La oscuridad pesaba demasiado aquella noche, pero sabía que la tenue luz de
la lamparilla de poco le iba a servir, así que decidió mantenerse en esa
cerrazón y siguió sintiéndose secuestrada por la incomodidad del insomnio. Eran
las tres de la madrugada, y como en muchas otras ocasiones, conciliar el sueño
le estaba resultando una tarea no demasiado fácil. Llegada a ese punto, no
había posición cómoda, ni parte de la almohada que aun contuviera esa pequeña impresión
de rincón aun impoluto, ni lugar en la cama donde las sábanas guardaran esa sensación de frescura inmaculada. Todo
eran arrugas y dobleces sobrecalentadas por el constante movimiento.
Los pensamientos se iban sucediendo
a una velocidad tal que le era imposible retener una idea fija para ampliarla
en el tiempo y utilizarla de puente entre la realidad y el sueño, y su cabeza
iba de un lado a otro, imaginándose historias variopintas, recordando pequeñas
parcelas de días anteriores o planificando conversaciones futuras con según qué
personas. Aquello último le resultaba fascinante y a la vez inevitable. Ella
pensaba que no debía ser la única que hablaba con el espejo del ascensor, o con
su reflejo en el cristal de la ventana. Estaba segura de que muchas otras
personas imaginaban un rostro en la pared de la ducha y mantenían una
conversación romántica mientras el agua caía sobre el cuerpo desnudo como una
lluvia cálida y dulce. Pero ciertamente resultaba curioso que a la postre, de
aquellas conversaciones con matices casi esquizofrénicos surgieran argumentos y
réplicas de tan elevado nivel, dramas tan profundos e historias tan perfectas.
Eran como películas en las que ella guionizaba y actuaba, de manera que podía colocar donde quisiera un violento
lanzamiento de la vajilla contra el suelo, o poner en la boca del chico en
cuestión frases horteras y típicas como “¿Te han besado alguna vez bajo la
lluvia?” o “Hoy nos tomamos la última copa en mi casa.”.
Ella creía saber qué sucedía, aunque a ratos se rendía a la evidencia y se
confesaba que, efectivamente, no tenía ni idea. Y eso era lo que más odiaba:
perder el control sobre ella misma, o mejor dicho, que alguien provocara que
perdiera el control sobre ella misma. Detestaba sentir que no tenía el mando de
la situación, que el mango de la sartén tenía marcadas las huellas de una mano
que no era la suya. La sensación de dejarse llevar por el vaivén de otra
persona producía un enfrentamiento entre su ego y su instinto que rompía en
pedazos toda la estructura en la que ella siempre había creído y confiado. Pero
aun así, no podía evitarlo, le era imposible. El remolino que él formaba en sus
aguas al pasar cerca la absorbía, y nadar hacia la orilla de ese mar era como querer
amortiguar el golpe de una caída agitando los brazos en el aire…
Sin embargo, y a pesar de ello, descubrió en esa sensación algo nuevo que
nunca había experimentado. Y aunque le hiriera en el orgullo reconocerlo, sabía
que en el fondo deseaba que fuera así: un barullo de todo, una confusión entre
amor y odio, entre deseo y contención, entre la moral y el instinto… Solo de
esa manera ella tenía una excusa para admitir que le gustaba y que haría lo que
él dijera donde él propusiera. Solo así habría una coartada con la que no
oponerse a su imparable deseo de pisar caminos que no debía, de borrar lo que
alguien había escrito para ella y escribir con su propio trazo lo que realmente
quería que sucediera. Ya no había marcha atrás: había salido a buscar lo que no
encontraba y había encontrado lo que no buscaba. Pero, ¿y qué? Resultaba que
era feliz deshaciéndose de los patrones. Resultaba que el peligro la
estimulaba, y que en el riesgo de la incorrección había encontrado el
significado de la excitación vital. ¿A quién podía importarle?
Pensó en aquella frase que una vez escuchó de boca de una compañera del
trabajo: “Las personas somos como los colchones: aunque las sábanas estén
limpias, siempre hay manchas desconocidas por debajo”. Sabía que ella era un colchón manchado. Unas
sábanas muy limpias, pero un colchón manchado. Pero ya le daba igual, porque
había algo que su amiga olvidó añadir a aquella frase: algunas manchas en el colchón
son permanentes.
Eran las tres y media de la madrugada. Encendió la lamparilla y con los
ojos entelados buscó su teléfono móvil sobre la mesita de noche. Lo encendió y
abrió el WhatsApp. Hacía una hora y
media que él no se conectaba. Se lo pensó una vez. Dos veces. Finalmente,
tecleó y pulsó “enviar”. En la pantalla,
un mensaje decía: “Regálale una excusa creíble a tu mujer. Regálame una tarde
entera a mí. Al resto invito yo”.
Volvió a apagar la luz, y esta vez cerró los ojos con tranquilidad. Pensó
en que esa mañana él le contestaría.
Ella era un colchón manchado, pero él… él era la jodida mancha permanente.
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Imagen: http://poemasdeshanna.blogia.com/2004/113001-el-alma-de-la-muneca.php
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