Eran las tres y media de la madrugada cuando ella cruzó la carretera que la separaba de su casa. No había sido una noche de mucho trabajo, sólo el suficiente como para poder comprar lo necesario para el día siguiente. Quizás, de haber sido más temprano, se hubiera podido permitir una llamada al Telepizza, pero nada más.
La noche se encontraba envuelta de ese color azul oscuro difuminado por la niebla baja, lo cual, si el mirar hacia delante se interpretase en el sentido más literario, ofrecía una visión bastante desalentadora de, al menos, su futuro inmediato. Sin embargo, ella no se sentía para nada amenazada por los demonios ni preocupada por su destino. Se había propuesto ya hacía muchos años dar esquinazo a los fantasmas que la atormentaron durante tanto tiempo. Tengo problemas, pensaba ella, lo cual no significa que deba ser esclava de ellos.
Abrió el bolso para buscar las llaves, que, como siempre, se habían colado al fondo del todo. Así, después de sacar el monedero, la caja de preservativos y el móvil, las encontró escondidas en la parte izquierda. ¡Con que no queréis llegar a casa, eh!, susurró en voz baja. Sí, estaba hablándole a unas llaves.
Hacía la calle desde los quince años, cuando su madre murió y, cansada del acoso al que se encontraba sometida por parte de su padrastro, huyó de Valencia. Por tanto, teniendo en cuenta su edad, calculaba (no lo solía hacer) que había ejercido la prostitución durante veinte años. Y ahora, a los treinta y cinco años, se sentía, como siempre se había sentido, vacía. Quizás era ese vacío el que le había facilitado no tener que preocuparse por su futuro. Quizás el hecho de mostrarse al mundo así como ella lo hacía le permitía tener la conciencia tranquila de cargos morales. Quizás el no tener en el baúl de los recuerdos un ápice de cariño o una foto saliendo agarrada a alguien y sonriendo le ayudaba a convencerse de que podía vivir tranquila, pues no debía nada a nadie.
Abrió la puerta y se dirigió hacia las escaleras, donde Francisco, un pobre hombre que mendigaba desde hacía ya una década, se encontraba durmiendo como de costumbre. Era algo seco, pero se conocían desde ya hacía mucho, y sabía que él sería incapaz de matar a una mosca. Acabó pasando las noches en ese portal cuando, cuatro años atrás, durmiendo en un banco de la Plaza Cataluña, recibió la mayor paliza de su vida. Anteriormente había sido víctima de robos, amenazas y agresiones, pero no de tal calibre como la de aquella noche. Después de quedar tendido en el suelo, con una tibia partida, el hombro derecho dislocado, la nariz cedida hacia el lado izquierdo, y un largo etcétera, anduvo todo lo que pudo (media hora, que no es poco) para alejarse de aquel lugar, y llegó al portal que ahora hacía las funciones de puente –si tenemos en cuenta que incluso bajo un puente estaría más cómodo que en esas escaleras-. Allí nadie se preocupó por él, pues la gran mayoría de vecinos de ese inmueble eran familias de oriente, sudamericanas y del este europeo que no podían presumir, por ejemplo, de tener un solo documento que probara que vivían en España de forma legal, lo cual se transformaba en rechazo hacia todo lo que tenía que ver con avisar a cualquier servicio que incluyera sirenas. A ella tampoco le hacía mucha gracia tener que ayudar a alguien que ni si quiera conocía; a ella nadie la ayudó cuando, con diecisiete años, la dejaron desnuda en medio de la calle, o cuando con veinticinco un hombre que sufría depravación patológica y que le pidió realizar ciertos actos en una noche de lluvia dorada le dejó ambos ojos hinchados por negarse ella a llevar a cabo semejantes asquerosidades. Sin embargo, ella subió a su casa, abrió el botiquín para armarse de agua oxigenada, gasas, etc, y bajó (de ninguna manera le hubiese dejado subir a él a su casa) para atenderle. Ya de paso, y bajo las miradas amenazantes de sus adorables vecinos, llamó a urgencias para solicitar una ambulancia. Ella no tenía nada que temer: a las putas españolas no las echan del país.
Francisco, atendido por un abogaducho cuyo cuerpo espigado era más largo que su carrera profesional, denunció la agresión, y gracias a una serie de pistas de las cuales ella nunca conoció su procedencia (¿chivatazo? Podría ser), consiguieron localizar a esos graciosillos violentos. No fue difícil, dijo la policía, pues los tres agresores tenían antecedentes, por lo que ya estaban, como se dice vulgarmente, fichados. Los individuos fueron condenados a tres años de cárcel cada uno (excepto quien ejercía de jefecillo, al que le cayó algo más por posesión de ciertos instrumentos que, de haber sido utilizados, la cosa hubiera acabado mucho peor) y a pagar una indemnización de 1000 euros cada uno (ese es el precio de la integridad de un mendigo). Con ese “algo”, Francisco había podido vivir durante cuatro años mendigando, pero menos. No se había podido alquilar una habitación, o una mísera noche en una pensión –piensa en el futuro Francisco, pan para hoy, hambre para mañana…-, pero dado que a ella no le molestaba que durmiera en el portal y que los demás vecinos no estaban dispuestos a asumir riesgos, Francisco se instaló finalmente allí.
Ella subió hasta el cuarto piso, y abrió la puerta de su hogar, un pequeño piso-cuchitril de cuarenta metros cuadrados con tres habitaciones (cocina-salón, baño y dormitorio) que había alquilado hacía años a unos extremeños haciéndose pasar por cajera de supermercado. No podía entender cómo narices se lo hacía la familia del tercer piso para conseguir meter a seis personas en un zulo así. Aun menos podía entender cómo aquellos padres habían podido realizar aquella gustosa operación por la cual el hombre inyecta su dosis en la mujer para que ésta se quede embarazada en aquel lugar y cuatro veces. La primera es fácil, pues no hay ojos que observen. La segunda presenta algo más de complejidad, pero si se hace cuando el primogénito cuenta sólo con un par de años, allí no se da cuenta nadie. La tercera vez ya es más difícil, pues cuatro son los ojos espías, dos de los cuales pertenecen a un crío de cinco años. Y el cuarto acto coital ya es digno de premio, porque nadie puede dejar pasar cuan complicado debe ser follar en la misma habitación donde duermen tus otros tres hijos. De todas maneras, ¿por qué iba ella a sorprenderse cuando no había lugar imaginable donde ella no hubiese realizado, al menos, un francés? Ascensores, lavabos públicos, bajo un camión, dentro de armarios o trenes, eran entre otros muchos, algunos lugares donde no había realizado sexo ni una, ni dos ni tres veces. Son muchos años ya, pensaba ella.
La noche se encontraba envuelta de ese color azul oscuro difuminado por la niebla baja, lo cual, si el mirar hacia delante se interpretase en el sentido más literario, ofrecía una visión bastante desalentadora de, al menos, su futuro inmediato. Sin embargo, ella no se sentía para nada amenazada por los demonios ni preocupada por su destino. Se había propuesto ya hacía muchos años dar esquinazo a los fantasmas que la atormentaron durante tanto tiempo. Tengo problemas, pensaba ella, lo cual no significa que deba ser esclava de ellos.
Abrió el bolso para buscar las llaves, que, como siempre, se habían colado al fondo del todo. Así, después de sacar el monedero, la caja de preservativos y el móvil, las encontró escondidas en la parte izquierda. ¡Con que no queréis llegar a casa, eh!, susurró en voz baja. Sí, estaba hablándole a unas llaves.
Hacía la calle desde los quince años, cuando su madre murió y, cansada del acoso al que se encontraba sometida por parte de su padrastro, huyó de Valencia. Por tanto, teniendo en cuenta su edad, calculaba (no lo solía hacer) que había ejercido la prostitución durante veinte años. Y ahora, a los treinta y cinco años, se sentía, como siempre se había sentido, vacía. Quizás era ese vacío el que le había facilitado no tener que preocuparse por su futuro. Quizás el hecho de mostrarse al mundo así como ella lo hacía le permitía tener la conciencia tranquila de cargos morales. Quizás el no tener en el baúl de los recuerdos un ápice de cariño o una foto saliendo agarrada a alguien y sonriendo le ayudaba a convencerse de que podía vivir tranquila, pues no debía nada a nadie.
Abrió la puerta y se dirigió hacia las escaleras, donde Francisco, un pobre hombre que mendigaba desde hacía ya una década, se encontraba durmiendo como de costumbre. Era algo seco, pero se conocían desde ya hacía mucho, y sabía que él sería incapaz de matar a una mosca. Acabó pasando las noches en ese portal cuando, cuatro años atrás, durmiendo en un banco de la Plaza Cataluña, recibió la mayor paliza de su vida. Anteriormente había sido víctima de robos, amenazas y agresiones, pero no de tal calibre como la de aquella noche. Después de quedar tendido en el suelo, con una tibia partida, el hombro derecho dislocado, la nariz cedida hacia el lado izquierdo, y un largo etcétera, anduvo todo lo que pudo (media hora, que no es poco) para alejarse de aquel lugar, y llegó al portal que ahora hacía las funciones de puente –si tenemos en cuenta que incluso bajo un puente estaría más cómodo que en esas escaleras-. Allí nadie se preocupó por él, pues la gran mayoría de vecinos de ese inmueble eran familias de oriente, sudamericanas y del este europeo que no podían presumir, por ejemplo, de tener un solo documento que probara que vivían en España de forma legal, lo cual se transformaba en rechazo hacia todo lo que tenía que ver con avisar a cualquier servicio que incluyera sirenas. A ella tampoco le hacía mucha gracia tener que ayudar a alguien que ni si quiera conocía; a ella nadie la ayudó cuando, con diecisiete años, la dejaron desnuda en medio de la calle, o cuando con veinticinco un hombre que sufría depravación patológica y que le pidió realizar ciertos actos en una noche de lluvia dorada le dejó ambos ojos hinchados por negarse ella a llevar a cabo semejantes asquerosidades. Sin embargo, ella subió a su casa, abrió el botiquín para armarse de agua oxigenada, gasas, etc, y bajó (de ninguna manera le hubiese dejado subir a él a su casa) para atenderle. Ya de paso, y bajo las miradas amenazantes de sus adorables vecinos, llamó a urgencias para solicitar una ambulancia. Ella no tenía nada que temer: a las putas españolas no las echan del país.
Francisco, atendido por un abogaducho cuyo cuerpo espigado era más largo que su carrera profesional, denunció la agresión, y gracias a una serie de pistas de las cuales ella nunca conoció su procedencia (¿chivatazo? Podría ser), consiguieron localizar a esos graciosillos violentos. No fue difícil, dijo la policía, pues los tres agresores tenían antecedentes, por lo que ya estaban, como se dice vulgarmente, fichados. Los individuos fueron condenados a tres años de cárcel cada uno (excepto quien ejercía de jefecillo, al que le cayó algo más por posesión de ciertos instrumentos que, de haber sido utilizados, la cosa hubiera acabado mucho peor) y a pagar una indemnización de 1000 euros cada uno (ese es el precio de la integridad de un mendigo). Con ese “algo”, Francisco había podido vivir durante cuatro años mendigando, pero menos. No se había podido alquilar una habitación, o una mísera noche en una pensión –piensa en el futuro Francisco, pan para hoy, hambre para mañana…-, pero dado que a ella no le molestaba que durmiera en el portal y que los demás vecinos no estaban dispuestos a asumir riesgos, Francisco se instaló finalmente allí.
Ella subió hasta el cuarto piso, y abrió la puerta de su hogar, un pequeño piso-cuchitril de cuarenta metros cuadrados con tres habitaciones (cocina-salón, baño y dormitorio) que había alquilado hacía años a unos extremeños haciéndose pasar por cajera de supermercado. No podía entender cómo narices se lo hacía la familia del tercer piso para conseguir meter a seis personas en un zulo así. Aun menos podía entender cómo aquellos padres habían podido realizar aquella gustosa operación por la cual el hombre inyecta su dosis en la mujer para que ésta se quede embarazada en aquel lugar y cuatro veces. La primera es fácil, pues no hay ojos que observen. La segunda presenta algo más de complejidad, pero si se hace cuando el primogénito cuenta sólo con un par de años, allí no se da cuenta nadie. La tercera vez ya es más difícil, pues cuatro son los ojos espías, dos de los cuales pertenecen a un crío de cinco años. Y el cuarto acto coital ya es digno de premio, porque nadie puede dejar pasar cuan complicado debe ser follar en la misma habitación donde duermen tus otros tres hijos. De todas maneras, ¿por qué iba ella a sorprenderse cuando no había lugar imaginable donde ella no hubiese realizado, al menos, un francés? Ascensores, lavabos públicos, bajo un camión, dentro de armarios o trenes, eran entre otros muchos, algunos lugares donde no había realizado sexo ni una, ni dos ni tres veces. Son muchos años ya, pensaba ella.
Sus propios actos se convertían en tiempo, el tiempo se esfumaba, y ella envejecía.
Se tocan muchos temas en este texto, aunque para mi que una prostituta gana más al día.
ResponderEliminarHola, he entrado de casualidad, vengo del blog de Juan Rafael, ¿sabes? durante algún tiempo viví en un barrio donde las prostitutas estaban por detrás de mi casa, ellas no se metían con nadie y nunca había problemas con los demás vecinos, claro eran otros tiempos en que la droga no estaba tan presente como ahora. Después un gobernador las mandó para otro barrio, más cerca del Puerto, pero ahora están por todas partes y lo que se mueve alrededor de ellas nada tiene que ver con las que fueron casi vecinas mías.
ResponderEliminarUn saludo,
Hola, Jorge, veo que has escrito muchísimo desde hace pocos días para acá. Así que he empezado con la primera parte de este relato real como la vida misma y magníficamente escrito, con extrema pulcritud y un estilo digno de narrador profesional. Te auguro muy buen porvenir en el mundo de la narrativa si pretendes dedicarte a ella aunque sea, de momento, como hobby, si bien puedes combinarlo con tu futura profesión como letrado. Y sobre la historia que nos traes es, ciertamente, triste y certero. Todos hemos oído o sabido de historias semejantes, de esas gentes que viven como marginados y de quien nadie se ocupa. Voy a por la segunda parte y ya te comento. Un besote.
ResponderEliminarComencé por este relato y me has impresionado por tu narrativa
ResponderEliminar¡Genial!.
muy buena esta primera parte del relato Jorge. Un tema que normalmente a poca gente suele preocupar... que pasa con aquellos que vemos durante el dia mendigando, cuando llega la noche? Que tan duro para una puta puede ser cuando se acaba su jornal? Espero irlo descubriendo de tu mano en las proximas partes de esta "historia".
ResponderEliminar=)
EL CARIÑO QUÉ ME HÁN DADO LAS PROSTITUTAS ES DE LAS COSAS MAS BONITAS QUÉ MÉ HÁN PASADO.
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