sábado, 13 de febrero de 2010

Historia de una prostituta 10

La conversación del día anterior con su amiga Conchita le había dejado un buen sabor de boca, pues aunque intuía que la peluquera no veía demasiado claro un final feliz en las relaciones entre Ella y la jovencita y nueva hacedora de la calle, comprendió lo necesario que era para Ella, al menos, intentar acercarse a la adolescente.






Restaba cerca de una hora para volver al trabajo, y aunque el sofá y la estufa intentaban por todos los medios persuadirla para que esa noche se quedara con ellos y nos los abandonara a cambio de un frío congelante y cuatro o cinco desconocidos, no la convencieron.




Dejó el libro de Oscar Wilde que estaba leyendo sobre el sofá a la vez que sus piernas recibían la orden de levantarse. Se acercó a la nevera y rescató de una fiambrera un par de trozos de pechuga de pollo que le habían sobrado al mediodía para calentarlos en el microondas. Una vez programado el aparato para treinta segundos, abrió la despensa y salvó de allí el tomate que más le entró por la vista (uno no demasiado grande, de aspecto duro y color rojo aclarado con el verdoso de la inmadurez). Luego abrió uno de los cajones que se situaban a la altura de sus rodillas, sacó de allí un tajo fino de madera y cortó el tomate a rodajas sobre éste. Después las colocó con delicadeza en un plato llano y puso sobre cada una de ellas una loncha de queso fresco y un poco de atún claro. Terminó la labor aliñándolo todo con aceite y una pizca de sal y orégano.
Cuando hubo acabado de preparar todo, reparó en un pequeño detalle: no tenía hambre.
Volvió a dejar el pollo en la fiambrera, y ésta de nuevo en la nevera junto al plato de tomate (del que se comió sólo dos rodajas).


Los nervios parecían ganarle terreno. Ella misma se veía una estúpida tratando de no dejarse llevar por esa inquietud que la acechaba. No podía imaginarse cómo una mujer entrada en los cuarenta tuviera en estos momentos semejante telaraña de pensamientos, dudas, conflictos, posibles soluciones, etc. Y todo causado por una sola cosa: el temor a que la adolescente la volviera a rechazar.
Finalmente decidió atajar ese proceso de preocupación enfermiza. Sacó el abrigo del armario, cogió el bolso y se apresuró a salir del piso. Su cabeza volaba más rápido que su menudo cuerpo. Sus pies no daban abasto bajando las escaleras, y sus ojos miraban sin mirar el fin de las mismas. Llegó a la planta baja y se topó con Francisco, que a la vista del tiempo que hacía se había recogido antes de tiempo.





- Unos acaban su jornada y otras la empiezan, ¿verdad señora?
Ella ni si quiera perdió tiempo en contestar. Salió a la calle, y en ese momento pensó que el sofá y la estufa tenían razón en sus argumentos sobre por qué Ella debía quedarse en casa esa noche.

Como la otra vez, se dirigió hacia el supermercado, pero ahora queriendo verla, ahora queriendo que aquella joven estuviera en la misma esquina del otro día.
En efecto, allí estaba, con sus ojos mal pintados –lo cual le daba un aire bastante naíf- y su generoso escote enfrentado a las congelantes temperaturas.

Ella caminó hacia el semáforo sin perderla de vista. No podía negar que se sentía algo alegre de ver que la muchacha no había decidido cambiar su lugar de trabajo. El semáforo se puso en verde, y Ella se dispuso a cruzar. Pero algo que no tenía para nada previsto ocurrió en apenas cinco segundos. Un individuo alto, ataviado con una gabardina negra cuyo cuello ascendía hasta la boca tapándole la mitad del rostro, las manos en los bolsillos, y un sombrero cordobés de un azul oscuro como la noche que empezaba a caer se acercó a la joven, quien, pensando que podría ser un posible cliente, aceptó su acercamiento. Pero sólo le dio tiempo a mirar hacia él y dedicarle la típica sonrisa de prostituta amateur, pues en un abrir y cerrar de ojos, y cuando la proximidad entre el cuerpo de ella y la gabardina de él entorpecían y acotaban el campo de visibilidad a terceros, éste sacó la mano derecha de su bolsillo y con ella una navaja del tamaño suficiente como para perforar un órgano, y con un movimiento totalmente limpio y recto introdujo el arma a la altura del estómago.





El claxon de los coches la despertaron del estado de shock transitorio que la había dejado paralizada en medio de la carretera. Vio al hombre darse la vuelta e irse despacio perdiéndose poco a poco entre la multitud. Vio a la joven caer con la espalda contra la pared y arrastrarse por ésta hasta caer al suelo inconsciente. Se vio a sí misma correr hacia ella gritando locamente y pidiendo auxilio. Y se vio también en la ambulancia, acompañándola al hospital entre lágrimas. ¿Qué coño estaba pasando?

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1º imagen: Mujer leyendo un libro en la playa. Picasso.

3º imagen y 4º imagen: Nicoletta Tomas www.nicoletta.info

3 comentarios:

  1. "Más en el próximo capítulo". Lo esperaremos ;-)

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  2. Hola Jorge, como es que maltratas tanto a tus personajes, no te parece poco lo que les maltrata la vida.
    Seguiremos a estas mujeres tan valientes.
    UN beso

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  3. Que sensación más triste es la de llegar tarde a una redención.

    UN abrazo

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