jueves, 26 de abril de 2012

Tu letra


Del dolor me siento fuerte,
de la fuerza sosegado.
Del sosiego siento calma
y me siento dolorido y cansado.

En la calma soy rabioso,
y en la rabia, un frustrado.
En la frustración soy la rima
que ni rima por encima
ni rima por debajo.

Y encima yo me monto,
y debajo no te encuentras.
No eres tú, soy yo en el fondo,
pero esta no es mi letra.

Mis letras suenan firmes,
y de firmes, algo bruscas.
La brusquedad no es más que un tótem
cuando buscas una escucha,
cuando escuchas que te buscan,
cuando debes parar la lluvia
con el grifo de la ducha.
Cuando debes de existir
porque ya no hay excusa.

No me digas que no sientes
que esta letra es la tuya…

jueves, 12 de abril de 2012

Amor a bandas

Capítulo 3. La tercera en discordia.
Imaginó el calor de sus manos envolviendo la más fina y frágil parte de su cuerpo; sus ágiles dedos deslizándose sobre sus caderas e incluso llegando a rozar con las yemas de aquéllos más alargados la parte más baja de su cintura. Se dejó llevar.
Creyó sentir la vibración de unos labios nerviosos rozando la diafanidad de los suyos propios y fantaseó con que la suavidad con la que la mano derecha de su amante mantenía aun cogida su cintura había desarrollado una brusquedad enigmática que la hacía tambalearse y levitar como en un sueño. Podría incluso jurar que sentía todo el cuerpo de ella a su misma altura, horizontalmente: dos aviones de papel volando entre turbulencias.
No hubo más vacilación: de repente advirtió todo su ser dentro de ella; notó cómo toda la esencia de aquella a quien inventaba pasaba a formar parte de sus sentidos; cómo llenaba todos y cada uno de los resquicios del interior de su cuerpo.
Suponía besarla fuertemente, con ojos menguantes y lengua resbaladiza y parecía no dejarla separarse hasta que saciaba su ansia, y cuando necesitaba darse un respiro –el estrictamente necesario- , aprovechaba para coger de nuevo la botella de cava y volver a bañarse de esa espumosa sustancia que a ella se le presentaba cada vez más afrodisíaca.

Pero nada de eso correspondía a la realidad.

Era una cara demacrada, un ropaje manchado, unas manos sangrantes y unas yemas mojadas. Todo conformaba un flujo de contradicciones que venían a describir de una manera más que física la frustración, el engaño y la impotencia. Al sofá se le caían sus cojines, a la botella su cava, y a la copa su cristal. Todo iba perdiendo su esencia en aquel instante, y ella, ida en su masturbación, perdía su aliento, sus fuerzas, su encanto, su amor. Todo se iba por su boca con unos gemidos borrachos que pronunciaban un nombre de fonética difusa, dispersa, diversa y discursa.



La mano bañaba la fruta
de excitación
y los correosos dedos buscaban
en ella inyectarse
como si de gusanos se tratase,

y apretaba, y latía,
y el almibarado movimiento
de unos pechos continuaba
con el amargo aire de un gemido
de pronunciamiento sino cobarde.

Y por la hora parecía tarde,
pero era mejor cuanto más grande
el momento de la eterna juventud entre dos labios,
de la joven madurez de frondosos valles,
de la muerte juvenil entre alientos
que eran viento de su aire.

Y así llegaba el momento final
de la vida de su orgasmo,
la trayectoria moral
del deseo al desenlace.

Las convulsiones la invadieron. Todo fue muy rápido, tan rápido que nada pudo hacer por escapar de ese contacto eléctrico surgido del roce con su sexo. Ahí empezó el fuego, en esa parte
íntima y recóndita de su cuerpo que nadie puede ver y que sin embargo, sirvió de mecha para que de repente sus piernas contagiadas de flojera empezaran a arder, y su tronco sucio, y sus brazos cansados, y su cabeza despeinada. Sus ojos entreabiertos y su boca tensa lo decían todo. En apenas cinco segundos ella era fuego, una aglomeración de llamaradas ondulantes que se movían con estrépito empujadas por cualquier cosa sin importancia; una sucesión de chispas que saltaban hacia todos lados expandiendo el calor del foco central al resto de su entorno; el epicentro de un movimiento sísmico que provocaba el tambaleo de la esencia de su vida; el dilatado cráter de un volcán en erupción.

Pero al sexto segundo, como si volviera de nuevo en sí, regresó de un mundo que sólo ella podía vivir. Se la volvió a oír respirar, aunque agitadamente y con la nariz taponada. Su mirada pareció
tener vida de nuevo, y con un vistazo repasó todo su alrededor, preguntándose quizás por qué estaba todo oscuro, desordenado, sucio. Luego fijó su vista en sus manos. La izquierda se agarraba a la falda con fuerza, como si hubiera vivido un momento de shock del que aun no se hubiera recuperado. La derecha se hallaba aun escondida en la humedad caliente de entre sus piernas. La sacó de allí como regañándola por haberse metido en un sitio que no le tocaba, y cuando la observó advirtió que las heridas aun sangraban. El lugar olía a todo, aunque no hubiese podido distinguir un olor en concreto. Intentó levantarse, y su pie derecho fue a pisar la copa de cristal que se hallaba muerta sobre una alfombra bañada de cava (no recordaba haber bebido de él en su casa, pero tampoco juraría no haberlo hecho). Más sangre.


Se fijó en la puerta, que estaba totalmente abierta y que dejaba pasar sin tipo alguno de oposición a la ingente cantidad de gotarrones que el viento empujaba hacia el interior de la casa, y se dirigió hacia ella para cerrarla. ¿No lo había hecho antes? No.
Le costaba inspirar el aire que necesitaba, e imaginó que un par de minutos de lujuria le iban a costar un par de semanas de resfriado. La puerta ya estaba al alcance de su mano, pero antes de empujarla por la parte del pomo perdió por última vez esa noche su mirada en la lejanía. El diluvio difuminaba el paisaje en un gran porcentaje, pero se la imaginó allí, esperándola bajo la lluvia fuera del todo terreno de su marido.
La vio tal y como ella la había dejado al salir del vehículo: semidesnuda, con la blusa a medio poner y los pantalones sin abrochar. Estaba mojada, empapada. Parecía tan real que, de no ser porque ya había satisfecho determinadas necesidades, hubiera ido de nuevo hacia allá cual explorador hacia un oasis.

Pero no, todo aquello se había acabado.
Sus ojos llovieron por última vez, aunque las nubes siguieron llorando.

Cerró la puerta de su casa, y echó los tres pestillos.
No la volvería a dejar entrar.
Por si a caso, también activó la alarma.

domingo, 8 de abril de 2012

Amor a bandas


Capítulo 2. La segunda persona.

Entraste a casa empapada y sucia. Las manos ensangrentadas, el pie derecho descalzo y la falda embarrada. Parecías haber sido objeto de una hipnosis en medio de una lucha bajo la lluvia, pero tus ojos abiertos indicaban que no había sido así. Cerraste la puerta de un empujón y, sin ni si quiera encender la luz, te dirigiste hacia un armario y sacaste de él una botella de cava. Ya habías
bebido bastante, pero el bastante no te era suficiente. Miraste hacia arriba y atrajiste hacía ti una copa del último estante. Luego paseaste como flotando hacia el sofá, y allí te sentaste, con la mirada perdida y abierta de piernas.

No atendiste a que no llevabas ropa interior y que tu intimidad se encontraba totalmente descubierta. Tampoco atendiste a que al abrir la botella, la espuma emergió como la lava de un volcán, mezclándose con las heridas en tus dedos y, ya de paso, manchando la alfombra roja que habías comprado unas semanas atrás.

Ni si quiera atendiste a que, después de servirte una copa y bebértela en apenas un trago, acomodaste tu cuerpo recostándote, metiste la mano derecha entre tus piernas, y te masturbaste hasta la extenuación.

viernes, 6 de abril de 2012

Amor a bandas

Capítulo 1. La primera persona.

Miras tu reloj: la una de la madrugada. Tu marido se ha enfrentado estoicamente a la espera, pero su lucha le ha costado caro, y te llama para anunciarte su claudicación. Tú cuelgas, tus ojos me sonríen, y tu boca atraviesa la levedad del espacio entre tu sedoso aliento y mi lóbulo izquierdo para mordisquearlo, y, ya de paso, resumirme en diez segundos cómo me vas a hacer el amor.
Nos acabamos el poco cava que aun yace virgen en un hielo pilé ya derretido por la calidez del momento, y te apresuras a pedir la cuenta.

Nos dirigimos a tu coche –hoy has traído el todo terreno de tu marido; dices que así estamos más anchas-, y con esa risa tonta que ya conozco sobradamente abres la puerta trasera derecha y entonas un “S’ilvous plaît, Mademoiselle” con un acento francés muy acaramelado mientrashaces una horrible reverencia que a mí se me antoja de lo más divertida. Tehago caso y entro arrastrándome hasta el fondo del coche. Me descalzo, y hago la intención de colocarme bien la falda, pero en el espacio de tiempo en que pueda ubicarse un pestañeo te siento encima mío, vistiendo mi escote de besos, maquillando mis brazos de arañazos depravados, y pincelando mi cuello de un rojo lujuria del que más tarde me resultará difícil deshacerme.


Una cortina de lluvia se apodera del coche, y una corriente de vaho se alía con nosotras y nos da cobijo bajo su fina tela. Las gotas de agua resbalan por la ventana. Tú resbalas por mi intimidad. La intimidad resbala en nuestras manos. Y nuestras manos son gotas que resbalan hasta los vértices más recónditos. Pero un relámpago de cordura me atraviesa desde atrás, y una pregunta se escapa de mi conciencia: “¿Cuándo vas a dejarlo?”.

Tu luz
se apaga.

Hablamos media hora, y me prometes lo mismo que ayer. Me llevas a casa, y con una sonrisa triste me dices que me quieres. Evito que veas mis lágrimas. “¿Sabes?”, te digo, “Cuando te imagino entrando a tu casa veo a una muerta entrando en su tumba”. Silencio absoluto. Salgo del coche.

“Yo también te quiero”.


La lluvia empieza a caer con más fuerza, la noche parece llorar. Las gotas se van amontonando en las concavidades del asfalto de las calles y de la tierra de los parques, formando charcos hacia los
cuales otras gotas se lanzan de cabeza y en los que voy chapuzando mi calzado.
Cuando ya no sirve para nada, me coloco el chubasquero y camino hacia mi casa acompañando a unos pasos que no parecen míos con el ritmo que marca el casquillo de mi paraguas con pequeños toques en el mojado suelo. No desvío mi mirada en ningún momento. Sé dónde tengo que ir y por qué. No me importa que la humedad del agua empiece a traspasar las tres capas de ropaje con que voy abrigada (si consideramos la piel una de ellas), porque en realidad, y aunque eso sólo voy a notarlo después de unas horas cuando una congestión empañe mi rostro, no siento cómo todo mi cuerpo se mueve cual títere al son de un temblor enfermizo.

A mis espaldas escucho el rugido ahogado y lento de tu coche, un animal que hoy nos ha querido comer a las dos juntas pero que a mí me ha acabado vomitando. Sus faros cada vez ofrecen menos luz en el juego de los reflejos nocturnos, y entonces llego a la conclusión de que, tras observarme durante unos segundos, has acabado largándote a tu casa siguiendo, quizás, los pasos que el destino había marcado para ti. No te culpo de nada, pero te odio por todo. No te odio por nada, pero te culpo de todo. Mis manos intentan refugiarse en los bolsillos pero sólo encuentran un escondite descubierto por las resbaladizas y uriosas gotas, de manera que acabo pensando que no hay remedio para nada, que esta noche soy una mujer húmeda, mojada.

Me creo dueña de mis ideas, señora de mis acciones, mandamás de mis movimientos. Creo que lo controlo todo, pero ni si quiera he sido capaz de intentar no perder el equilibrio cuando un inesperado obstáculo ha dado conmigo en el suelo. Estoy ya cerca de mi destino, pero llegar hasta él me está pareciendo una verdadera eternidad. Me levanto como puedo. Agua, barro y sangre se mezclan en mis manos como un todo que, sin embargo, a mí no me parece nada. Sangre, agua y barro se fusionan por mi ropa tintándola de colores de percepción indescifrable. Barro, sangre y agua forman mi ser dentro de la historia del camino hacia el suicidio de mis sentimientos, hacia el acabose de mis emociones.

"El que se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen"