martes, 2 de julio de 2013

El placer por el placer



La primera vez que me masturbé tenía cinco años.

Recuerdo un jardín alborotado en primavera, y un grupo de niños intentando encontrar al único cuyo escondite aun no había sido descubierto. Y ahí estaba yo, camuflado entre unos matorrales arañándome con los pinchos de los rosales y tiñendo de marrón mis pantalones por la parte de las rodillas. Ahí me encontraba, observando casi a ras de suelo los pies de mis compañeros de juego pasando a no más de un metro de mí. Unos piececitos que unas veces se seguían entre ellos por parejas en fila india y levitando coordinadamente de manera sigilosa, y que otras veces avanzaban y retrocedían dispersos, o más bien desesperados a causa de sus intentos fracasados por toparse conmigo.
¡Oh, cielos! ¡Era algo realmente excitante! Aquel chico del que los demás solían burlarse en clase era en ese momento el motivo principal de que una jauría infantil chillara su nombre y corriera de un lado a otro buscándolo como si de ello dependieran sus vidas. Aquel “gafotas” que siempre acababa sin almuerzo, con sus lápices de colores rotos en pedazos, o sin cordones en los zapatos, tenía el poder en aquel momento : un poder interior que ni si quiera él mismo había experimentado hasta ese momento; un poder secreto. Y es que aquel niño era capaz de ver a los demás sin que los demás pudieran verlo a él. Tenía el don de la invisibilidad… Recuerdo que en aquel momento me vino a la cabeza la imagen de mi padre sentado en su butaca con el periódico en mano y sentenciando con una de esas típicas frases que solo un padre puede decir: “Hijo, cuando seas mayor, si quieres llegar a ser una persona buena, tendrás que lograr ser transparente”. ¡Si mi padre lo hubiera visto…! ¡Ni si quiera había hecho falta hacerme mayor para saber ser transparente! Simplemente había necesitado un par de matorrales que me taparan, y una voluntad resistente a prueba de pinchazos y arañazos.
La sangre corría rápida y caliente de arriba abajo y sentía que el corazón se me iba a salir. Sin embargo, no podía abrir la boca ni salir de aquel escondrijo aun. No podía dejar que me vieran, no tan fácilmente. Y fue entre una mezcla de inquietud controlada, control excitante y excitación inquieta  cuando de repente esa cosita de ahí abajo que hasta ahora solo me había servido para hacer pipi pareció responder y se puso ancha como aquellas croquetas de jamón que tanto adoraba, larga como los palillos que mi madre usaba para limpiarme los oídos, y dura como los tubos de pegamento que mis compis usaban para pegarme papeles en la mochila. No era la primera vez que sucedía: algunas mañanas, cuando mi madre me despertaba, aquella cosita también había parecido crecer durante la noche. Cuando eso pasaba, concluía que era una especie de castigo de mi cuerpo por haber comido demasiadas chucherías el día anterior, o por haber robado embutido de la despensa a hurtadillas. Nunca, nunca hasta ese momento la cosita se me había puesto dura en público.

Así que, no entendiendo qué estaba pasando, y previendo que por culpa de ese bulto “extra” alguien podría descubrirme, empecé a empujarlo con ambas manos hacia mis muslos por fuera del pantalón. Ejercía presión como si mis manos fueran las de un fisioterapeuta y “eso” fuera una enorme contractura que debía desaparecer del mundo. Pero era imposible, aquello no bajaba. Seguí presionando sobre mi miembro, a veces contra mi muslo izquierdo, otras contra el derecho, y otras contra ambos, pero parecía que no funcionaba. Entonces pensé que quizás lo estaba frotando demasiado despacio, por lo que decidí aplicar a esa presión algo más de velocidad.
¡Oh, sí! Y ahí estaba yo, escondido entre unos matorrales masturbándome por primera vez sin saberlo.

No empecé a sentir esa especie de “mono” de continuar hasta el orgasmo hasta que, efectivamente, hice que mis dedos fueran más veloces. Pero yo no sabía qué era un orgasmo. Ni si quiera sabía que al final de todo ese ejercicio iba a obtener una grata recompensa,  puesto que de haberlo sabido, quizás hubiera empezado a practicarlo tanto tiempo antes que mi memoria no alcanzaría a retener tan detalladamente la imagen de “mi primera vez”.
Sin embargo, en aquel momento se producía una especie de contradicción entre mi mente y mi cuerpo; entre mi escaso raciocinio y mi alto instinto animal. Y es que pese a que deseaba que eso bajara de una vez por todas, ya no me tocaba con esa finalidad. La realidad era que había un niño en aquel jardín que por primera vez estaba sintiendo la curiosidad sexual. Ni el primer ni el último niño al que le pasara aquello. Pero claro… Ese tipo de información, al igual que el verdadero origen de los Reyes Magos o que el destino de los muertos, quedaría vedado hasta unos cuantos años más tarde. 

¿Sabéis? Aun soy capaz de escuchar las voces de mis compañeros llamándome, intentando sobornarme a grito pelado para que saliera a cambio de darme parte de su merienda, o de jugar con ellos a las primeras consolas lanzadas al mercado. Y, si queréis que os diga la verdad, estuve tentado de hacerlo, dado que aquello ya empezaba a darme miedo.
Pero todo en aquel momento formaba parte de un círculo vicioso (nunca mejor dicho) en el que cualquier estímulo, emoción o sentimiento acababa desembocando en el mismo lugar de mi cuerpo. Con ese miedo mi sistema nervioso se disparó, el corazón parecía dispuesto a romper mi caja torácica y salir por piernas de mi cuerpo, y mi respiración iba acelerándose por segundos. Mi mente estaba perpleja y asustada a la vez, pero mis manos funcionaban solas como los pies cuando uno camina. Recuerdo la calentura en mis mofletes, y un pequeño hilo de baba cayendo por la comisura de mis labios. Y recuerdo pensar: “¡No! ¡Esto voy a pararlo como sea!”. Efectivamente, me dije que ese bulto no debía seguir ahí y que tenía que ser extirpado de mi cuerpo. ¿Qué más daba si no lo tenía para hacer pipi? La verdad era que odiaba tener que ir al baño, así que no me importaba no volver a sentir la necesidad de mear.
Así que tras pensármelo de manera no muy meditada, y ya en la cuenta atrás, decidí desabrocharme el botón del pantalón, bajar la cremallera y sacar el miembro a un lugar donde pudiera verlo para cortarlo. No sabía exactamente cómo acabaría todo, pero sentía que debía darme prisa, porque de lo contrario algo iba a pasar. Incluso llegué a creer que la pilila me explotaría y que me llenaría toda la ropa de salpicones de sangre (lo sé, algo contradictorio teniendo en cuenta que me la quería cortar yo mismo. Ya sabéis, cosas de niños...). Nunca antes mi cuerpo había reaccionado así. Supongo que debí sentirme como una mujer salvaje a la que nadie le ha explicado qué es el embarazo, y que de repente se encuentra con un bulto que crece y crece en su cuerpo sin que nadie pueda evitarlo. Esa mujer, como en aquel momento yo, presentiría que al final algo iba a suceder, y probablemente presentiría aproximadamente cuándo iría a suceder. Pero no sabría asegurar a ciencia cierta qué iba a suceder.
Por tanto, yo, conocedor de que algo estaba a punto de sucederme, saqué eso hacia afuera, pero, para mi fortuna, no llegué a tiempo, pues justo cuando estaba liberando al pajarito de su jaula, el roce con la fría cremallera provocó un estallido. Pero no un estallido de los que yo me imaginaba, sino otro totalmente diferente. De repente sentí que me flojeaban las piernas y que mis ojos se cerraban automáticamente. Sentí cómo mis manos ponían la quinta marcha en el último instante y como de repente un placer nuevo para mí explotaba en mi interior. No era el placer que se sentía al comerse un buen plato de macarrones de mamá, ni el que se experimentaba cuando uno se tiraba a la piscina en verano o lo llevaban al cine en invierno. No era la satisfacción que uno obtenía de levantarse un sábado sin tener que ir al colegio, o cuando uno se tiraba un buen pedo. No: era algo inexplicable para mí. Algo tan perfecto que no podía ser bueno. Un ejercicio que empezaría a practicar con regularidad, pero que quedaría guardado en un profundo secretismo. Nadie nunca debería enterarse de aquello.


Aun me faltaban unos años para poder definir con cierta lógica la palabra “sexo”, y quizás unos cuantos más para practicarlo (muchos más para hacerlo también con cierta lógica), pero aquel día descubrí que mi padre tenía razón con aquello de que uno debía aprender a ser transparente. Por supuesto, a partir de aquel momento decidí ser transparente, por lo menos, dos o tres veces por semana, pues había descubierto que tenía la capacidad suficiente para hacerlo sin necesidad de esperarme a ser mayor, y porque habiendo degustado por primera vez el placer por el placer, no pensaba echar a perder la oportunidad de, en algún aspecto de mi vida, ser un niño feliz cuando a mí me diera la gana.

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