jueves, 15 de noviembre de 2012

Vacío




Vacío,

vacío enorme,

vacío inquieto.



Vacío,

y cuanto más te pronuncio

más vacío me siento. 




domingo, 11 de noviembre de 2012

Manchas bajo las sábanas




La oscuridad pesaba demasiado aquella noche, pero sabía que la tenue luz de la lamparilla de poco le iba a servir, así que decidió mantenerse en esa cerrazón y siguió sintiéndose secuestrada por la incomodidad del insomnio. Eran las tres de la madrugada, y como en muchas otras ocasiones, conciliar el sueño le estaba resultando una tarea no demasiado fácil. Llegada a ese punto, no había posición cómoda, ni parte de la almohada que aun contuviera esa pequeña impresión de rincón aun impoluto, ni lugar en la cama donde las sábanas guardaran  esa sensación de frescura inmaculada. Todo eran arrugas y dobleces sobrecalentadas por el constante movimiento.

Los pensamientos se iban sucediendo a una velocidad tal que le era imposible retener una idea fija para ampliarla en el tiempo y utilizarla de puente entre la realidad y el sueño, y su cabeza iba de un lado a otro, imaginándose historias variopintas, recordando pequeñas parcelas de días anteriores o planificando conversaciones futuras con según qué personas. Aquello último le resultaba fascinante y a la vez inevitable. Ella pensaba que no debía ser la única que hablaba con el espejo del ascensor, o con su reflejo en el cristal de la ventana. Estaba segura de que muchas otras personas imaginaban un rostro en la pared de la ducha y mantenían una conversación romántica mientras el agua caía sobre el cuerpo desnudo como una lluvia cálida y dulce. Pero ciertamente resultaba curioso que a la postre, de aquellas conversaciones con matices casi esquizofrénicos surgieran argumentos y réplicas de tan elevado nivel, dramas tan profundos e historias tan perfectas. Eran como películas en las que ella guionizaba y actuaba, de manera que  podía colocar donde quisiera un violento lanzamiento de la vajilla contra el suelo, o poner en la boca del chico en cuestión frases horteras y típicas como “¿Te han besado alguna vez bajo la lluvia?” o “Hoy nos tomamos la última copa en mi casa.”.

Ella creía saber qué sucedía, aunque a ratos se rendía a la evidencia y se confesaba que, efectivamente, no tenía ni idea. Y eso era lo que más odiaba: perder el control sobre ella misma, o mejor dicho, que alguien provocara que perdiera el control sobre ella misma. Detestaba sentir que no tenía el mando de la situación, que el mango de la sartén tenía marcadas las huellas de una mano que no era la suya. La sensación de dejarse llevar por el vaivén de otra persona producía un enfrentamiento entre su ego y su instinto que rompía en pedazos toda la estructura en la que ella siempre había creído y confiado. Pero aun así, no podía evitarlo, le era imposible. El remolino que él formaba en sus aguas al pasar cerca la absorbía, y nadar hacia la orilla de ese mar era como querer amortiguar el golpe de una caída agitando los brazos en el aire…
Sin embargo, y a pesar de ello, descubrió en esa sensación algo nuevo que nunca había experimentado. Y aunque le hiriera en el orgullo reconocerlo, sabía que en el fondo deseaba que fuera así: un barullo de todo, una confusión entre amor y odio, entre deseo y contención, entre la moral y el instinto… Solo de esa manera ella tenía una excusa para admitir que le gustaba y que haría lo que él dijera donde él propusiera. Solo así habría una coartada con la que no oponerse a su imparable deseo de pisar caminos que no debía, de borrar lo que alguien había escrito para ella y escribir con su propio trazo lo que realmente quería que sucediera. Ya no había marcha atrás: había salido a buscar lo que no encontraba y había encontrado lo que no buscaba. Pero, ¿y qué? Resultaba que era feliz deshaciéndose de los patrones. Resultaba que el peligro la estimulaba, y que en el riesgo de la incorrección había encontrado el significado de la excitación vital. ¿A quién podía importarle?

Pensó en aquella frase que una vez escuchó de boca de una compañera del trabajo: “Las personas somos como los colchones: aunque las sábanas estén limpias, siempre hay manchas desconocidas por debajo”.  Sabía que ella era un colchón manchado. Unas sábanas muy limpias, pero un colchón manchado. Pero ya le daba igual, porque había algo que su amiga olvidó añadir a aquella frase: algunas manchas en el colchón son permanentes.

Eran las tres y media de la madrugada. Encendió la lamparilla y con los ojos entelados buscó su teléfono móvil sobre la mesita de noche. Lo encendió y abrió el WhatsApp. Hacía una hora y media que él no se conectaba. Se lo pensó una vez. Dos veces. Finalmente, tecleó y pulsó  “enviar”. En la pantalla, un mensaje decía: “Regálale una excusa creíble a tu mujer. Regálame una tarde entera a mí. Al resto invito yo”.

Volvió a apagar la luz, y esta vez cerró los ojos con tranquilidad. Pensó en que esa mañana él le contestaría.

Ella era un colchón manchado, pero él… él era la jodida mancha permanente.



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Imagen: http://poemasdeshanna.blogia.com/2004/113001-el-alma-de-la-muneca.php

domingo, 28 de octubre de 2012

Jóvenes





Éramos jóvenes en el coche,
en un colchón o en el porche
del vecino de al lado.
En casas ajenas
que se convertían
en salones plagados
y desiertas habitaciones.

Éramos jóvenes,
jóvenes en el trabajo
y de vacaciones,
en sofás polvorientos
de dos y tres polvos
de sexos hambrientos
que se lo comían todo
sin miedo a otros ojos
o a dar explicaciones.

Éramos jóvenes, buscadores
de rincones en el bosque,
cazadores furtivos
de instantes y despistes,
cantautores en la noche
de momentos tristes
que se ahogaban felices
en la música de nuestras voces.

Jóvenes,
practicantes de aquellos
amores de verano
que con la izquierda
cogían su mano
y con la derecha sus flores.
Taxistas en las lluvias de invierno
y posteriores donantes de calores
a modo de abrazos eternos
que aunque mojados, abrasadores.

Éramos jóvenes en la ducha
que nos creíamos ladrones
por robar un par de condones
de un cajón, como si fuera de una hucha,
y que entre jabón y champú
buscábamos una posición
(de todas las posibles, la mejor)
entre frases míticas como:
“¡No grites, que nos escuchan!”


Con un sexto sentido,
pero jóvenes.
Apasionados del “ya mismo”,
de practicar trucos de magia
en la ebria madrugada
del sábado al domingo,
rechazando órdenes,
rompiendo vestidos
y jugando como niños
revolcados en el parque
de no se sabe dónde
y a kilómetros perdido.



Éramos jóvenes, jóvenes
en el suelo y en la cama,
arrebatos animales,
despiadados comensales
de banquetes a la fresa,
chocolate y nata.
Valerosos escaladores,
y de miradores
de montaña, aficionados.
Revisores de horas golfas
de películas olvidadas
en cines aun peores
de no sé qué pueblo
y no sé qué barrio.

Éramos jóvenes,
amigos de la excusa del borracho.
Pasadores de pestillos
en según qué probadores
de tiendas de calzoncillos,
braguitas y sujetadores,
camisas, pantalones
y faldas de colores
que volaban por lo alto.
¡Las prendas a sus perchas
-decíamos-
que lo nuestro sale más barato!

Jóvenes, jóvenes
en alto y claro.
De los que se atrevían a todo.
De los del riesgo descarado.
Los que de la pasión
hacían su mundo
mientras su mundo
se les quedaba enano.
Sencillamente jóvenes,
jóvenes al fin y al cabo.




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lunes, 22 de octubre de 2012

Luces y sombras. Trenes y lunas.

     
Esa noche la playa estaba deshabitada. Solo tú marcabas sobre la fina arena la huella de tu cuerpo estirado por completo mientras las olas, como quien no quiere la cosa, se acercaban cada vez más a tus pies. Habías salido unas horas atrás a perseguir la luz de la Luna, pero no se lo habías dicho a nadie porque temías que una mueca dubitativa o de extrañeza rompiera el fino hilo sobre el que bailaba tu decisión y que separaba la cordura de la paranoia.
Nada es tan fácil como parece. Hasta hacer parecer que es fácil entraña cierta dificultad, y tú llevabas haciendo exactamente eso durante días. Durante semanas. Durante meses. Todo el mundo esperaba de ti unas palabras melódicas, un saludo amable, cualquier gesto intrascendente bañado de esa típica simpatía con el que uno se gana a la abuelita del cuarto o al panadero de en frente. Una mano que choca otra mano. Dos besos de despedida. Un giro curioso de cuello tras oír tu nombre a lo lejos. Una sonrisa cortés en un encuentro casual a la vuelta de la esquina. Una mirada de agradecimiento a quien te pasa la sal. Una carcajada tras un chiste.
Pero tú ya no estabas para esas cosas, porque finalmente la difícil facilidad te había acabado dando asco.
Boca arriba y con las manos bajo tu cabeza, sentías en la oscuridad como el verano llegaba a su fin, aunque realmente, pensabas, hubiera dado igual que ésa hubiera sido una noche de invierno, e incluso que la playa hubiera estado extrañamente cubierta de nieve cuajada y el agua hubiera quedado escondida bajo una placa de hielo. Y hubiera dado igual porque, harto de mentirte a ti mismo, acabaste concluyendo en tu fuero interno que la persecución de la Luna no entendía de estaciones y que ésta, contrariamente a lo que tu diablillo siempre le había susurrado a tu angelito, era un tren que sí volvía a pasar.
Pero hay trenes que ciertamente, y como cuentan todas las historias, solo pasan una vez. Y sí, a veces parece fácil llegar a tiempo y esperarlos en la parada durante diez minutos antes de vislumbrar su alumbrado al final del túnel. Tan fácil que la gente se sorprende si lo dejas pasar, y te la imaginas haciendo aspavientos cuando se encargan de expandir el rumor entre los demás: “¡Se le escapó el tren!” “¡Otra vez le ha pasado lo mismo!” “¡Estuvo ante sus puertas y se echó atrás!”. Pero tú sabías que había trenes a los que jamás te subirías porque ese paso, ese leve movimiento hacia delante, ese pequeño saltito desde el andén, era otro ejemplo de lo fácil que puede parecer algo mucho más complicado.
Y es que no se puede subir a un tren que no te abre las puertas…
 Habías dejado muchas cosas por ella. Habías pasado días enteros esperando en esa estación. Cambiaban las caras de la muchedumbre que te rodeaba, pero tú seguías allí, sentado en esa esquinita que ya tenías reservada en el incómodo banco de metal, abrazado a una pequeña mochila que en comparación con el peso de tus cábalas mentales era como una hoja caída del otoño. Esperabas ansiosamente el momento de su llegada, el instante en que se pararía frente a ti. Te lo imaginaste de mil formas diferentes envolviendo cada una de ellas de otras mil circunstancias distintas, y planeaste para cualquier pregunta una respuesta acertada, unas palabras bien ordenadas y un timbre de voz convincente.
Ahí estabas tú, con tu cuerpo sentado en aquel banco y tu imaginación correteando por las nubes, matando el tiempo hasta que llegara tu momento, dispuesto a acercarte a ella hasta sentir su aliento en el mismo momento en que la vieras detenerse.
Pero ella pasó. No hubo preguntas, ni miradas, ni atención. Simplemente pasó y no se detuvo, y todo cuanto habías planeado durante tanto tiempo resultó inútil.
Nadie está preparado para que el tren no abra las puertas…
 
         Esa noche eras la única persona que habitaba la playa. La única persona que marcaba sobre la fina arena la huella de un cuerpo estirado por completo mientras las olas mojaban tus pies sutilmente. Habías salido a perseguir la luz de la Luna, a coger un tren que, con más o menos velocidad, pasaba cada noche. Pero durante el transcurso de los minutos habías dejado de ser el de antes, y decidiste que a partir de ese momento serías tú el tren que deja la estela. Te levantaste y decidiste volver a casa pensando que a partir de ese momento solo perseguirías la luz de la Luna si la Luna perseguía antes tu sombra.
 
 
 
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miércoles, 3 de octubre de 2012

Te veo y no te pongo cara


 
 
Te veo y no te pongo cara.

No te reconozco.

No sé quién eres.

Te veo y me suenan tus palabras

pero tu argumento es algo tosco

y chirría entre tus dientes.

 

Hablas por hablar y no dices nada.

Tu mirada está vacía.

Sigo sin reconocerte.

Te observo por una mirilla poco clara

y tú estás tan lejos

que no adivino qué pretendes.

 

Te veo y no te pongo cara,

y aunque me acuerdo de tu nombre

no distingo a qué hueles.

La distancia –pienso- es la distancia,

pero… qué es estar distante

cuando noto que te mueves,

cuando siento tus pisadas

y me duelen tus reveses,

cuando soy parte de tu farsa

y personaje en la comparsa

de tus dudas y tus bretes.

 

Miro, atisbo, y no te acierto.

Mi foco está apagado.

Tu sombra es permanente.

He olvidado, y no te pongo gestos,

ni una piel como vestido

ni un vestido que te pegue.

 

Te veo y no te pongo cara.

Tus restos son borrosos.

Tu imagen deprimente.

Estás como si no estuvieras

y a la vez sigues estando,

y a la vez desapareces.

 

Te veo y no te pongo cara.

Te veo y… ¿Qué cara ponerte…?

martes, 28 de agosto de 2012

Soy quien no soy


 
 
Soy quien no soy;

una sombra; un espectro.

Un fuera en un adentro.

La mitad vacía

del vaso medio lleno.

El canto de la moneda.

La espalda de un espejo.

 

Soy quien no soy

y según tú sigo siendo,

pero esta sonrisa no es la mía;

no son míos estos gestos.

No es mía la voz

que te convence

de si te he querido

o de si te quiero.

No es mía la ira de mis manos

ni ese pensamiento obsceno

de arrancarte a jirones

cada prenda de tu cuerpo,

y lamerte como un gato,

y morderte como un perro.

 

Soy quien no soy,

o si no, eso parezco;

una pregunta impronunciable;

su respuesta en un aliento.

Una armada de palabras;

una palabra mal armada,

un armero de silencios.

La sed de un piropo,

el hambre del improperio.

 

Soy quien no soy;

bullicio de interrogantes;

 muchedumbre de “peros”.

Soy quien no soy,

porque siendo tú

no puedo ser menos.

jueves, 12 de julio de 2012

Besar








Besar,
Besar como besa
la amohada cada noche.
Besar en silencio
allá donde más amor se enconde.
Besar empapado de cosquilleos
que de tus manos a mi pecho corren.
Y besar...


Besar unos besos
que penetran por mi piel
y se duermen en mi alma.
Besar con esos finos labios
que se vuelven dulces en sonrisas
y aun más dulces en la cama.

Besar como se besa una mejilla.
Besar como besa tu mirada.

Y a veces sueño que te beso,
pero despierto y no veo nada...

Besar como quiero que me beses
cuando tu canción de mi letra se separa...


sábado, 2 de junio de 2012

Excusas

                                                                         Capítulo 4.
ÉL.

Cuando el revisor profirió aquella frase después de comprobar que la buena e inocente ciega había adquirido un billete para ancianos para pagar menos, una quincena de personas explotaron en risas y carcajadas. Todo aquello no estaba hecho para que la mujer se sintiera ofendida; sólo era una cura de humildad. Pero me encantaba.

La pobre ciega enrojeció, más de furia que de vergüenza. Palpó con sus manos al revisor para saber exactamente dónde estaba, se levantó de su asiento y, para sorpresa de todos los allí presentes, le soltó tal bofetón al trabajador que éste perdió el equilibrio y cayó sobre una mujer que se encontraba tranquilamente sentada, con la mala fortuna de que sus reflejos provocaron que sus manos se colocaran en posición amortiguadora, atropellando éstas al generoso escote de la treintañera, que sólo pudo ver como aquel hombre chocaba contra ella. Y la mujer, advirtiendo que el hombre le había desgarrado la camisa dejando al descubierto toda su delantera, empezó a darle puntapiés para que éste se levantara (aunque ello no fuera a arreglar para nada el problema de sus florecidos pechos), medida que le funcionó, dado que el revisor se alzó como buenamente pudo, con las piernas temblorosas e intentando pronunciar palabras de perdón, impedidas por el extremo tartamudeo que la situación le provocaba.



ELLA.

Cuando le di aquel bofetón al que creía un mocoso que intentaba colármela, el ambiente pareció teñirse de un clima variado de carcajadas y suspiros de sorpresa. Pensaba que debían haberlo planeado todo cuando me coloqué los auriculares, aprovechando que ni mi vista ni mi oído les prestaban atención. Y ciertamente debo admitir que por la voz de aquel hombre supuse que se trataba de una broma de mal gusto, acrecentada mi suposición por el atrevimiento de llamarme vieja.

Sí, fue entonces cuando puse en cuarentena la precaución, adiviné con el tacto la posición de su cuerpo, me levanté, y le planté en la cara tal guantazo que el sonido del impacto se me antojó semejante al de un petardo defectuoso.

Tras esta acción, decidí hacerle saber quién era su madre, aunque en realidad, me cuesta recordar (por aquello de los nervios) cómo lo hice.



ÉL.

- ¡Hijo de puta! –recuerdo que gritaba la ciega- ¡Vieja se lo vas a llamar a la madre que te parió!

La mujer seguía levantada, sosteniendo su bastón con la mano izquierda y alzándolo por los aires poniendo en serio peligro las cabezas de quienes se encontraban cerca, que podían convertirse de un momento a otro en una piñata al servicio de la invidente. Así que con todo ello (comentando también el pequeño detalle de que la mujer intentaba adivinar la posición del pobre revisor para, probablemente, arrearle algún que otro garrotazo) los hombres de seguridad procedieron a agarrarla cada uno de un brazo. No obstante, ella seguía resistiéndose, dando patadas al aire y lanzando improperios por doquier.

-          ¡Somos agentes de seguridad señora! ¡Cálmese o tendremos que esposarla a la fuerza!

-          ¿Está usted loca señora? ¡Que se calme ya, coño!


Y cuando hubo recibido los consejos sugeridos por aquellos hombres pareció como si de golpe empezara a entender qué sucedía. Quizás, escuchar dos voces genuinamente masculinas le hizo reflexionar.

Todos quedamos a la espera. ¿Qué diría ahora?



ELLA.

Aquellas voces no eran las de dos jóvenes. Me quedé algo consternada, sorprendida. Juro que estaba segura de que aquel hombre al que abofeteé era uno de aquellos adolescentes que se burlaban de mí.

De nuevo escuché al revisor, cuya voz había engañado a mis sentidos.

-          Se,se, señora, usted ha, ha, ha comprado un billete para ancianos.

Entonces lo entendí todo. Entendí tanta amabilidad, tanta buena educación. Entendí las ansias por querer ayudar de aquel pequeño cabrón.

lunes, 28 de mayo de 2012

Excusas

                                                                             Capítulo 3


ÉL.

Esperé como esperan los asesinos de las películas a sus víctimas tras una puerta, o como lo hace la leona, escondida entre la vegetación hasta que la presa se encuentra lo suficientemente cerca como para poder abordarla sin complicación alguna. A lo lejos, la cabeza del tren se asomó tras la última curva para entrar en la estación. La gente empezó a aglutinarse al borde del andén, y yo me coloqué en el final de la cola, a la espera de que mi víctima hiciera su aparición. Y por fin la que iba a ser la estrella del trayecto subió por las escaleras y llegó al andén. Se apresuró todo lo que pudo, y dando golpes a los pies de la gente con el bastón, consiguió llegar hasta la muchedumbre agolpada  frente a las puertas ya abiertas del tren.


Me coloqué justo detrás de ella. La vi alterada, con signos que arrojaban a la luz cierta ansiedad interior, y pensé en aquello que dicen sobre que lo que a uno no mata le hace más fuerte. Parece no guardar relación con la situación que transcurría, pero desde el prisma mediante el cual yo interpretaba aquel cúmulo de palabras todo apuntaba a que la esencia de su significado era la misma que la del dicho “Quien siembra vientos recoge tempestades”, o “Arrieros somos, y en el camino nos encontraremos”, pues a la postre todo queda interrelacionado con los escarmientos que uno se lleva a lo largo su vida. Por ello, debo expresar la falta de dolo en mi acto, siendo éste sólo una manera de ayudarla a escarmentar, y así, sanear su interior. Y sí, lo reconozco, le puse el pie, se lo puse, pero nunca teniendo más en cuenta los resultados perjudiciales que aquellos beneficiosos.

El resultado: la mujer cayó de cabeza, y la extensión de su brazo izquierdo saltó por los aires chocando finalmente contra un pobre hombre de barriga prominente y bigote poblado que dormía de forma tan profunda como profundo parecía ser su orificio bucal. Su cuerpo quedó tendido en el suelo, y su frente fue a caer a unos centímetros de la rueda del carrito de un bebé al que todo aquello parecía provocarle una gracia tremebunda.

La soberbia pareció salir disparada con la caída, y en su lugar una rojez extrema invadió el rostro arrugado de la mujer, cuyos gestos, muecas y tics nerviosos pusieron el acento a un “¡Tierra trágame!” que, sin ser pronunciado, era percibido por todos los allí presentes.

No pude hacer más que reír mientras que un matrimonio ayudaba a la pobre ciega a levantarse y tomar su bastón. La risa era totalmente inconsciente, aunque imparable. Garantizo que de haber tenido la oportunidad de optar por reír o no, hubiera preferido evitar el proferimiento de actitud burlesca alguna, pues, redundo, mis intenciones siempre fueron encaminadas a un fin solidario. Pero comprenderá el lector que en este tipo de situaciones hay cosas que se escapan al control de uno.



 Finalmente, la acompañaron hacia un asiento libre que quedaba justo a mi derecha, donde intentó guardar la compostura (algo que debía resultar bastante difícil teniendo en cuenta que un grupo de diez adolescentes recién salidos del horno no paraban de reír, bromear, e incluso imitar la caída ante la atenta mirada de otro grupo de turistas de tez rosada).



ELLA.

Todo fue culpa suya. Llevaba enervándome desde que el maldito semáforo nos había hecho coincidir. Esa voz de joven aparentemente amable que sólo busca la autosatisfacción de su parte más humana; ese toquecito de su mano, realizando insistencias innecesarias sobre algo que yo ya sabía que debía hacer; el hastío provocado por la permanente ansia por mostrarse solidario.

Todo concluyó con una vergonzante caída, con un soberano tropezón que me hizo estrellarme de bruces contra el suelo ante todos los pasajeros, entre los que se contaban un grupo de asquerosos adolescentes que gastaron gran parte del trayecto elaborando imitaciones burlescas que se referían a mi caída, y al grito algo exagerado que se me escapó de forma involuntaria.

Una pareja de unos cuarenta años me advirtió de que había un sitio libre frente a mí, así que decidí sentarme de una vez por todas y evitar pensar en todo aquello, aunque en absoluto se antojaba fácil teniendo en cuenta las risitas y comentarios que llegaban a mis oídos.



ÉL.

En algún momento de nuestras vidas, todos hemos sido engañados por los relieves. Sólo los más afortunados han sufrido un tropiezo y han conseguido mantenerse en pie. Los demás hemos debido de pasar la vergüenza de sabernos el centro de las habladurías de la gente que en ese momento nos rodeaba, y hemos tenido que asumirlo de la mejor manera posible. Pero cuánto más difícil debe hacérsele a una persona que no puede ver la cara de quien se está mofando. En ocasiones una mirada, acompañada de un par de palabras, puede a uno salvarle de las bromitas chistosas de ciertos personajes ofrecidos al libertinaje cachondo. Esa es la clave: un cruce de miradas entre la víctima y su enemigo.

Sin embargo, aquella mujer nada podía hacer, y ello era fascinante. Se mantenía callada, intentando aparentar una total ignorancia hacia las burlas del sector más joven del vagón. Pero su cara no podía esconder tamaña cantidad de vergüenza e ira acumuladas, por mucho que ella lo intentara. Así que visto lo visto, la mujer decidió desconectar colocándose unos auriculares y poniendo la música a un volumen algo elevado.



Pasaron cinco minutos,  y del vagón trasero un hombrecillo pequeño entró al nuestro con la compañía de otros dos armarios de una empresa de seguridad. No cabía duda: era el revisor. Tenía aspecto serio. Parecía de aquel tipo de personas cuya apariencia física les obliga a mostrarse mucho más profesionales y estrictos de lo que en realidad pudieran ser, por  aquello de que es la única forma de hacerse respetar. Durante las últimas dos semanas había visto a aquel tipo unas tres veces. Era educado, aunque seco. Su voz era aguda y tirante, y gangueaba tan naturalmente que si uno no analizaba su cuerpo de arriba a abajo, bien podía confundirlo con un adolescente en etapa de cambio de voz.


El revisor se dirigió a mí y solicitó que le facilitara mi billete, a lo cual respondí con un gesto de cabeza y con el ofrecimiento de mi pase para que el hombre comprobara mi buena conducta. Él lo tomó, lo pasó por la máquina manual y me lo devolvió junto a un “Gracias” que aun siendo más áspero que el cemento, era más cierto que el que me habría ofrecido unos minutos antes aquella mujer maleducada.



ELLA.

En aquel momento ya había conseguido desconectar de todo. Iba escuchando música con el volumen algo más alto de lo normal con tal de evitar que mis oídos percibieran las sandeces de aquellos mocosos, cuando noté que un dedo tocaba mi hombro izquierdo tres veces. Hubiese ignorado esos toquecitos de no ser porque me sobresaltaron, provocando que el auricular izquierdo se descolgara de mi oreja y quedara pendiente.

-          Señora, su billete por, por, por favor. –me dijo una voz que más parecía de un humorista que de un revisor-.

Dudé. ¿Y si era una broma de aquellos malcriados?

-          Señora, le, le, le repito: ¿Me puede dejar su, su, su billete por favor?

-          Sí… Sí… disculpe. -Acabé asintiendo. En aquel tipo de circunstancias extraordinarias sí sería una ventaja tener vista-.

Le ofrecí mi tique, y se produjo el silencio durante unos diez segundos.

-          ¿Qué ocurre? –le pregunté.

-          Pues ocurre que, que, que a primera vista no había advertido que usted era tan, tan, tan vieja.