Los padres de Roberto estaban preocupados. Su hijo ya tenía quince años y nunca había mostrado un solitario signo de gusto masculino. Medía un metro setenta y siete, ojos verdosos y cabello liso a media capa. Podía decirse que en absoluto era un chico feo. ¿Por qué no lo aprovechaba? Más feos que él ya se veían por la calle agarraditos de la mano de jovencitas catorceañeras delgaditas y recién salidas del horno hogareño. ¿Qué narices pasaba con Roberto? Se tiraba el día en casa, estudiando, leyendo, o en el ordenador. ¿A caso no era eso preocupante? Nunca traía amigos a casa. Incluso una vez se inventó un amigo llamado Héctor del que solía hablar sólo si se le preguntaba por él, pero al que nunca invitó a casa. Del colegio siempre venía triste, cansado. De hecho, pocas veces le habían visto reírse. Aun recordaban sus padres aquel día en que, mientras hacían el amor, oyeron ruidosas carcajadas provinentes de la habitación contigua –la de Paula-. Eran tan horrorosamente fuertes que se vieron obligados a hacer una pausa para ver qué sucedía. Como, por razones obvias, el padre no estaba en disposición de salir al estilo aventurero en busca y captura de la fuente de esas risas para taparla de una vez por todas, salió su madre, semidesnuda pero escondida bajo un albornoz. Abrió el pestillo que separaba el goce de la normalidad –alguien dijo que como regla general, el ser no goza- y se deslizó hacia la cámara de al lado intentando que el ruido generado por los pies sobre el parquet quedara parapetado por las intrusas y feroces muestras de escandalosa felicidad que incluso les había llevado a detenerse en su particular juego de adultos.
Gritar de felicidad. Ella también gritaba. Y no sólo eso, sino que era capaz de adoptar las posiciones más inverosímiles en los momentos de satisfacción extrema. Felicidad, satisfacción. Su ser, su YO quedaba desprovisto de cualquier tipo de vergüenza justo en el instante delicioso de la pura plenitud impura. Plenitud. Felicidad, satisfacción, plenitud. Vida. Se sentía viva, nada más lejos que eso.
Asomó su ojo derecho por la bisagra de la puerta. La amante espía; título peculiar. Las risas habían calmado, pero, una vez allí, ahora no había marcha atrás. Debía hacerle callar. Interrumpir su disfrute. Mandarle a su habitación, con sus coches de carreras y sus videojuegos, donde permanecería en silencio, entretenido. En silencio, sí. ¿Entretenido? No le importaba.
Allí, a apenas unos metros, se encontraba el niño estirado en la gran alfombra que ocupaba todo el suelo, y en la que se veían dibujadas flores sobre un fondo verde claro. Roberto había puesto un folio sobre la representación de una de esas flores –ese era el rincón de los claveles-, e intentaba calcarla, sin darse cuenta de que le iba a resultar muy complicado apoyar el folio adecuadamente en el tejido. Pero, ¿qué le había resultado tan gracioso hacía cuestión de cinco minutos?
Entró en la habitación. Roberto la miró despreocupadamente. Ella le sonrió.
- Mamá, ¿por qué las muñecas de Paula hacen pipi y mis muñecos ni si quiera tienen pilila?.
Paula era conocedora del problema que su hermano padecía. Ella, tres años mayor que él, pronto percibió que Roberto no era como la mayoría de chicos de su edad. Ello le había provocado una gran frustración, un gran conflicto interno. Sabía que Roberto luchaba cada día consigo mismo para salir a la calle y demostrar que él no era lo que le decían en su clase. Sabía que si nunca había confiado en ella, había sido por celos, por no haber tenido él las mismas oportunidades de ser feliz que su hermana mayor. Sabía que si le oía llorar por las noches era porque no podía permitirse hacerlo por el día.
La chica no conocía la forma de hablar con un joven cerrado en banda que se había prohibido a sí mismo decir cualquier palabra delatadora de sus sentimientos. Quería ayudarle, pero era imposible. A cada pregunta que se le hacía, un monosílabo era suficiente para formar la respuesta.
Si la cosa no cambiaba, si él no se decidía a enseñarse a sí mismo tal y como era, finalmente sería él mismo el lobo encargado de desgarrarse, comerse, matarse. Roberto es un lobo para Roberto.
Conflicto interno: el saber que no puedes ser como quieres ser, o que no puedes externalizar quién eres. Aparentar. Zurdo con mano atada. Esconder la realidad para adaptarse a unas normas sociales de las que no se es partícipe, cómplice, y a las que sólo se guarda respeto por temor: temor a los demás, temor a uno. ¿Quién eres? ¿Quién llama? No eres tú. Eres los demás. Sé tú y te abriré. Ojos menguados difuminan la obviedad. La obviedad es subjetiva y el difuminado culposo. Lo subjetivo pertenece al ser, y la culpa a lo subjetivo. Tú también tienes la culpa. Pero sólo tú puedes solucionarlo.
miércoles, 21 de octubre de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Jorge! Me voy leywndo un par de publicaciones antiguas al día, así a ver si te pillo y puedo leerte los días que actualizes!
ResponderEliminarMe ha gustado mucho este primer relato. Creo que nos pones en la piel de Roberto a los que lo leemos, una tarea no fácil, pero tampoco extremamente complicada por una razón simple: creo yo que todos hemos tenido un Roberto dentro. No un Roberto al que le gustan las muñecas (se puede dar el caso), si no un Roberto reprimido por lo que la sociedad considera que está bien. Cada uno debe luchar por ser lo que quiera, y sin miedo ha que te pongan apodos despectivos (en todo caso orgulloso, tienes más posibilidades de ser feliz).
Si por lo que hago soy un friki, seguiré frikeando, más que nada porqué me gusta... a sí y por joder!