Caminaba
aprisa para llegar puntual al tren del mediodía cuando, a la altura de la
carretera que separa al pueblo de la estación, el semáforo provocó el casual
encuentro entre una mujer invidente y yo. Ella agarraba el bastón con la mano
izquierda, y su cabeza, quieta y derecha, se antojaba concentrada en el sentido
del oído, de cuya capacidad parecía depender el atisbo acústico de los pasos y
las voces de los transeúntes, sonidos que, por elementales, suelen pasar
desapercibidos para el resto de la humanidad, y que sin embargo, en tanto que
tal, debían ser imprescindibles en la vida de una invidente para cruzar la
carretera en el momento oportuno. Piénsenlo bien. Un paso erróneo le podría
costar la vida.
Dos
chicas que se encontraban a mi izquierda y que parecían tener prisa se
intercambiaban la faena de vigilancia hacia ambos lados, esperando poder cruzar
aunque el muñequito vestido de verde no les diera permiso. Su vida dependía de
la astucia de su vista y de la coherencia y conexidad entre sus reflejos, sus
sentidos y sus cuerpos (muy lejos, por cierto, de ser elementos
fácilmente olvidables. En la jerga del joven se diría que estaban muy buenas). Por el bien de la mujer invidente (y por el de mi
propio regocijo) deseé que los vehículos no dejaran de circular velozmente,
pues los acalorados movimientos de aquellas dos jóvenes ignorando las normas
viales podían hacerle caer en el despiste, caso en el cual me vería obligado a
entrar en acción y perder de vista aquellas dos siluetas de movimiento
insinuante.
Gastando
el tiempo con reflexiones de esta índole, el muñeco policía se puso en verde, a lo que las dos jóvenes de mi izquierda
respondieron con una carrera corta para ganar tiempo (carrera en la que yo
también hubiera participado con gusto de no sentirme éticamente atado a la
supervisión de las eses dibujadas por el bastón de la pobre ciega). Giré mi
cabeza hacia la derecha, y vi que aquella mujer buscaba que alguien le diera el
pistoletazo de salida (o al menos eso parecía), de manera que me ofrecí como
único voluntario.
-
Ya se puede cruzar señora.
-
Gracias, pero ya lo sabía. –contestó ella
con un tono serio e incluso grosero que creía no merecerme-
Todo
por ayudarla. Había sacrificado unas bonitas vistas, un caminar tras la estela
de perfumes veraniegos, un navegar en el oleaje de dos largas melenas cada cual
más embelesadora. Había rechazado balancear mis ojos al son de unas caderas de
movimiento vertiginoso para prestárselos a ella. No esperaba nada más que un
sincero (aunque fuera mísero) agradecimiento, y obtuve el balbuceo de palabras
desprovistas de reconocimiento alguno.
"Gracias
las que voy a hacer que provoques", pensó el rencor por mí.
ELLA:
Quizás
el chaval se pensaba que me acababa de caer de un árbol. Como si una, a estas
alturas de la vida, no supiese cuándo puede o no puede cruzar la carretera. Escupiría
en la cara de quien se compadece de mí. Odio que la gente crea que los que no vemos andamos perdidos, que no
tenemos remedio. Como si los ojos, como si ver las cosas, fuera la solución
para todo.
-
Ya se puede cruzar señora. –me dijo el
chico, advirtiéndome con un toque de su mano derecha a mi brazo izquierdo, como
si además de ciega estuviese sorda-.
-
Gracias, pero ya lo sabía. –le contesté,
con un aire algo arrogante, lo reconozco, pero totalmente justo, a mi parecer,
al trato recibido-
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