lunes, 28 de mayo de 2012

Excusas

                                                                             Capítulo 3


ÉL.

Esperé como esperan los asesinos de las películas a sus víctimas tras una puerta, o como lo hace la leona, escondida entre la vegetación hasta que la presa se encuentra lo suficientemente cerca como para poder abordarla sin complicación alguna. A lo lejos, la cabeza del tren se asomó tras la última curva para entrar en la estación. La gente empezó a aglutinarse al borde del andén, y yo me coloqué en el final de la cola, a la espera de que mi víctima hiciera su aparición. Y por fin la que iba a ser la estrella del trayecto subió por las escaleras y llegó al andén. Se apresuró todo lo que pudo, y dando golpes a los pies de la gente con el bastón, consiguió llegar hasta la muchedumbre agolpada  frente a las puertas ya abiertas del tren.


Me coloqué justo detrás de ella. La vi alterada, con signos que arrojaban a la luz cierta ansiedad interior, y pensé en aquello que dicen sobre que lo que a uno no mata le hace más fuerte. Parece no guardar relación con la situación que transcurría, pero desde el prisma mediante el cual yo interpretaba aquel cúmulo de palabras todo apuntaba a que la esencia de su significado era la misma que la del dicho “Quien siembra vientos recoge tempestades”, o “Arrieros somos, y en el camino nos encontraremos”, pues a la postre todo queda interrelacionado con los escarmientos que uno se lleva a lo largo su vida. Por ello, debo expresar la falta de dolo en mi acto, siendo éste sólo una manera de ayudarla a escarmentar, y así, sanear su interior. Y sí, lo reconozco, le puse el pie, se lo puse, pero nunca teniendo más en cuenta los resultados perjudiciales que aquellos beneficiosos.

El resultado: la mujer cayó de cabeza, y la extensión de su brazo izquierdo saltó por los aires chocando finalmente contra un pobre hombre de barriga prominente y bigote poblado que dormía de forma tan profunda como profundo parecía ser su orificio bucal. Su cuerpo quedó tendido en el suelo, y su frente fue a caer a unos centímetros de la rueda del carrito de un bebé al que todo aquello parecía provocarle una gracia tremebunda.

La soberbia pareció salir disparada con la caída, y en su lugar una rojez extrema invadió el rostro arrugado de la mujer, cuyos gestos, muecas y tics nerviosos pusieron el acento a un “¡Tierra trágame!” que, sin ser pronunciado, era percibido por todos los allí presentes.

No pude hacer más que reír mientras que un matrimonio ayudaba a la pobre ciega a levantarse y tomar su bastón. La risa era totalmente inconsciente, aunque imparable. Garantizo que de haber tenido la oportunidad de optar por reír o no, hubiera preferido evitar el proferimiento de actitud burlesca alguna, pues, redundo, mis intenciones siempre fueron encaminadas a un fin solidario. Pero comprenderá el lector que en este tipo de situaciones hay cosas que se escapan al control de uno.



 Finalmente, la acompañaron hacia un asiento libre que quedaba justo a mi derecha, donde intentó guardar la compostura (algo que debía resultar bastante difícil teniendo en cuenta que un grupo de diez adolescentes recién salidos del horno no paraban de reír, bromear, e incluso imitar la caída ante la atenta mirada de otro grupo de turistas de tez rosada).



ELLA.

Todo fue culpa suya. Llevaba enervándome desde que el maldito semáforo nos había hecho coincidir. Esa voz de joven aparentemente amable que sólo busca la autosatisfacción de su parte más humana; ese toquecito de su mano, realizando insistencias innecesarias sobre algo que yo ya sabía que debía hacer; el hastío provocado por la permanente ansia por mostrarse solidario.

Todo concluyó con una vergonzante caída, con un soberano tropezón que me hizo estrellarme de bruces contra el suelo ante todos los pasajeros, entre los que se contaban un grupo de asquerosos adolescentes que gastaron gran parte del trayecto elaborando imitaciones burlescas que se referían a mi caída, y al grito algo exagerado que se me escapó de forma involuntaria.

Una pareja de unos cuarenta años me advirtió de que había un sitio libre frente a mí, así que decidí sentarme de una vez por todas y evitar pensar en todo aquello, aunque en absoluto se antojaba fácil teniendo en cuenta las risitas y comentarios que llegaban a mis oídos.



ÉL.

En algún momento de nuestras vidas, todos hemos sido engañados por los relieves. Sólo los más afortunados han sufrido un tropiezo y han conseguido mantenerse en pie. Los demás hemos debido de pasar la vergüenza de sabernos el centro de las habladurías de la gente que en ese momento nos rodeaba, y hemos tenido que asumirlo de la mejor manera posible. Pero cuánto más difícil debe hacérsele a una persona que no puede ver la cara de quien se está mofando. En ocasiones una mirada, acompañada de un par de palabras, puede a uno salvarle de las bromitas chistosas de ciertos personajes ofrecidos al libertinaje cachondo. Esa es la clave: un cruce de miradas entre la víctima y su enemigo.

Sin embargo, aquella mujer nada podía hacer, y ello era fascinante. Se mantenía callada, intentando aparentar una total ignorancia hacia las burlas del sector más joven del vagón. Pero su cara no podía esconder tamaña cantidad de vergüenza e ira acumuladas, por mucho que ella lo intentara. Así que visto lo visto, la mujer decidió desconectar colocándose unos auriculares y poniendo la música a un volumen algo elevado.



Pasaron cinco minutos,  y del vagón trasero un hombrecillo pequeño entró al nuestro con la compañía de otros dos armarios de una empresa de seguridad. No cabía duda: era el revisor. Tenía aspecto serio. Parecía de aquel tipo de personas cuya apariencia física les obliga a mostrarse mucho más profesionales y estrictos de lo que en realidad pudieran ser, por  aquello de que es la única forma de hacerse respetar. Durante las últimas dos semanas había visto a aquel tipo unas tres veces. Era educado, aunque seco. Su voz era aguda y tirante, y gangueaba tan naturalmente que si uno no analizaba su cuerpo de arriba a abajo, bien podía confundirlo con un adolescente en etapa de cambio de voz.


El revisor se dirigió a mí y solicitó que le facilitara mi billete, a lo cual respondí con un gesto de cabeza y con el ofrecimiento de mi pase para que el hombre comprobara mi buena conducta. Él lo tomó, lo pasó por la máquina manual y me lo devolvió junto a un “Gracias” que aun siendo más áspero que el cemento, era más cierto que el que me habría ofrecido unos minutos antes aquella mujer maleducada.



ELLA.

En aquel momento ya había conseguido desconectar de todo. Iba escuchando música con el volumen algo más alto de lo normal con tal de evitar que mis oídos percibieran las sandeces de aquellos mocosos, cuando noté que un dedo tocaba mi hombro izquierdo tres veces. Hubiese ignorado esos toquecitos de no ser porque me sobresaltaron, provocando que el auricular izquierdo se descolgara de mi oreja y quedara pendiente.

-          Señora, su billete por, por, por favor. –me dijo una voz que más parecía de un humorista que de un revisor-.

Dudé. ¿Y si era una broma de aquellos malcriados?

-          Señora, le, le, le repito: ¿Me puede dejar su, su, su billete por favor?

-          Sí… Sí… disculpe. -Acabé asintiendo. En aquel tipo de circunstancias extraordinarias sí sería una ventaja tener vista-.

Le ofrecí mi tique, y se produjo el silencio durante unos diez segundos.

-          ¿Qué ocurre? –le pregunté.

-          Pues ocurre que, que, que a primera vista no había advertido que usted era tan, tan, tan vieja.

sábado, 12 de mayo de 2012

Excusas

Capítulo 2


ÉL:

Como el lector habrá advertido, quedé algo perplejo ante tal respuesta a la ayuda ofrecida. En un primer momento pensé que no podía reprochársele nada: aun altaneras, sus palabras seguían siendo de agradecimiento, lo que impedía una posible réplica que deviniera triunfante. Sin embargo, el ánimo vengativo me cegó más que a ella su propia incapacidad. Deseé verla hacer el mayor ridículo de su vida.

Y para la consecución de tal fin, me sentí obligado a no perderla de vista, como si mis ojos fuesen a dibujar un sendero letal para aquella mujer. En realidad no servía de nada aquello que estaba haciendo, pero necesitaba hacerlo. Entonces pensé que ofrecerme voluntarioso sería una buena tapadera con que poder hacer de su viaje un duro camino. 

Llegué frente a la máquina expendedora de billetes, y la alimenté con unas cuantas monedas para conseguir el despacho de un billete de ida. Cuando ya hube acabado con mi empresa, percibí en mi zapato derecho un pequeño toque, involuntario, de un bastón. Me aparté hacia un lado para dejar que la mujer sacara su billete mientras yo colocaba el cambio recibido en mi monedero, y mi monedero en el bolsillo. Fue en ese instante cuando una bombilla iluminó el mundo de mis ideas. Lancé un vistazo hacia su posición, y observé que la mujer se aclaraba poco con la máquina. O mejor podría decirse que ni tan sólo atinaba a pulsar con acierto las teclas. Así que me acerqué a ella mostrando un respeto tan falso como sus anteriores palabras de agradecimiento y le pregunté.

-          Perdone señora: ¿A qué estación se dirige?

Se produjo un incómodo silencio de un par de segundos, hasta que la mujer respondió:

-          Hacia Plaza Cataluña. Pero no hace falta que…

No le permití acabar. Ella ya había introducido un billete de cinco euros en la máquina, de manera que me apresuré a apretar los botones correspondientes para adquirir un billete para ancianos (por supuesto más barato para un anciano, pero por el cual ella probablemente tendría que cargar con una multa algo más elevada que el precio de un tique ordinario). La máquina expendió el billete y el cambio. Le di el billete, y en cuanto al cambio, la situación me obligó a alterarlo, quedándome yo con la diferencia que suponía adquirir un pase de la tercera edad respecto a la que debiera ser la adquisición de un tique normal, y dándole a ella el resto. Juro que, por mucho que a un penalista pudiera parecerle extraño, la desviación patrimonial no constituyó tipo delictivo alguno, sino una consecuencia insuperable de querer ayudar a una mujer a ser mejor persona. Tan sólo era realizar un mal menor para, en este caso, corregir un mal mayor.

-          Aquí tiene señora. –dije de forma airosa-

-          Gracias.

Finalmente, recé para que ese día un revisor cumpliera con su labor.

ELLA:

Y después de aquella magnífica muestra de bondad, llegó la muestra de auténtica ignorancia.

Me situé detrás de él y esperé a que terminara. Cuando percibí que se apartaba a un lado y que no se iba, ya me empecé a preocupar. “¿Este tío es tontito o necesita un amigo?”, pensé. Me puse algo nerviosa y, al hacer bastante tiempo que no hacía uso del servicio ferroviario, olvidé dónde quedaba situado el botón del billete para Plaza Cataluña, así que procedí a buscarlo. Empecé por los botones de más arriba, descendiendo fila por fila. De repente, de nuevo sentí la empalagosa presencia de la cansinez absoluta.

-          Perdone señora, ¿a qué estación se dirige?

-          Hacia Plaza Cataluña. Pero no hace falta que… - Y entonces noté cómo el joven ya se había puesto manos a la obra sin dejarme acabar la frase. Yo sólo quería decirle que aquellos puntitos que los botones tenían probablemente bajo el nombre de cada estación no estaban ahí de adorno, sino que correspondían al alfabeto braille, cuyos signos aprendí a leer con diez años.  Y en aquel momento fue cuando me di cuenta finalmente de que, o bien el pobre chico empezaba a quedarse también ciego, o era realmente un ignorante.



-          Aquí tiene señora. –me dijo mientras ponía el billete y el cambio en mi mano derecha-

-          Gracias.



Comprobé que el cambio fuera correcto.

Después deseé que el muchacho entrara en un vagón distinto al mío.

jueves, 3 de mayo de 2012

Excusas

                                                                        CAPÍTULO 1

ÉL:

Caminaba aprisa para llegar puntual al tren del mediodía cuando, a la altura de la carretera que separa al pueblo de la estación, el semáforo provocó el casual encuentro entre una mujer invidente y yo. Ella agarraba el bastón con la mano izquierda, y su cabeza, quieta y derecha, se antojaba concentrada en el sentido del oído, de cuya capacidad parecía depender el atisbo acústico de los pasos y las voces de los transeúntes, sonidos que, por elementales, suelen pasar desapercibidos para el resto de la humanidad, y que sin embargo, en tanto que tal, debían ser imprescindibles en la vida de una invidente para cruzar la carretera en el momento oportuno. Piénsenlo bien. Un paso erróneo le podría costar la vida.


Dos chicas que se encontraban a mi izquierda y que parecían tener prisa se intercambiaban la faena de vigilancia hacia ambos lados, esperando poder cruzar aunque el muñequito vestido de verde no les diera permiso. Su vida dependía de la astucia de su vista y de la coherencia y conexidad entre sus reflejos, sus sentidos y sus cuerpos (muy lejos, por cierto, de ser elementos fácilmente olvidables. En la jerga del joven se diría que estaban muy buenas). Por el bien de la mujer invidente (y por el de mi propio regocijo) deseé que los vehículos no dejaran de circular velozmente, pues los acalorados movimientos de aquellas dos jóvenes ignorando las normas viales podían hacerle caer en el despiste, caso en el cual me vería obligado a entrar en acción y perder de vista aquellas dos siluetas de movimiento insinuante.

Gastando el tiempo con reflexiones de esta índole, el muñeco policía se puso en verde,  a lo que las dos jóvenes de mi izquierda respondieron con una carrera corta para ganar tiempo (carrera en la que yo también hubiera participado con gusto de no sentirme éticamente atado a la supervisión de las eses dibujadas por el bastón de la pobre ciega). Giré mi cabeza hacia la derecha, y vi que aquella mujer buscaba que alguien le diera el pistoletazo de salida (o al menos eso parecía), de manera que me ofrecí como único voluntario.

-          Ya se puede cruzar señora.

-          Gracias, pero ya lo sabía. –contestó ella con un tono serio e incluso grosero que creía no merecerme-

Todo por ayudarla. Había sacrificado unas bonitas vistas, un caminar tras la estela de perfumes veraniegos, un navegar en el oleaje de dos largas melenas cada cual más embelesadora. Había rechazado balancear mis ojos al son de unas caderas de movimiento vertiginoso para prestárselos a ella. No esperaba nada más que un sincero (aunque fuera mísero) agradecimiento, y obtuve el balbuceo de palabras desprovistas de reconocimiento alguno.

"Gracias las que voy a hacer que provoques", pensó el rencor por mí.



ELLA:


Quizás el chaval se pensaba que me acababa de caer de un árbol. Como si una, a estas alturas de la vida, no supiese cuándo puede o no puede cruzar la carretera. Escupiría en la cara de quien se compadece de mí. Odio que la gente crea que los que no vemos andamos perdidos, que no tenemos remedio. Como si los ojos, como si ver las cosas, fuera la solución para todo.

-          Ya se puede cruzar señora. –me dijo el chico, advirtiéndome con un toque de su mano derecha a mi brazo izquierdo, como si además de ciega estuviese sorda-.

-          Gracias, pero ya lo sabía. –le contesté, con un aire algo arrogante, lo reconozco, pero totalmente justo, a mi parecer, al trato recibido-