miércoles, 25 de agosto de 2010

Lágrima (2005)


Déjame que muera en tu boca
y arranque tu sed de ira,
déjame sufrir cayendo rostro abajo
arañando tu mejilla.

Déjame que en esta noche sin estrellas
sea relato de tus penas, resumen de tu vida,
y que en momentos de pesadumbre
me describas blanca cristalina.

Déjame ser yo, ser tú,
ser la cura de tu espina…
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Imagen: Universo em choro, de Maria Augusta Loureiro

miércoles, 18 de agosto de 2010

Represión (Parte 5)


Dentro del Mercedes, un hombre negro vestido acorde con sus otros dos compañeros encendió el motor, y antes de poner el coche en movimiento, se giró para observar a aquel inglés de piel blanca y cabello de zanahoria. Lo analizó de arriba abajo, y a Mr. Johnson le pareció notar que aquellos ojos oscuros se paraban más tiempo de la cuenta en ciertas partes del cuerpo a las que hoy en día, y por circunstancias de la vida, sólo él tenía acceso. Finalmente sus miradas coincidieron, y el conductor, a quien su color de piel le servía para esconder el rubor, advirtió que el rostro del gringo sí se enrojecía, adaptando la misma tonalidad que la de su cabello engominado, lo cual le produjo una carcajada bien sonora. Sus otros dos compañeros, sentados cada uno a un lado de nuestro protagonista, acabaron diciéndole algo en un francés de tono airado. Mr. Johnson no logró adivinar qué, pero por el repentino cambio de comportamiento del conductor, supuso que le habían llamado la atención.


El coche empezó a moverse, salió del aeropuerto, y en unos pocos minutos Mr. Johnson se vio en medio de una telaraña de carreteras que no conocía y que por tanto, no podía retener en su mente. Sabía que se dirigían al centro de París, pues así había quedado acordado, pero no sabía el lugar exacto, y ello le desesperaba, aunque no más que sentirse rodeado por personajes tan extraños. ¿Se vestirían así por pura extravagancia, o es que todos los súbditos de ese ricachón tenían que parecer espías de una película de James Bond? En ese momento Mr. Johnson se imaginó a la secretaria con la que había hablado con ese tipo de indumentaria (incluidas las gafas de sol pegadas a los ojos). Desconocía toda parte del físico de aquella joven, pero había escuchado su voz en varias ocasiones y por Dios que debía ser una francesita bien linda. Le ponía cabello ondulado hasta tres cuartos de espalda, unos ojos castaños bien grandes, unos finos labios, una estatura no más de un metro sesenta y cinco y muchas otras cosas que la convertían en una pequeña belleza gala.


De repente, y cogiendo a Mr. Johnson en medio de aquella tarea de creación escultórica mental, el vehículo se detuvo y el conductor apagó el motor. La mujer invitó a salir al inglés por su lado, y cuando éste por fin se vio fuera del Mercedes, advirtió que se encontraba frente a una de las piezas clave del entramado cultural de París y del puzle de la Historia artística de nuestro mundo. Mr. Johnson se encontraba ante el Museo del Louvre.


- Monsieur Mahimouhmi le espera allí –dijo el hombre negro-.

- ¿Pero cómo narices quieren que lo encuentre? Recuerden que, apartando el irrelevante detalle de las dimensiones de este lugar, nunca se me ha enseñado una foto de su jefe. –contestó nuestro protagonista valientemente-.


- No se preocupe, Monsieur Johnson: él le encontrará antes de que usted empiece a buscarlo –detalló la mujer, con una leve sonrisa-.


- Sí, seguro, bonito detalle… Gracias de todas formas.

Mr. Johnson se dirigió hacia la entrada del museo, pagó por un tique de adulto, y accedió. No habían pasado aun cinco minutos cuando empezó a sentir una extraña presencia entre todos aquellos turistas. Se giró, pero no pudo advertir que a treinta y siete metros y medio de distancia un hombre de pelo blanco, pantalones cortos, camisa de flores, una cámara colgando del cuello y una foto en su mano izquierda acababa de descubrir su presencia en aquel lugar.


Daba comienzo el juego.
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Imagen: Louvre, de Adolfo Hernández

lunes, 16 de agosto de 2010

Arenas Movedizas


Tengo en mi despacho arenas movedizas que me ayudan en mi trabajo. Realmente ellas sólo se dedican a engullir. Pero, ¡cómo engullen! ¡Qué manera de comerse los inacabables informes, las empalagosas sentencias y demás! Ni becarios, ni recién licenciados, ni fichajes estrella me habían quitado nunca tanta faena como ellas. Las tengo resguardadas en una pecera, pero ocasionalmente noto que se sienten estrechas, sobre todo después de trabajar, y entonces las libro de esa condena sacándolas de ahí, esparciéndolas por toda la sala. Luego me acomodo y observo el panorama: es como tener la maqueta de un árido desierto, donde dossiers y carpetas llenas, cual esqueletos de animales muertos de sed, perecen en la soledad del paisaje.


- ¿Pero se puede saber qué narices haces con todo por el suelo lleno de arena? -hay quien me pregunta-.

- Si te lo dijera, no te lo creerías. -suelo responder yo, cuando respondo-.
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Imagen: Arenas Movedizas, de Garikoitz Cuevas

sábado, 14 de agosto de 2010

Represión (parte 4)


Y allí, en un aeropuerto parisino, solo, sin maleta y con el ordenador portátil roto, se encontraba nuestro protagonista maldiciendo en un inglés de boca cerrada a todo lo que le rodeaba. Pero ello no le servía de nada: no existía palabra alguna que tuviera tanta magia como para hacer desaparecer la rabia que aguardaba en su interior. En aquel momento sólo podría ser liberado de aquel sentimiento dando un puñetazo a alguien, opción que, como el lector se imagina, no era viable.


Así que Mr. Johnson, después de cerciorarse mediante varios recorridos en círculo por la zona de que, efectivamente, nadie lo esperaba con uno de esos cartelitos con los que se espera a los grupos de turistas, decidió que debía llamar al teléfono proporcionado por la joven secretaria que le había atendido días antes. Pero antes de ello debía arreglar ciertos asuntos con la madre naturaleza, de manera que buscó unos baños donde poder enfrentarse a las necesidades biológicas.


A Mr. Johnson los franceses no le caían demasiado bien. Los veía personas con un gusto horrible y un acento aun peor. Cuando un francés hablaba parecía que un loro con un hueso de manzana en la boca fuera quien hablara. Y no nos refiramos ya a aquellos franceses que intentaban hablar inglés: aquellos no eran dignos de opinión alguna respecto a sus penosas formas. Mr. Johnson recordaba a su madre diciéndole que nunca se fiera de franceses, italianos y argentinos, pues eran capaces de convencer a cualquiera con un par de frasecitas de pronunciación acaramelada y cantarina. “Pero tú no eres cualquiera, hijo. No te dejes llevar por su tonito encantador, y mantente firme ante ellos”.


Cuando Mr. Johnson salió del baño, observó a un hombre y a una mujer, vestidos de traje negro y con gafas de sol que aguardaban cual porteros en un hotel a la salida de los lavabos. Nuestro hombre pasó ante ellos sin darles más importancia de la que debía dar a una especie de cuerpo de espías mal escondidos, sacó su teléfono móvil y procedió a marcar el número de teléfono que le pondría en contacto con las oficinas de aquel jequempresario. Pero cuando el primer tono de llamada retumbó en su oído izquierdo notó la presencia de una persona a su derecha y de otra a su izquierda.


- Monsieur Johnson? –preguntó la mujer. No parecía mayor-.
- Sí, soy yo. –afirmó el británico con cierto temor-
- Tendrá usted que acompañarnos. Alguien le espera no muy lejos de aquí.


Mr. Johnson calló y siguió los pasos de aquellas dos sombras a las que parecía no ver nadie, excepto él. Salieron de la terminal del aeropuerto, y un Mercedes negro con las lunas tintadas les esperaba.

De repente, Mr. Johnson sintió la necesidad de volver a sentarse en un retrete.
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Imagen: El regreso, de Pío César Robla Álvarez