ÉL.
Cuando
el revisor profirió aquella frase después de comprobar que la buena e inocente
ciega había adquirido un billete para ancianos para pagar menos, una quincena
de personas explotaron en risas y carcajadas. Todo aquello no estaba hecho para
que la mujer se sintiera ofendida; sólo era una cura de humildad. Pero me
encantaba.
La
pobre ciega enrojeció, más de furia que de vergüenza. Palpó con sus manos al
revisor para saber exactamente dónde estaba, se levantó de su asiento y, para
sorpresa de todos los allí presentes, le soltó tal bofetón al trabajador que
éste perdió el equilibrio y cayó sobre una mujer que se encontraba
tranquilamente sentada, con la mala fortuna de que sus reflejos provocaron que
sus manos se colocaran en posición amortiguadora, atropellando éstas al
generoso escote de la treintañera, que sólo pudo ver como aquel hombre chocaba
contra ella. Y la mujer, advirtiendo que el hombre le había desgarrado la
camisa dejando al descubierto toda su delantera, empezó a darle puntapiés para
que éste se levantara (aunque ello no fuera a arreglar para nada el problema de
sus florecidos pechos), medida que le funcionó, dado que el revisor se alzó
como buenamente pudo, con las piernas temblorosas e intentando pronunciar
palabras de perdón, impedidas por el extremo tartamudeo que la situación le
provocaba.
ELLA.
Cuando
le di aquel bofetón al que creía un mocoso que intentaba colármela, el ambiente
pareció teñirse de un clima variado de carcajadas y suspiros de sorpresa. Pensaba
que debían haberlo planeado todo cuando me coloqué los auriculares,
aprovechando que ni mi vista ni mi oído les prestaban atención. Y ciertamente
debo admitir que por la voz de aquel hombre supuse que se trataba de una broma
de mal gusto, acrecentada mi suposición por el atrevimiento de llamarme vieja.
Sí,
fue entonces cuando puse en cuarentena la precaución, adiviné con el tacto la
posición de su cuerpo, me levanté, y le planté en la cara tal guantazo que el
sonido del impacto se me antojó semejante al de un petardo defectuoso.
Tras
esta acción, decidí hacerle saber quién era su madre, aunque en realidad, me
cuesta recordar (por aquello de los nervios) cómo lo hice.
ÉL.
-
¡Hijo de puta! –recuerdo que gritaba la ciega- ¡Vieja se lo vas a llamar a
la madre que te parió!
La
mujer seguía levantada, sosteniendo su bastón con la mano izquierda y alzándolo
por los aires poniendo en serio peligro las cabezas de quienes se encontraban
cerca, que podían convertirse de un momento a otro en una piñata al servicio de
la invidente. Así que con todo ello (comentando también el pequeño detalle de
que la mujer intentaba adivinar la posición del pobre revisor para,
probablemente, arrearle algún que otro garrotazo) los hombres de seguridad procedieron
a agarrarla cada uno de un brazo. No obstante, ella seguía resistiéndose, dando
patadas al aire y lanzando improperios por doquier.
-
¡Somos agentes de seguridad señora! ¡Cálmese
o tendremos que esposarla a la fuerza!
-
¿Está usted loca señora? ¡Que se calme
ya, coño!
Y
cuando hubo recibido los consejos sugeridos por aquellos hombres pareció como
si de golpe empezara a entender qué sucedía. Quizás, escuchar dos voces genuinamente
masculinas le hizo reflexionar.
Todos
quedamos a la espera. ¿Qué diría ahora?
ELLA.
Aquellas
voces no eran las de dos jóvenes. Me quedé algo consternada, sorprendida. Juro que estaba segura de que aquel hombre al que abofeteé era uno de
aquellos adolescentes que se burlaban de mí.
De
nuevo escuché al revisor, cuya voz había engañado a mis sentidos.
-
Se,se, señora, usted ha, ha, ha comprado
un billete para ancianos.
Entonces
lo entendí todo. Entendí tanta amabilidad, tanta buena educación. Entendí las
ansias por querer ayudar de aquel pequeño cabrón.
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