La primera vez que me masturbé tenía cinco años.
Recuerdo un jardín alborotado en primavera, y un grupo de
niños intentando encontrar al único cuyo escondite aun no había sido
descubierto. Y ahí estaba yo, camuflado entre unos matorrales arañándome con
los pinchos de los rosales y tiñendo de marrón mis pantalones por la parte de
las rodillas. Ahí me encontraba, observando casi a ras de suelo los pies de mis
compañeros de juego pasando a no más de un metro de mí. Unos piececitos que
unas veces se seguían entre ellos por parejas en fila india y levitando
coordinadamente de manera sigilosa, y que otras veces avanzaban y retrocedían
dispersos, o más bien desesperados a causa de sus intentos fracasados por
toparse conmigo.
¡Oh, cielos! ¡Era algo realmente excitante! Aquel chico
del que los demás solían burlarse en clase era en ese momento el motivo
principal de que una jauría infantil chillara su nombre y corriera de un lado a
otro buscándolo como si de ello dependieran sus vidas. Aquel “gafotas” que
siempre acababa sin almuerzo, con sus lápices de colores rotos en pedazos, o
sin cordones en los zapatos, tenía el poder en aquel momento : un poder
interior que ni si quiera él mismo había experimentado hasta ese momento; un
poder secreto. Y es que aquel niño era capaz de ver a los demás sin que los
demás pudieran verlo a él. Tenía el don de la invisibilidad… Recuerdo que en
aquel momento me vino a la cabeza la imagen de mi padre sentado en su butaca
con el periódico en mano y sentenciando con una de esas típicas frases que solo
un padre puede decir: “Hijo, cuando seas mayor, si quieres llegar a ser una
persona buena, tendrás que lograr ser transparente”. ¡Si mi padre lo hubiera
visto…! ¡Ni si quiera había hecho falta hacerme mayor para saber ser
transparente! Simplemente había necesitado un par de matorrales que me taparan,
y una voluntad resistente a prueba de pinchazos y arañazos.
La sangre corría rápida y caliente de arriba abajo y
sentía que el corazón se me iba a salir. Sin embargo, no podía abrir la boca ni
salir de aquel escondrijo aun. No podía dejar que me vieran, no tan fácilmente.
Y fue entre una mezcla de inquietud controlada, control excitante y excitación
inquieta cuando de repente esa cosita de
ahí abajo que hasta ahora solo me había servido para hacer pipi pareció
responder y se puso ancha como aquellas croquetas de jamón que tanto adoraba,
larga como los palillos que mi madre usaba para limpiarme los oídos, y dura
como los tubos de pegamento que mis compis usaban para pegarme papeles en la
mochila. No era la primera vez que sucedía: algunas mañanas, cuando mi madre me
despertaba, aquella cosita también había parecido crecer durante la noche.
Cuando eso pasaba, concluía que era una especie de castigo de mi cuerpo por
haber comido demasiadas chucherías el día anterior, o por haber robado embutido
de la despensa a hurtadillas. Nunca, nunca hasta ese momento la cosita se me
había puesto dura en público.
Así que, no entendiendo qué estaba pasando, y previendo
que por culpa de ese bulto “extra” alguien podría descubrirme, empecé a
empujarlo con ambas manos hacia mis muslos por fuera del pantalón. Ejercía
presión como si mis manos fueran las de un fisioterapeuta y “eso” fuera una
enorme contractura que debía desaparecer del mundo. Pero era imposible, aquello
no bajaba. Seguí presionando sobre mi miembro, a veces contra mi muslo
izquierdo, otras contra el derecho, y otras contra ambos, pero parecía que no
funcionaba. Entonces pensé que quizás lo estaba frotando demasiado despacio,
por lo que decidí aplicar a esa presión algo más de velocidad.
¡Oh, sí! Y ahí estaba yo, escondido entre unos matorrales
masturbándome por primera vez sin saberlo.
No empecé a sentir esa especie de “mono” de continuar
hasta el orgasmo hasta que, efectivamente, hice que mis dedos fueran más
veloces. Pero yo no sabía qué era un orgasmo. Ni si quiera sabía que al final
de todo ese ejercicio iba a obtener una grata recompensa, puesto que de haberlo sabido, quizás hubiera
empezado a practicarlo tanto tiempo antes que mi memoria no alcanzaría a
retener tan detalladamente la imagen de “mi primera vez”.
Sin embargo, en aquel momento se producía una especie de
contradicción entre mi mente y mi cuerpo; entre mi escaso raciocinio y mi alto
instinto animal. Y es que pese a que deseaba que eso bajara de una vez por
todas, ya no me tocaba con esa finalidad. La realidad era que había un niño en
aquel jardín que por primera vez estaba sintiendo la curiosidad sexual. Ni el
primer ni el último niño al que le pasara aquello. Pero claro… Ese tipo de
información, al igual que el verdadero origen de los Reyes Magos o que el
destino de los muertos, quedaría vedado hasta unos cuantos años más tarde.
Pero todo en aquel momento formaba parte de un círculo
vicioso (nunca mejor dicho) en el que cualquier estímulo, emoción o sentimiento
acababa desembocando en el mismo lugar de mi cuerpo. Con ese miedo mi sistema
nervioso se disparó, el corazón parecía dispuesto a romper mi caja torácica y
salir por piernas de mi cuerpo, y mi respiración iba acelerándose por segundos.
Mi mente estaba perpleja y asustada a la vez, pero mis manos funcionaban solas
como los pies cuando uno camina. Recuerdo la calentura en mis mofletes, y un
pequeño hilo de baba cayendo por la comisura de mis labios. Y recuerdo pensar:
“¡No! ¡Esto voy a pararlo como sea!”. Efectivamente, me dije que ese bulto no
debía seguir ahí y que tenía que ser extirpado de mi cuerpo. ¿Qué más daba si
no lo tenía para hacer pipi? La verdad era que odiaba tener que ir al baño, así
que no me importaba no volver a sentir la necesidad de mear.
Así que tras pensármelo de manera no muy meditada, y ya
en la cuenta atrás, decidí desabrocharme el botón del pantalón, bajar la
cremallera y sacar el miembro a un lugar donde pudiera verlo para cortarlo. No
sabía exactamente cómo acabaría todo, pero sentía que debía darme prisa, porque
de lo contrario algo iba a pasar. Incluso llegué a creer que la pilila me
explotaría y que me llenaría toda la ropa de salpicones de sangre (lo sé, algo
contradictorio teniendo en cuenta que me la quería cortar yo mismo. Ya sabéis,
cosas de niños...). Nunca antes mi cuerpo había reaccionado así. Supongo que
debí sentirme como una mujer salvaje a la que nadie le ha explicado qué es el
embarazo, y que de repente se encuentra con un bulto que crece y crece en su
cuerpo sin que nadie pueda evitarlo. Esa mujer, como en aquel momento yo,
presentiría que al final algo iba a suceder, y probablemente presentiría
aproximadamente cuándo iría a suceder. Pero no sabría asegurar a ciencia cierta
qué iba a suceder.
Por tanto, yo, conocedor de que algo estaba a punto de
sucederme, saqué eso hacia afuera, pero, para mi fortuna, no llegué a tiempo,
pues justo cuando estaba liberando al pajarito de su jaula, el roce con la fría
cremallera provocó un estallido. Pero no un estallido de los que yo me
imaginaba, sino otro totalmente diferente. De repente sentí que me flojeaban
las piernas y que mis ojos se cerraban automáticamente. Sentí cómo mis manos
ponían la quinta marcha en el último instante y como de repente un placer nuevo
para mí explotaba en mi interior. No era el placer que se sentía al comerse un
buen plato de macarrones de mamá, ni el que se experimentaba cuando uno se
tiraba a la piscina en verano o lo llevaban al cine en invierno. No era la
satisfacción que uno obtenía de levantarse un sábado sin tener que ir al
colegio, o cuando uno se tiraba un buen pedo. No: era algo inexplicable para
mí. Algo tan perfecto que no podía ser bueno. Un ejercicio que empezaría a
practicar con regularidad, pero que quedaría guardado en un profundo
secretismo. Nadie nunca debería enterarse de aquello.
Aun me faltaban unos años para poder definir con cierta
lógica la palabra “sexo”, y quizás unos cuantos más para practicarlo (muchos
más para hacerlo también con cierta lógica), pero aquel día descubrí que mi
padre tenía razón con aquello de que uno debía aprender a ser transparente. Por
supuesto, a partir de aquel momento decidí ser transparente, por lo menos, dos
o tres veces por semana, pues había descubierto que tenía la capacidad
suficiente para hacerlo sin necesidad de esperarme a ser mayor, y porque habiendo
degustado por primera vez el placer por el placer, no pensaba echar a perder la
oportunidad de, en algún aspecto de mi vida, ser un niño feliz cuando a mí me
diera la gana.
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