Caminabas hacia la puerta
con tu rostro desencajado
y con una lágrima jugando
a ser valiente
y descendiendo perfil abajo.
Caminabas,
pero no creías estar avanzando,
y aunque tus piernas
se movieran,
tu conciencia vivía quieta,
perdida en el recuerdo
de la sangre en el suelo,
del dolor de un puñetazo.
Caminabas con paso dubitativo,
y las sonrisas y miradas
de aquellas fotos de pasillo
se clavaban en tu espalda
como punzones en un corcho.
Y como cuchillo rascando un plato
chirriaban en tus oídos
sus insultos desde el baño,
pero tú no te parabas
y seguías caminando.
Y en tu camino llovía miedo,
pero llevabas botas por si a caso,
y aun si ese miedo te empapara,
pisada a pisada definías tu futuro,
y tu corazón se hacía duro
y te alejabas del pasado,
porque sus gritos venían desde atrás,
un “atrás” que a esa distancia
ya no te alcanzaba con sus manos.
Caminabas,
pero más que caminar
parecías estar planeando,
y de repente el viento
estaba a tu favor
y todo alrededor
pasaba a echarte una mano.
Y quizás esas miradas y sonrisas
en los marcos del pasillo
seguían tras tu espalda acechando
pero algo en tu interior decía:
“¡Camina mujer,
camina hasta el paño,
abre la puerta
y cuando salgas
cierra de un portazo!
¡Y no te despidas!
¡Y no te pares!
¡Por favor, sigue,
sigue caminando!
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Imagen: Foscor, de Eduard Huet Huet
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