Miras tu reloj: la una de la madrugada. Tu marido se ha enfrentado estoicamente a la espera, pero su lucha le ha costado caro, y te llama para anunciarte su claudicación. Tú cuelgas, tus ojos me sonríen, y tu boca atraviesa la levedad del espacio entre tu sedoso aliento y mi lóbulo izquierdo para mordisquearlo, y, ya de paso, resumirme en diez segundos cómo me vas a hacer el amor.
Nos acabamos el poco cava que aun yace virgen en un hielo pilé ya derretido por la calidez del momento, y te apresuras a pedir la cuenta.
Nos dirigimos a tu coche –hoy has traído el todo terreno de tu marido; dices que así estamos más anchas-, y con esa risa tonta que ya conozco sobradamente abres la puerta trasera derecha y entonas un “S’il vous plaît, Mademoiselle” con un acento francés muy acaramelado mientras haces una horrible reverencia que a mi se me antoja de lo más divertida. Te hago caso y entro arrastrándome hasta el fondo del coche. Me descalzo, y hago la intención de colocarme bien la falda, pero en el espacio de tiempo en que pueda ubicarse un pestañeo te siento encima mío, vistiendo mi escote de besos, maquillando mis brazos de arañazos depravados, y pincelando mi cuello de un rojo lujuria del que más tarde me resultará difícil deshacerme.
Una cortina de lluvia se apodera del coche, y una corriente de vaho se alía con nosotras y nos da cobijo bajo su fina tela. Las gotas de agua resbalan por la ventana. Tú resbalas por mi intimidad. La intimidad resbala en nuestras manos. Y nuestras manos son gotas que resbalan hasta los vértices más recónditos.
Pero un relámpago de cordura me atraviesa desde atrás, y una pregunta se escapa de mi conciencia: “¿Cuándo vas a dejarlo?”.
Tu luz se apaga.
Hablamos media hora, y me prometes lo mismo que ayer. Me llevas a casa, y con una sonrisa triste me dices que me quieres. Evito que veas mis lágrimas. “¿Sabes?”, te digo, “Cuando te imagino entrando a tu casa veo a una muerta entrando en su tumba”. Silencio absoluto. Salgo del coche.
“Yo también te quiero”.
Pregunta, ¿Ella se siente como una muerta cuando entra en su casa?
ResponderEliminarOtra pregunta el marido a claudicado de verdad?
Una no tiene que dejar en el camino a nadie, o al menos no lo dices.
Y por supuesto las dos se quieren, eso no hay que dudarlo.
Un saludo Jorge
¿Lo hacemos por el prójimo o porque siempre lo queremos todo?
ResponderEliminarÁFRICA, te respondo:
ResponderEliminar- Si te refieres a la mujer casada, puede que sí, que también se sienta como una muerta cuando entre a su casa. Pero puede que el miedo la haga preferir sentirse así. Aun hoy en día muchas personas tienen este problema: no ser valientes y tirarse a la piscina.
- No sé si el marido ha claudicado de verdad en el sentido al que tú te refieres.
- Desgraciadamente, en el camino se dejan muchas cosas y muchas personas... Es ley de vida. Otra cosa es cuan preparad@ estés para hacerlo, para afrontarlo.
JUAN RAFAEL: ¡Vete tú a saber! Quizás es una mezcla de todo.
Gracias a los dos
Sea como sea un relación, ser la OTRA nunca ha sido un plato de buen gusto.
ResponderEliminarUN abrazo