Roberto no se acordaba del primer regalo que recibió de sus padres. Seguramente fuera ropita (conjuntos de camisetas y pantalones en miniatura), una cuna repleta de peluches con los que dormir acompañado, un sonajero, o cualquier elemento por el estilo. Sin embargo, sí que recordaba aquella navidad de sus cuatro años, cuando él pidió a los Reyes Magos aquella muñeca bebé a la que se le tenía que dar de comer, y en cambio, estos le trajeron una pelota de fútbol y otra –por si a caso- de baloncesto. Nunca, exceptuando el primer día, llegó a jugar con ellas. Luego las pelotas fueron haciéndose viejas, deshinchándose con el tiempo, sin que nadie las utilizara. En cambio Roberto sí que jugaba con las muñecas que a su hermana le habían traído los Reyes. A ella sí, y a mí no, pensaba. Era pequeño, y supuso que quizás la muñeca que él había pedido estaría agotada. ¡Habrán tantos niños y niñas que la habrán pedido que por eso se habrán acabado todas!
A las siguientes navidades, Roberto volvió a pedir otra muñeca. Esta vez se había encaprichado por una que venía con un coche. Sin embargo, los Reyes Magos debieron pensar esta vez que si a Roberto le gustaba el coche que acompañaba a la muñeca, más aun le gustaría un todo terreno teledirigido. Así, la mañana en que se abren los regalos, Roberto descubrió de nuevo que para su hermana había un sinfín de muñecas, pero para él no. Sólo había pedido un juguete, esperando así que los Reyes Magos se apiadasen de él y se lo trajeran, pero contrariamente a ello, Roberto se vio envuelto en un círculo de regalos con los que para nada iba a disfrutar en un futuro. ¡Vaya coche más chulo Rober! ¡Ese es mejor que el de la muñeca aquella que querías! Sentenciaban sus padres con una mueca sonriente que en absoluto se reflejaba en el rostro del niño.
Roberto empezó a odiar las navidades y a los Reyes Magos. Nunca le traían lo que él pedía, y no sabía porqué. La condición para que los magos de Oriente se portaran bien con los niños era, de la misma manera, que los niños se portaran bien con sus padres, que hicieran los deberes del colegio, y que ayudaran a mamá y a papá a poner la mesa todos los días para comer y para cenar. Y habiendo cumplido con todas estas condiciones religiosamente, nunca había obtenido lo que quería. Pero Roberto también empezó a odiar los cumpleaños, las fiestas, y cualquier tipo de evento donde la gente debiera hacerle presentes que no eran de su agrado. Todos estos acontecimientos hicieron que el niño generara dentro suyo un sentimiento de envidia hacia su hermana que poco a poco fue haciéndose mayor, hasta que con la edad de trece años casi ni le dirigía la palabra. Por aquella época, el niño que soñaba con muñecas ya entraba en la dura etapa de la adolescencia. Ya sabía que no existían los Reyes Magos ni el Ratoncito Pérez, aunque no le importó en absoluto el día en que sus padres se lo confesaron –o mejor, se lo confirmaron-, pues en realidad para él nunca habían existido (si la existencia de esos seres maravillosos tenía que ver con la aportación de felicidad a los niños y niñas, era lógico que en lo profundo de aquel niño se hubiese creado aquella pared de hormigón, rígida y obstaculizante, que desde hacía mucho tiempo impedía la filtración de cualquier posibilidad de creer en la magia de aquellos seres).
Pero volviendo a la confesión de sus padres, y recordando que a Roberto no le importó la inexistencia de ciertos allanadores de morada, el niño incubó en sus adentros una gran rabia provocada por el hecho de que sus padres, con toda la tranquilidad del mundo, le aseguraran que eran ellos y no otros, los que dejaban los regalos debajo del árbol de navidad, o los que entraban a escondidas a su habitación, retiraban el diente de la mesita de noche y en su lugar colocaban algún juguete musculitos o un videojuego de deportes. Eran ellos, perfectamente conocedores de sus gustos, y no cualquier otro desconocido –a los que, sin remedio alguno, debía poner cara de agradecimiento- quienes lo rodeaban de cosas y elementos que constituían la consecuencia de pertenecer a un prototipo de grupo del que el niño no se sentía partícipe.
Así, a medida que Roberto fue creciendo, agarrados a él como parásitos crecieron también aquellos rumores que nacen de bocas perdidas, de intenciones desprovistas de cualquier tipo de finalidad lógica. Él sabía que todo cuanto decían de él se debía a sus gustos, un tanto diferentes al tipo de gustos y aficiones que un chico, en general, debe tener. Como auguraban ya sus acciones de la infancia, a Roberto nunca le gustó el fútbol. Por el contrario, era un apasionado del ballet, y como si de hielo estuviera construida su habitación, el bello de su cuerpo se alzaba a cada pirueta que se dibujaba en la pantalla del ordenador o que, incluso, él mismo se imaginaba. Nunca intentó convencer a su padre para apuntarle, pues si a caso hubiese sido un sueño hecho realidad para él, también lo hubiese sido para aquellos detractores que buscaban como buitres cualquier acción nueva del chico para insultarle, humillarle –porque un insulto no siempre implica una humillación, pero en este caso sí que lo implicaba-, y desquebrajar de nuevo toda sensación de tener ganas de algo. Pero, ¿y su padre? ¿Lo habría su padre apuntado a aquel deporte? Su hermana había participado en un campeonato de rugby femenino durante un verano, y no había recibido reproche alguno. ¿Pero por qué sentía entonces que el hecho de querer él participar en un deporte típicamente femenino iba a causar serios conflictos en casa?
Con quince años, Roberto ya era conocido en su curso como “Roberto culo abierto”, “Roberta”, “el marica”, “el gay”, “el nenaza”, “el maricón”, y un largo etcétera que podría ocupar un párrafo entero. El chico no entendía la razón de aquellos insultos, si a él siempre le habían gustado las chicas. Sin embargo, ni si quiera eso tenía importancia para adquirir toda aquella clase de apodos. Sólo bastaba que te gustara lo que a las chicas les gusta para convertirte en un espécimen fuera de la ley de la naturaleza y de las normas de la sociedad. Claro, era mucho mejor presumir de unos músculos y unos abdominales construidos, por qué no decirlo, a base de horas de estudio perdidas y de algún que otro producto sospechoso. Era mejor ser el capitán de un equipo de baloncesto, fútbol americano, o tan sólo pertenecer al equipo que hacer aeróbic, gimnasia artística o que sólo te gustara como espectador. Había que ser un chico duro al que no le interesaran para nada los escaparates, los complementos o el cuidado del cabello. Lo bueno era fumar porros, y no detestarlos; emborracharte para salir a ligar con cualquiera los fines de semana, y no irte a tomar un café con una ciberamiga –porque además eso era de frikies-; tener un amor platónico al que desear “follárte por todos los rincones de la ciudad”, y no sentir que estás cayendo enamorado de una chica “normalita”. Así que quien tenía en propiedad todas las segundas partes de estas bonitas comparaciones, constituía el elemento típico al que quedaba permitido arrojar cualquier clase de escombro bucal, perfumado con sonrisas y carcajadas amagadas, y lanzado como flecha con viento a favor.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Nabokov Jorge! Dichosa la hora en que se te ha ocurrido crear este blog! Me encanta que hayas tomado esta decisión (que además de unirnos más al compartir una genial afición) es una aventura literaria, fundamental, para alguien con tu capacidad escritora. Como habrás visto en el "Sueño", mis primeros escritos fueron algo rudimentarios (quizá no hayan dejado se serlo ;-), pero es que este tuyo es genial. Muy profundo, con lenguaje accesible y muy bien estructurado. Como piedra por la que dañar el ojo, como debe hacérsele a todo lo SUBLIME, creo que debieras procurar que los párrafos no sean tan largos y, fundamental, utiliza imágenes intercaladas. Como ambos somos juristas, utiliza imágenes sin derechos de autor o con licencia Commons, queda feo lo que hacen algunos con el google....
ResponderEliminarEn fin Jorge, un placer. Ves reservando un hueco en agenda, y horario, para la próxima pizza.