domingo, 28 de octubre de 2012

Jóvenes





Éramos jóvenes en el coche,
en un colchón o en el porche
del vecino de al lado.
En casas ajenas
que se convertían
en salones plagados
y desiertas habitaciones.

Éramos jóvenes,
jóvenes en el trabajo
y de vacaciones,
en sofás polvorientos
de dos y tres polvos
de sexos hambrientos
que se lo comían todo
sin miedo a otros ojos
o a dar explicaciones.

Éramos jóvenes, buscadores
de rincones en el bosque,
cazadores furtivos
de instantes y despistes,
cantautores en la noche
de momentos tristes
que se ahogaban felices
en la música de nuestras voces.

Jóvenes,
practicantes de aquellos
amores de verano
que con la izquierda
cogían su mano
y con la derecha sus flores.
Taxistas en las lluvias de invierno
y posteriores donantes de calores
a modo de abrazos eternos
que aunque mojados, abrasadores.

Éramos jóvenes en la ducha
que nos creíamos ladrones
por robar un par de condones
de un cajón, como si fuera de una hucha,
y que entre jabón y champú
buscábamos una posición
(de todas las posibles, la mejor)
entre frases míticas como:
“¡No grites, que nos escuchan!”


Con un sexto sentido,
pero jóvenes.
Apasionados del “ya mismo”,
de practicar trucos de magia
en la ebria madrugada
del sábado al domingo,
rechazando órdenes,
rompiendo vestidos
y jugando como niños
revolcados en el parque
de no se sabe dónde
y a kilómetros perdido.



Éramos jóvenes, jóvenes
en el suelo y en la cama,
arrebatos animales,
despiadados comensales
de banquetes a la fresa,
chocolate y nata.
Valerosos escaladores,
y de miradores
de montaña, aficionados.
Revisores de horas golfas
de películas olvidadas
en cines aun peores
de no sé qué pueblo
y no sé qué barrio.

Éramos jóvenes,
amigos de la excusa del borracho.
Pasadores de pestillos
en según qué probadores
de tiendas de calzoncillos,
braguitas y sujetadores,
camisas, pantalones
y faldas de colores
que volaban por lo alto.
¡Las prendas a sus perchas
-decíamos-
que lo nuestro sale más barato!

Jóvenes, jóvenes
en alto y claro.
De los que se atrevían a todo.
De los del riesgo descarado.
Los que de la pasión
hacían su mundo
mientras su mundo
se les quedaba enano.
Sencillamente jóvenes,
jóvenes al fin y al cabo.




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lunes, 22 de octubre de 2012

Luces y sombras. Trenes y lunas.

     
Esa noche la playa estaba deshabitada. Solo tú marcabas sobre la fina arena la huella de tu cuerpo estirado por completo mientras las olas, como quien no quiere la cosa, se acercaban cada vez más a tus pies. Habías salido unas horas atrás a perseguir la luz de la Luna, pero no se lo habías dicho a nadie porque temías que una mueca dubitativa o de extrañeza rompiera el fino hilo sobre el que bailaba tu decisión y que separaba la cordura de la paranoia.
Nada es tan fácil como parece. Hasta hacer parecer que es fácil entraña cierta dificultad, y tú llevabas haciendo exactamente eso durante días. Durante semanas. Durante meses. Todo el mundo esperaba de ti unas palabras melódicas, un saludo amable, cualquier gesto intrascendente bañado de esa típica simpatía con el que uno se gana a la abuelita del cuarto o al panadero de en frente. Una mano que choca otra mano. Dos besos de despedida. Un giro curioso de cuello tras oír tu nombre a lo lejos. Una sonrisa cortés en un encuentro casual a la vuelta de la esquina. Una mirada de agradecimiento a quien te pasa la sal. Una carcajada tras un chiste.
Pero tú ya no estabas para esas cosas, porque finalmente la difícil facilidad te había acabado dando asco.
Boca arriba y con las manos bajo tu cabeza, sentías en la oscuridad como el verano llegaba a su fin, aunque realmente, pensabas, hubiera dado igual que ésa hubiera sido una noche de invierno, e incluso que la playa hubiera estado extrañamente cubierta de nieve cuajada y el agua hubiera quedado escondida bajo una placa de hielo. Y hubiera dado igual porque, harto de mentirte a ti mismo, acabaste concluyendo en tu fuero interno que la persecución de la Luna no entendía de estaciones y que ésta, contrariamente a lo que tu diablillo siempre le había susurrado a tu angelito, era un tren que sí volvía a pasar.
Pero hay trenes que ciertamente, y como cuentan todas las historias, solo pasan una vez. Y sí, a veces parece fácil llegar a tiempo y esperarlos en la parada durante diez minutos antes de vislumbrar su alumbrado al final del túnel. Tan fácil que la gente se sorprende si lo dejas pasar, y te la imaginas haciendo aspavientos cuando se encargan de expandir el rumor entre los demás: “¡Se le escapó el tren!” “¡Otra vez le ha pasado lo mismo!” “¡Estuvo ante sus puertas y se echó atrás!”. Pero tú sabías que había trenes a los que jamás te subirías porque ese paso, ese leve movimiento hacia delante, ese pequeño saltito desde el andén, era otro ejemplo de lo fácil que puede parecer algo mucho más complicado.
Y es que no se puede subir a un tren que no te abre las puertas…
 Habías dejado muchas cosas por ella. Habías pasado días enteros esperando en esa estación. Cambiaban las caras de la muchedumbre que te rodeaba, pero tú seguías allí, sentado en esa esquinita que ya tenías reservada en el incómodo banco de metal, abrazado a una pequeña mochila que en comparación con el peso de tus cábalas mentales era como una hoja caída del otoño. Esperabas ansiosamente el momento de su llegada, el instante en que se pararía frente a ti. Te lo imaginaste de mil formas diferentes envolviendo cada una de ellas de otras mil circunstancias distintas, y planeaste para cualquier pregunta una respuesta acertada, unas palabras bien ordenadas y un timbre de voz convincente.
Ahí estabas tú, con tu cuerpo sentado en aquel banco y tu imaginación correteando por las nubes, matando el tiempo hasta que llegara tu momento, dispuesto a acercarte a ella hasta sentir su aliento en el mismo momento en que la vieras detenerse.
Pero ella pasó. No hubo preguntas, ni miradas, ni atención. Simplemente pasó y no se detuvo, y todo cuanto habías planeado durante tanto tiempo resultó inútil.
Nadie está preparado para que el tren no abra las puertas…
 
         Esa noche eras la única persona que habitaba la playa. La única persona que marcaba sobre la fina arena la huella de un cuerpo estirado por completo mientras las olas mojaban tus pies sutilmente. Habías salido a perseguir la luz de la Luna, a coger un tren que, con más o menos velocidad, pasaba cada noche. Pero durante el transcurso de los minutos habías dejado de ser el de antes, y decidiste que a partir de ese momento serías tú el tren que deja la estela. Te levantaste y decidiste volver a casa pensando que a partir de ese momento solo perseguirías la luz de la Luna si la Luna perseguía antes tu sombra.
 
 
 
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miércoles, 3 de octubre de 2012

Te veo y no te pongo cara


 
 
Te veo y no te pongo cara.

No te reconozco.

No sé quién eres.

Te veo y me suenan tus palabras

pero tu argumento es algo tosco

y chirría entre tus dientes.

 

Hablas por hablar y no dices nada.

Tu mirada está vacía.

Sigo sin reconocerte.

Te observo por una mirilla poco clara

y tú estás tan lejos

que no adivino qué pretendes.

 

Te veo y no te pongo cara,

y aunque me acuerdo de tu nombre

no distingo a qué hueles.

La distancia –pienso- es la distancia,

pero… qué es estar distante

cuando noto que te mueves,

cuando siento tus pisadas

y me duelen tus reveses,

cuando soy parte de tu farsa

y personaje en la comparsa

de tus dudas y tus bretes.

 

Miro, atisbo, y no te acierto.

Mi foco está apagado.

Tu sombra es permanente.

He olvidado, y no te pongo gestos,

ni una piel como vestido

ni un vestido que te pegue.

 

Te veo y no te pongo cara.

Tus restos son borrosos.

Tu imagen deprimente.

Estás como si no estuvieras

y a la vez sigues estando,

y a la vez desapareces.

 

Te veo y no te pongo cara.

Te veo y… ¿Qué cara ponerte…?