miércoles, 6 de octubre de 2010

Represión (parte 6)



El hombre observaba a Mr. Johnson y de nuevo dirigía su atención hacia la fotografía, asegurándose de estar ante la persona que esperaba. Redujo aquellos treinta y siete metros y medio de distancia a unos veinte. En efecto, era él. Pocos cabellos de ese fuerte naranja había visto por allí. Se acercó aun más, hasta que finalmente podía incluso tocarlo si extendía cualquiera de sus brazos. Pero Mr. Johnson parecía estar atendiendo a otros acontecimientos. El hombre esperó a que finalmente aquel británico se diera la vuelta y reparara en su presencia.


Mr. Johnson había paseado por los pasillos de aquel paraíso cuando contaba con diez años, así que le era difícil recordar algo que le impulsara a optar preferentemente por un ala u otra de aquel gigantesco palacio de más de ochocientos años. Andaba confuso: todos los acontecimientos ocurridos desde que aterrizare el avión parecían ser fruto de una conspiración bromista de mal gusto contra él. Al menos, eso es lo que, llegado al punto en el que estaba, deseaba nuestro protagonista, en tanto que la única opción restante que se le ocurría era la de su secuestro, cosa que no le hacía gracia alguna. Caminaba lento, observando a su alrededor, pero no veía nada fuera de lugar: turistas con gorra y chubasquero (típico atuendo para extranjeros en París) que pasaban los detectores de la entrada, guías introduciendo a grupos de viajeros en el mundo del arte y pretendiendo que éstos se acordaran de algo más que de la Gioconda tras la visita, niños persiguiéndose entre sí e ignorando las reprimendas de sus padres, o algunos vigilantes de seguridad estáticos y aburridos que, al igual que él, se dedicaban a observar el entorno en busca de alguna falta o imprudencia con que entretenerse. Mr. Johnson supuso que debía seguir su arbitrario camino, pero cuando todo su cuerpo tenía la intención de emprender la marcha, sus ojos creyeron dar fe de que, en efecto, París era la ciudad mágica. Y la culpa la tenía una joven belleza francesa de cabello castaño y ojos verdosos que pasó por su derecha con un micrófono en mano y un rebaño de afortunados visitantes que la seguían probablemente por el efecto hipnótico del vaivén de sus caderas, y no por cualquier otro motivo. Sí, por un momento su mirada quiso separarse del resto de su cuerpo y adentrarse por todos los descubiertos que la camisa y la falda de aquella muchacha ofrecían. Y tal era la inhibición a la que el resto de su ser se hallaba sometido, que Mr. Johnson fue a chocar de frente contra un hombre, al que tiró al suelo junto a su cámara de fotos y algunos papeles que llevaba. Su cabello era del color de la nieve –aunque él no aparentaba la misma edad que su pelo-, y vestía una camisa floreada y unos pantalones cortos.


- ¡Per, perdóneme! ¡Excusez-moi! –dijo Mr. Johnson visiblemente preocupado-. ¿Habla, habla usted inglés? Je ne parle pas français. Je ne se pas… Ça va… Ça va bien?
- No se preocupe Monsieur Johnson. Me compensa su presencia aquí. Por fin nos vemos las caras –le contestó aquel desconocido, o no tan desconocido, con un inglés afrancesado correcto, pero pasteloso-. Por supuesto, sabrá quién soy, ¿no? – preguntó el hombre aun en el suelo, tendiéndole la mano-.
- Sí… Esto… Sí, creo saber quién es usted – respondió Mr. Johnson ofreciéndole su palma derecha para ayudarle a levantarse-.
- ¡Ha ha ha ha! Bien, esa respuesta me ha gustado. En realidad es la respuesta más adecuada. Ciertamente, cree saber, aunque aún no sabe nada. Monsieur Johnson, ¿le apetece un café?




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Imagen: Cèst la vie en Paris, de Yanitze Zarraga