Mr. Johnson era director de una red de laboratorios dedicados a la fabricación de sustancias para la producción de plantas artificiales, y se dirigía hacia la romántica capital francesa, donde un acaudalado parisino descendiente de una familia árabe podrida de dinero y de petróleo se reuniría con él para tratar, según la secretaria de éste, de “ciertos asuntos beneficiosos para ambas partes, pero imposibles de explicar por teléfono”.
Nuestro protagonista, desconfiado y escéptico como pocos, recopiló una cantidad considerable de documentación acerca de aquel tipo (hízose llamar Messier Mahimouhmi), de su actividad profesional, y cómo no, de su familia y su entorno. No descubrió nada fuera de lo normal: ninguna imputación por negocios turbios, ninguna raíz religiosa radical. Sólo pudo constatar la gran fortuna que aquella familia poseía en patrimonio y en potencia. Sin duda, aquello de lo que querría hablar el Sr Mahimouhmi debía ser importante, muy importante. Tan importante que probablemente se traduciría en una gran masa de dinero.
Mr. Johnson, colocado en la segunda fila de la sección VIP del avión, era tipo ambicioso, facultad que había adquirido de su fallecida madre pero que, sin embargo, había aprendido a separar perfectamente de su condición de seminoble. Sabía que el camino para hacerse grande no era el de predicar su posición social: sus padres se habían hartado de hacerlo, y sólo habían conseguido ser ignorados por la plebe y despreciados por la alta sociedad. Él, sin ayuda de nadie, había abierto un sendero machete en mano, haciéndose paso entre las ramas y los matorrales, hasta llegar a la posición en la que estaba. Mr. Johnson era todo un luchador. Pero como a otros muchos les sucede, existían ciertos matices en su forma de ser que, inculcados y adquiridos como algo natural desde su infancia, ya no desaparecerían jamás. Y he ahí la avariciosa ambición, la necesidad de abarcar todo cuanto la mente imagine, aunque la vista no alcance a ver y los brazos no alcancen a abrazar.
Mr. Johnson siempre quería más, y en aquel preciso instante lo único que tenía era un ordenador portátil que no funcionaba.
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Imagen: Buen viaje, de Ramón Ramos
La ambición desmedida es un arma brutal que no conoce limites. Hay que tener ambiciones en la vida, esta claro, pero nunca deberían pasar por encima de nuestra propia moral ni la de los demás.
ResponderEliminarY desgraciadamente, suele ocurrir así.