jueves, 3 de mayo de 2012

Excusas

                                                                        CAPÍTULO 1

ÉL:

Caminaba aprisa para llegar puntual al tren del mediodía cuando, a la altura de la carretera que separa al pueblo de la estación, el semáforo provocó el casual encuentro entre una mujer invidente y yo. Ella agarraba el bastón con la mano izquierda, y su cabeza, quieta y derecha, se antojaba concentrada en el sentido del oído, de cuya capacidad parecía depender el atisbo acústico de los pasos y las voces de los transeúntes, sonidos que, por elementales, suelen pasar desapercibidos para el resto de la humanidad, y que sin embargo, en tanto que tal, debían ser imprescindibles en la vida de una invidente para cruzar la carretera en el momento oportuno. Piénsenlo bien. Un paso erróneo le podría costar la vida.


Dos chicas que se encontraban a mi izquierda y que parecían tener prisa se intercambiaban la faena de vigilancia hacia ambos lados, esperando poder cruzar aunque el muñequito vestido de verde no les diera permiso. Su vida dependía de la astucia de su vista y de la coherencia y conexidad entre sus reflejos, sus sentidos y sus cuerpos (muy lejos, por cierto, de ser elementos fácilmente olvidables. En la jerga del joven se diría que estaban muy buenas). Por el bien de la mujer invidente (y por el de mi propio regocijo) deseé que los vehículos no dejaran de circular velozmente, pues los acalorados movimientos de aquellas dos jóvenes ignorando las normas viales podían hacerle caer en el despiste, caso en el cual me vería obligado a entrar en acción y perder de vista aquellas dos siluetas de movimiento insinuante.

Gastando el tiempo con reflexiones de esta índole, el muñeco policía se puso en verde,  a lo que las dos jóvenes de mi izquierda respondieron con una carrera corta para ganar tiempo (carrera en la que yo también hubiera participado con gusto de no sentirme éticamente atado a la supervisión de las eses dibujadas por el bastón de la pobre ciega). Giré mi cabeza hacia la derecha, y vi que aquella mujer buscaba que alguien le diera el pistoletazo de salida (o al menos eso parecía), de manera que me ofrecí como único voluntario.

-          Ya se puede cruzar señora.

-          Gracias, pero ya lo sabía. –contestó ella con un tono serio e incluso grosero que creía no merecerme-

Todo por ayudarla. Había sacrificado unas bonitas vistas, un caminar tras la estela de perfumes veraniegos, un navegar en el oleaje de dos largas melenas cada cual más embelesadora. Había rechazado balancear mis ojos al son de unas caderas de movimiento vertiginoso para prestárselos a ella. No esperaba nada más que un sincero (aunque fuera mísero) agradecimiento, y obtuve el balbuceo de palabras desprovistas de reconocimiento alguno.

"Gracias las que voy a hacer que provoques", pensó el rencor por mí.



ELLA:


Quizás el chaval se pensaba que me acababa de caer de un árbol. Como si una, a estas alturas de la vida, no supiese cuándo puede o no puede cruzar la carretera. Escupiría en la cara de quien se compadece de mí. Odio que la gente crea que los que no vemos andamos perdidos, que no tenemos remedio. Como si los ojos, como si ver las cosas, fuera la solución para todo.

-          Ya se puede cruzar señora. –me dijo el chico, advirtiéndome con un toque de su mano derecha a mi brazo izquierdo, como si además de ciega estuviese sorda-.

-          Gracias, pero ya lo sabía. –le contesté, con un aire algo arrogante, lo reconozco, pero totalmente justo, a mi parecer, al trato recibido-

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