sábado, 14 de noviembre de 2009

El niño que soñaba con muñecas 3




A veces, Roberto se sentaba frente al ordenador y hacía recetas con ciertos recuerdos del pasado –podrían llamarse pesadillas en su propia tinta-. La mayoría ofrecían un principio esperanzador y un final trágico. Por ejemplo, la semana anterior había escrito sobre el famoso día en que su padre, habiendo sido apercibido de que a su hijo se le iluminaban los ojos cuando veía un par de patines pintando sobre el duro hielo aquellas líneas interminables que formaban círculos y más círculos, un día se decidió por llevarle a un lugar –manifestó su padre- genial, fantástico, y único. Roberto acabó tragándose todo un partido de Jockey sobre hielo. Se veía a sí mismo junto a su padre siguiendo con los ojos (que no con el animus) un platillo que se deslizaba por la superficie a golpes de stick. Su padre se levantaba del asiento, gritaba, insultaba y derramaba la cerveza por su ropa, como si ello provocara en él la sensación de sentirse parte del circo. Por el contrario, su hijo se hallaba allí, espiritualmente vacío y físicamente invisible, esperando con el ansia de un pobre al que le ofrecen un plato de macarrones que el maldito partido acabara pronto. Era en esos momentos en que se sentía tan diminuto cuando de su interior resultaba un gran animus que nada tenía que ver con el partido, aunque sí con la violencia desplegada por su entorno.

Querido papá,

Por aquel entonces no tenías ni idea de que mi pasión tenía mucho que ver con una pista, unos patines y un gran bloque de hielo, pero en absoluto con una pandilla de descerebrados que, pese a dominar el patinaje, parecen no dominarse a sí mismos.
¿Por qué no te explicaba mis problemas? En realidad, ese era mi mayor problema: no podía. Sin ni si quiera hacer un amago de conversación contigo sobre el tema, tú ya no entendías cómo era posible que a tu hijo, a TU PROPIO HIJO no le gustara ni el fútbol, ni el baloncesto, ni jugar a esos fantásticos videojuegos en los que la finalidad es conseguir ciertos récords a través de asesinatos en toda regla, de robos de coches, de estafas, etc. De más pequeño, cuando quizás mi ignorancia no me permitía comprender ciertas cosas, creí que algún día me comprenderías, y que por fin mi madre conseguiría convencerte para que empezaras a tratarme según mi forma de ser, y no según en quien tú querías que yo fuera.

En absoluto te culpo, querido papá, de todo lo que me has hecho pasar. Contrariamente a lo que crees, sinceramente pienso que la culpa de todo ha venido siendo mía desde que nací y hasta que adquirí cierto sentido común –o mejor dicho, cierto sentido lógico-. Siento mucho haberme situado siempre al otro lado de la balanza de cualquier forma de ser normal y corriente. Siento haber odiado lo que tú amabas, y haber amado lo que, según tu sabia opinión, eran cosas de niñas y de mariquitas. Pues bien, siento que pese a no ser mariquita, me encantaran las mariquitas rojas y negras que guardaba en mi mano cuando aparecían por el jardín; siento que me encantaran las mariposas sobrevolando nuestras cabezas, las flores bien colocadas a la entrada de la casa, y los escaparates iluminados de las calles mayores. Pero sinceramente, papá, siento mucho más que tú, como padre mío que eres, no supieras hacer feliz a un niño sólo porque era diferente y porque no respondía a tus condiciones tan masculinamente respetables, que todo lo que he podido decir con anterioridad.

“Roberto, ¿a ti te gustan los chicos?” Me preguntaste aquel día cuando, después del fabuloso partido de jockey –era lo que tú decías, yo no podía opinar algo diferente-, entramos al coche para volver a nuestra casa, a tu hogar. Pues claro que me gustan los chicos, papá. Me encantan aquellos chicos con los que se puede hablar de todo; aquellos chicos a los que no les importa que estuvieras enamorado de la más fea de la clase porque entendían que para ti no era la más fea, sino la más inteligente; aquellos chicos que cocinan y planchan porque sienten la necesidad de participar en la vida hogareña diaria, y disfrutan con ello –pues, no como tú crees, las vivencias caseras van mucho más allá de la cerveza en el sofá antes de cenar, y la cama después-. Si fue a eso a lo que te referiste, por supuesto que los chicos me gustan. Pero claro, por supuesto no pude contestarte eso –en parte porque por mi corta edad y por lo inesperado de la pregunta, me quedé casi sin palabras-, y lo único que te dije fue un tembloroso “no”, que era lo que se ajustaba a lo que tú querías.

Querido papá, siento mucho ser como soy, pero lo que más siento es que nunca me hayáis aceptado, y que hayáis querido al Roberto que supuestamente de mayor cambiaría y sería como todos los chicos de su edad, y no al Roberto que lo único que pedía para ser feliz, era una muñeca propia.

Ya ves, papá, tú soñabas con que entre el tiempo y tú me pudieseis moldear a vuestro antojo. Y yo.., yo sólo soñaba con una muñeca.

1 comentario:

  1. Buena manera de terminar con una historia que ya creía tristemente acabada. Una buena descripción de que tener enemigos te hace más fuerte con el tiempo y a su vez una muestra de que aquellas pequeñas cosas que para los demás no significaban nada especial, a uno mismo se le pueden quedar eternamente grabadas en la memoria. Buen final Jorge, mañana empezaré ya con la historia de una prostituta y ya estaré más cerca de seguirte "in tempo reale". Una abraçada!

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