Y allí, en un aeropuerto parisino, solo, sin maleta y con el ordenador portátil roto, se encontraba nuestro protagonista maldiciendo en un inglés de boca cerrada a todo lo que le rodeaba. Pero ello no le servía de nada: no existía palabra alguna que tuviera tanta magia como para hacer desaparecer la rabia que aguardaba en su interior. En aquel momento sólo podría ser liberado de aquel sentimiento dando un puñetazo a alguien, opción que, como el lector se imagina, no era viable.
Así que Mr. Johnson, después de cerciorarse mediante varios recorridos en círculo por la zona de que, efectivamente, nadie lo esperaba con uno de esos cartelitos con los que se espera a los grupos de turistas, decidió que debía llamar al teléfono proporcionado por la joven secretaria que le había atendido días antes. Pero antes de ello debía arreglar ciertos asuntos con la madre naturaleza, de manera que buscó unos baños donde poder enfrentarse a las necesidades biológicas.
A Mr. Johnson los franceses no le caían demasiado bien. Los veía personas con un gusto horrible y un acento aun peor. Cuando un francés hablaba parecía que un loro con un hueso de manzana en la boca fuera quien hablara. Y no nos refiramos ya a aquellos franceses que intentaban hablar inglés: aquellos no eran dignos de opinión alguna respecto a sus penosas formas. Mr. Johnson recordaba a su madre diciéndole que nunca se fiera de franceses, italianos y argentinos, pues eran capaces de convencer a cualquiera con un par de frasecitas de pronunciación acaramelada y cantarina. “Pero tú no eres cualquiera, hijo. No te dejes llevar por su tonito encantador, y mantente firme ante ellos”.
Cuando Mr. Johnson salió del baño, observó a un hombre y a una mujer, vestidos de traje negro y con gafas de sol que aguardaban cual porteros en un hotel a la salida de los lavabos. Nuestro hombre pasó ante ellos sin darles más importancia de la que debía dar a una especie de cuerpo de espías mal escondidos, sacó su teléfono móvil y procedió a marcar el número de teléfono que le pondría en contacto con las oficinas de aquel jequempresario. Pero cuando el primer tono de llamada retumbó en su oído izquierdo notó la presencia de una persona a su derecha y de otra a su izquierda.
- Monsieur Johnson? –preguntó la mujer. No parecía mayor-.
- Sí, soy yo. –afirmó el británico con cierto temor-
- Tendrá usted que acompañarnos. Alguien le espera no muy lejos de aquí.
Mr. Johnson calló y siguió los pasos de aquellas dos sombras a las que parecía no ver nadie, excepto él. Salieron de la terminal del aeropuerto, y un Mercedes negro con las lunas tintadas les esperaba.
De repente, Mr. Johnson sintió la necesidad de volver a sentarse en un retrete.
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Imagen: El regreso, de Pío César Robla Álvarez
Me gusta este relato, mantiene la expectativa del "que pasará" a continuación.
ResponderEliminarEstá muy interesante!
Un beso!
Mon Dieu!! Me voy al retrete con el señor Johnson jaja, cada cuánto tiempo publicas? 1 abrazo y te sigo,
ResponderEliminarManu.
Luna, querida compañera! Gracias. La verdad es que es un relato totalmente improvisado: no pienso en qué va a suceder; sólo dejo que mi mente fluye y mis manos escriban jejej. Un beso.
ResponderEliminarManuel, gracias por apuntarte a la lectura de mi blog. Suelo publicar una vez por semana, aunque como soy estudiante, en época de exámenes me alargo un poquito más, así que espero que me lo perdones jejeje. Recibe un saludo compañero!