el único que hable sea yo?
- Que yo sepa, a mí nadie me paga por hablar. De hecho, he solucionado casos sin casi tener que hablar con el cliente. Muchas veces basta con que sea únicamente el que se sienta en ese sillón en el que usted está el que hable. Es más importante, para mí, escuchar que hablar en estos casos. Incluso la solución final la podría dar sin hablar. Me bastaría darle un escrito.
- No se enrolle. ¿No dice que soy yo el que tiene que hablar?

Adela no puede más. ¿Hasta dónde tiene que llegar su profesionalidad y sus modales? Está a punto de levantarse del sillón, pero se contiene. ¿Quieres guerra? La vas a tener.
Adela se le queda mirando. No es guapo en absoluto. De repente se imagina que es virgen, y que en realidad ese es su problema. Le entra la risa, y se le escapa una carcajada. Él se sorprende primero, y se sonroja después. ¡Ya está! ¡No le ha gustado que se ría de él!

- Perdone, Enrique, ¿es usted virgen?

El color de su cara se transforma en rojo tomate. Tartamudea frases tales como “¡Pero usted qué dice!”, “¡Cómo se atreve!”, “¡Debería darle vergüenza!”, y ella sigue riéndose hasta llorar. No puede evitarlo. Por primera vez ha sentido el sabor de la venganza con un cliente.

- ¿Le parece a usted normal hacer esa clase de preguntas, y utilizar ese tono de burla?
- Lo que no me parece normal, con todos mis respetos, es que usted no haya probado aun los placeres del sexo.
- ¿Y qué más da que no lo haya hecho?
- ¿No está usted aquí por eso?
- No.
- Está bien. Pues vayamos a sus otros problemas.

domingo, 3 de enero de 2010

Historia de una prostituta 8




No era muy alta -como mucho un metro sesenta- y su delgadez la privaba de poder insinuarse a través de un buen marcaje de sus glúteos. Sin embargo, pensó ella, la niña tenía una buena delantera para no aparentar más de dieciocho o diecinueve años. Era aquel tipo de cuerpo que sin duda suele gustar a la mayoría de hombres: una combinación de pequeñeces y fragilidades que provocan los más lascivos deseos sexuales en aquellos que por sus condiciones nunca habrían podido tener entre sus manos un cuerpo como el de aquella joven sin tener que dar cuenta de pago.



Sus labios finos reflejaban una especie de sonrisa seductora algo fingida y novata, y sus ojos eran pozos negros, muy negros, en donde habría que ahondar profundamente para poder adivinar qué pasaba por su cabeza. Una melena ondulada y de un rubio acastañado (probablemente el rubio fuera artificial, y ese acastañado fuera el resultado de unos meses sin ir a la peluquería, lo que hubiese provocado que, sin duda, su color natural resurgiera de entre aquel otro amarillo pollo alterado) caía de forma salvaje por sus hombros como una cascada, muriendo en el mar de una espalda completamente lisa, llana, donde lo único que podía adivinarse a primera vista ( y sólo cuando la joven se quitó el abrigo para buscar en sus bolsillos interiores algo que con éste puesto no era capaz de encontrar y dejó al descubierto su tronco, sólo algo tapado por la parte de los pechos) era un lunar en la parte inferior del omóplato derecho y los finos tirantes de un sujetador rojo.



Sin conseguir inventar una excusa para darse explicaciones a sí misma, cambió el rumbo y esperó a que el semáforo de su derecha le permitiera cambiar de acera. Cruzó, y caminó hasta tener a la joven a unos tres metros. Luego fingió estar esperando a alguien. La observaba; se fijaba en su forma de moverse, en la manera de mirar a los hombres y de acercarse a ellos con la intención de que alguno de ellos la contratara. Sin ningún tipo de dudas, era una principiante.
No sabía exactamente la razón, pero sentía una imperiosa necesidad de hablar con ella, de decirle algo, de reclamar su atención. Se acercó un poco más, y la chica se percató.

- Hace unos veinte años. –dijo ella a modo de reflexión en voz alta.
- ¿Disculpe? -la niña llevaba un chicle en la boca. Era de menta
- Que hace unos veinte años yo tenía tu edad. –completó su frase.
- Am… Perdone, ¿la conozco? – se dibujó en la joven una mueca de sorpresa insinuante de no estar entendiendo nada.
- No, lo siento, no me conoces.
- ¿Y qué quiere?
- Si yo te dijera que, pese a mis apariencias, soy un tío y que te doy 20€ por un polvo, ¿aceptarías? –le preguntó ella a modo de “mera curiosidad”.
- ¿Se puede saber quién coño se cree usted que es para venir y empezar a preguntarme estas cosas sin conocerme? – su tono devino malhumorado y despectivo.
- ¿Te molesta que te pregunte eso? ¿Y qué vas a hacer entonces cuando un cliente te haga preguntas mucho más desagradables? ¿Cómo vas a actuar cuando te hagan propuestas obscenas y depravadas? ¿Qué harás cuando tengas que acostumbrarte a que el adjetivo por el que la gente te defina sea el de puta?
- ¡Y usted qué coño sabrá de todo eso! -exclamó la joven de forma descarada.
- Pues no mucho más que tú –le contestó con ironía-. Aun no habías nacido probablemente cuando yo ya había empezado a ejercer esta maldita profesión.




Se hizo el silencio durante los tres segundos siguientes. La adolescente le dio la espalda

- No quiero molestarte más. Te he visto así, y por eso me he acercado a ti. Estás cometiendo un error si el camino que has elegido es este. No sabes dónde te metes. No sé que te ha hecho pensar que…
- Mire, ¡déjeme en paz de una puta vez! No necesito sermones de nadie. ¡Usted no tiene ni puta idea de por qué yo estoy aquí ahora mismo! – gritó la chica interrumpiéndola.
- Vale, perdona, ya te dejo. Algún día sabrás de lo que te hablo. Después de veinte años vendiendo mi dignidad aun no he podido salir de este agujero donde ahora tú te metes. Haz lo que quieras.
- ¡A la mierda! –concluyó la amateur.







Ella volvió a cruzar la carretera y se autorrecondujo a su camino originario. No pudo evitar sentir rabia e impotencia. Ciertamente, había visto en esa adolescente a aquella ignorante de dieciséis años que decidió que el único camino existente para sobrevivir era prostituirse. Si tan solo la hubiese escuchado… No obstante, era normal que la chica hubiese contestado de esa forma: no era más que un mecanismo de autodefensa. Todo el mundo sabe que no es para nada plato de buen gusto que alguien a quien no conoces en absoluto tenga la osadía de intentar aconsejarte, llevarte por el “buen camino”, instruirte, regañarte… Y menos aun cuando esa tercera persona no sabe cuáles son las razones que han desencadenado tal conjunto de actos y decisiones.


Antes de entrar al supermercado acabó por concluir que necesitaba saber qué escondía la negrura de aquellos ojos. Era la única manera de actuar como quisiera que hubiesen actuado con ella cuando se sumergió en el mundo de la prostitución.
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