sábado, 12 de diciembre de 2009

Historia de una prostituta 7




Una maldita discusión de los vecinos del quinto piso la despertó a las doce de la mañana. Sus nalgas reposaban sentadas en el taburete de la cocina, y su moflete derecho probablemente habría descansado durante largo rato en el charco de leche que había nacido en la barra de la cocina-comedor. Le dolía el cuello, y una sensación decepcionante la rodeaba a modo de aura negra, putrefacta.
Había vuelto a fallar. ¿Cómo iba a dar un paso hacia el anhelado cambio de vida si ni si quiera era capaz de madrugar como hacían esas putas mujeres normales y corrientes? Vaya…, pensó, no soy quien para atribuir dicho adjetivo a terceras…



Se levantó del asiento, y con ella se levantó el tremendo dolor de espalda que ahora se extendía desde el cóccix hasta el cuello, haciendo paradas por lumbares, cervicales, etc. Alcanzó con la mano izquierda el trapo que reposaba junto al grifo, a apenas cuarenta centímetros del vaso de leche tendido en el mármol, y se apresuró a limpiar todo, como si intentara evitar que alguien descubriera lo ridículo de la situación en que se había visto envuelta.

Había sido un periodo de sueño de unas tres horas. Una larga siesta mañanera. O quizás la segunda parte de su noche, interrumpida ésta por un intento absurdo de parecer normal (mujer normal: mujer que madruga, trabaja, come a las 14:00h y cena a las 21:00h, a lo sumo 21:30h. A veces toma un café en el rato de descanso de su trabajo, y casi nunca se va a dormir más tarde de la 01:00h, a no ser que se haya enganchado a alguna película o a algún programa de televisión, o a no ser que un libro la haya abducido).
La cuestión era si en realidad quería imitar la normalidad, o si realmente quería que su mismidad fuera normal. Apretando el botón que ilumina la primera opción, cabría concluir que ella estaba actuando correctamente: sí, guapa, eres capaz de levantarte a la hora en que se levanta todo el mundo (aunque luego te duermas), e incluso puedes ser capaz de sacrificar una noche para quedarte en casa. También comes a las 14:00h y a las 21:00h (aunque luego comas repetida e insanamente durante toda la madrugada ciertos elementos de la familia de las plantas cucurbitáceas). Y también duermes, como los demás (aunque duermas de día porque tu Luna es el Sol, doña vampiresa).

Pero no, ese botón no era el que ella deseaba apretar. Ella deseaba dejar la vida; dejar su vida. Quería utilizar la calle para pasear, y a los hombres para amar. Era una mujer madura, superviviente, y con cierta ansia (cada vez más acusada) de dar un giro a todo; de convertir su cuerpo en el reflejo de lo que significa “ser una persona” y no en el charco maloliente donde cualquier macho pudiera arrojar un chorro de su vida a cambio de una propina.


Pasada una hora y media del mediodía, salió de su casa para dirigirse al supermercado. Hacía bastante frío. Llevaba unos pantalones tejanos oscuros con botas altas de cuero, y sobre una sudadera estampada con tonos grisáceos se había colocado aquel abrigo de tacto semejante al plumón que Conchita le había regalado por su trigésimo aniversario. (¿cinco años ya desde aquella noche de desfase? –se preguntó- ¡Una de las únicas noches en que de verdad he disfrutado con el sexo! ¡No sabía que una mujer pudiera llegar a hacer sentir tan bien a otra!). cruzó la carretera unos metros antes de llegar al paso de cebra, para evitar que el semáforo le prohibiera el paso. No se atrevía a sacar sus manos de los bolsillos, ni su pequeña nariz de debajo de la bufanda de lana que rodeaba dos veces su cuello. Sus ojos caminaban fijos, recto, mientras que las puntas de sus botas olisqueaban las baldosas y el cemento, evitando pisar cualquier elemento desagradable. Su cuerpo, semiencogido por la temperatura, parecía un trozo de plástico doblegado por su posición junto al fuego.

Y el imaginarse el fuego la transportó a la edad de diez años, cuando su amiga Ana la invitaba a pasar algunos fines de semana en la casa de campo que tenían sus padres en Sant Vicent del Raspeig, pueblo alicantino a unas dos horas y media de Valencia. En ocasiones, cuando el tiempo lo permitía, Ana y ella, junto a los padres y los dos hermanos de su amiga (a ella le gustaba David, de doce años, un chiquito al que le encantaba leer versiones adaptadas de un tal Edgar Allan Poe y al que por las noches le daba por ponerse una sábana por encima y acudir a la habitación de las chicas con la esperanza de reírse un rato después de algún que otro susto con alevosía y nocturnidad), hacían una hoguera, cogían unas mantas, y se sentaban alrededor de la misma para hablar, jugar, o simplemente alimentar al fuego, todo un símbolo de hermandad, de cariño: poner un tronco a arder era permitir que los demás no pasaran frío.
En ocasiones, cuando alguno de ellos salía con una botella de plástico con agua o alguna bolsa con comida, ella cogía un pedazo de plástico y lo iba acercando lentamente al fuego. El plástico parecía no arder, pero parecía sufrir: a medida que lo acercaba al ardor de las llamas el elemento que sujetaba con sus manos se encogía como si de un animal se tratase. Incluso producía un olor fuerte y desagradable, como para tratar de evitar que quien quisiera que le estuviera sometiendo a esa tortura cesara en sus tan dolosos actos.









Estaba a unos cuarenta metros del supermercado cuando por mera intuición sus ojos desviaron su mirada hacia un camino que no conducía a su meta. En la acera opuesta había una chica, una adolescente, apoyando su espalda en la pared de un edificio con el número 17. Ella conocía a las prostitutas del barrio (con las veteranas tenía una buena relación, y a las pertenecientes a ciertas mafias importadoras de sexo de pago las tenía vistas, sabía quiénes eran), y aquella joven nunca había asomado su cabeza por ese barrio.



¡Vaya! ¡No adelantemos acontecimientos…! ¡Sí! ¡Supo que era una prostituta por el tipo de ropa que llevaba! Ya saben los lectores: minifalda afeada por unas medias que no pegan con el color de aquélla pero que al menos dan cobijo a las piernas del frío, top de escote generososísimo, y abrigo abultado pero sólo abrochado hasta la altura de donde empieza el escote (es decir, el punto medio entre el ombligo y cualquiera de los dos pezones). También era revelador el maquillaje, compuesto en su mayoría por grandes cantidades de mezclas abstractas de finalidad seductora a la vez que asustadiza. Sí, chiquilla –pensó ella-, tu maquillaje es un chivato.


viernes, 4 de diciembre de 2009

Historia de una prostituta 6


[Breve fragmento del primer monólogo interior de un día cualquiera]

Quiero dejarlo, pero no debo. ¿En realidad quiero? ¿De qué vivo? ¿De qué voy a vivir? No soy joven, aunque tampoco mayor. ¿Dónde aceptarían a una puta? Leo, leo, leo, me gusta leer, y pensar. Pero no he estudiado. Bueno sí, algo de prácticas anatómicas (unas diez horas diarias).
Levántate y desayuna. Tienes cosas que hacer.
Quisiera ser como Conchita. Tengo que llamarla. Quisiera ser como ella, tan viva, tan feliz pese a su pasado. Tan llena de vida. ¡El cabrón de su ex marido! ¿Quién sería más cabrón, él o el novio de mi madre? Creo que me llevo la palma.
Tengo que salir de aquí. Odio esta vida. Odio las noches, odio a las personas, y me odio a mí misma porque pese a no deber nada a nadie, sé que no sería capaz de dar en el caso de que debiera.
Nunca me han dado algo a cambio de nada. ¿Por qué yo tendría que hacerlo?
“Ding”. Microondas termina su función. Leche caliente. Odio ese ruidito. ¿Hay faldas limpias?
Me iría de aquí. Saldría de este lugar. Alquilaría otro piso lejos del barrio, allá donde la gente me mirara a los ojos y no viera nada más que otra persona. Eso es, quiero ser otra persona normal y corriente. Las miradas hacen daño. También la ignorancia. ¿Pasear con paso firme y segura de que nadie va a rechazar tu sonrisa? ¡Bah! Es inimaginable. Imposible. Impensable.
¿Impensable? ¡Piensa! ¡Piensa dónde coño te dejaste ayer el mando de la tele?
De pequeña nunca me imaginé una vida así. Quizás por eso, porque era pequeña. Todo eran nubes de colores, ilusiones, sueños en que me imaginaba a estas alturas en un salita operando a un pobre perrito atropellado o ayudando a una gatita a parir sus cachorros. Todo me fue arrebatado. La sangre de la desfloración fue el reflejo de todo mi futuro a partir de ese momento.
El futuro no existe. Sólo es el charlatán en la Corte del Tiempo [Nabokov]. Pude actuar de otra forma, elegir otro camino.
¿Ah, sí? ¿Con quince años qué camino podía tener? ¿Ir a la policía y contárselo? Me hubiesen tomado por tonta, o me habrían dicho que estaba trastornada.




Tengo que comprar suavizante. Que no se me olvide.
Suavizante, suavizante, lubricante… también lubricante. Ayer los gasté.
Todo se acaba, todo se gasta. Todo muere en el tiempo.
El tiempo muere en el tiempo.
¿Y la muerte? ¿Muere la muerte? La muerte de la muerte sería la vida. Ese “negativo y negativo equivale a positivo” sería de una gran aplicación a tal afirmación. Vaya… algo inteligente soy.
Tengo la impresión de no haber dormido en toda la noche.
Morir, dormir.
¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! La muerte que muere, la vida que resucita. Pero, perdón, ¿a caso existe la vida en la muerte? ¿”la vida que resucita”? ¿A caso la vida puede resucitar? La vida es vida, y la vida no puede existir en la muerte. La muerte acaba con la vida, pero no la transforma en vida muerta; ésta simplemente desaparece. El cadáver es del muerto, y no del vivo. No hay un cadáver de un elemento con vida, ¡no!
Pero sí que hay vivos que parecen muertos.

La verdad… yo soy una viva un poco muerta… Tendría que empezar a pensar en resucitar a veces…








...




Hay que resucitar de entre las piernas no me las abras si no me pagas más, que no tengo muerte suficiente para pasar el vida a vida. Sí, son quince más si quieres resucitarme.




....






Se durmió mientras desayunaba.
Había llegado a casa a las cinco de la madrugada, y se había levantado a las nueve sólo para sentirse como todos aquellas jovenzuelas que de buena mañana cogen el tren y el metro de camino a sus facultades; o como las mujeres que a esa misma hora ya están sentadas en sus despachos; o como aquellas que, con escoba y fregona en mano, empiezan a limpiar portales.

Entre la vida y la muerte, ella trabajaba en la Calle de la Noche, que está más o menos en el medio de ambas.
Debía ofrecer un cambio de rumbo a su destino, dado que el destino no le ofrecía alternativa alguna. Debía cambiar el camino que una adolescente había escogido por ella hacía veinte años, y que resultaba infinito. Infinitamente vacío. Aun era posible.











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Primera imagen: Incertidumbre, http://www.nicoletta.info/






Segunda imagen: La muerte y la doncella, http://www.nicoletta.info/






Tercera imagen: Profundo silencio azul, http://www.nicoletta.info/












jueves, 3 de diciembre de 2009

"Cualquier hombre de la familia puede pegar a la mujer"

Entrevista a Suraya Pakzad, activista afgana que ha creado una red de refugios para mujeres maltratadas.


Diario: La Vanguardia

Sección: La contra.

Autora: Ima Sanchís


Afganistán sigue siendo uno de los peores lugares del mundo para la mujer. Un 87% son víctimas de maltrato, tienen el ingreso per cápita más bajo del planeta y una expectativa de vida de 44 años. El 57% de las afganas contrae matrimonio antes de los 14 años. Pakzad, considerada por el semanario Time una de las cien personas más influyentes del mundo y fundadora de la Voice of Women Organization, dio una conferencia en el Institut Europeu de la Mediterrània. Explicó que, en el 2006, 96 mujeres se inmolaron y en el 2008, 73. Cuando ascendió el número de divorcios, el de inmolaciones descendió, pese a que las familias afganas piensan que ella debe morir antes que pedir el divorcio.




Conoció muy pronto la violencia.


A los 12 años fui testigo de un asesinato.


El de su maestra.


Sí, fue durante la invasión soviética. El grupo que luchaba contra el gobierno no quería que las niñas se escolarizaran. La directora tenía una mentalidad muy abierta y se negaba a usar el pañuelo, así que la mataron delante de las alumnas. ... Al cabo de unos días atacaron el colegio con un cohete. Mataron a muchos niños, entre ellos a mi amiga, mi compañera de pupitre. Eso marca... Tenía mucho miedo. Habíamos pasado un año de luchas desde el inicio de la invasión soviética. Las continuas manifestaciones siempre acababan con sangre. Más de 4.000 personas fueron asesinadas en un día. A los 14 años ya estaba casada. En Afganistán, el porcentaje de matrimonios forzosos es del 80%.


¿Le gustó el hombre que eligieron para usted?


Creo que sí. Sabía que muchos matrimonios por amor en otros países se rompían. Si no es por la dote que el novio debe dar a la familia de la novia, no es una mala solución.


A los 15 años ya era madre.


Sí, pero es muy común en Afganistán, muchas de mis amigas fueron más precoces.


¿A los 29 años, con cuatro hijos, se rebeló?


Desde muy jovencita escribía en un periódico sobre cuestiones de la mujer: cómo criar a los hijos, la relación con la familia...


¿Y qué opinaba su marido?


Estaba orgulloso, él forma parte de mis éxitos, me apoya; si no fuera así, no estaría aquí. Y hay bastantes hombres en Afganistán como él, gente formada que cree en los derechos de la mujer.


¿Cuándo empezó a ser una mujer incómoda en su país?


Durante los seis años de gobierno talibán creé escuelas clandestinas. Vivía atemorizada por la posibilidad de que los talibanes irrumpieran en una de nuestras escuelas.


¿Ocurrió?


En dos ocasiones dos escuelas fueron registradas, pero lo teníamos todo muy bien planeado: en cada casa había un horno y junto a él un galón de gasolina para quemar todo el material de la escuela rápidamente. Y así lo hicimos.


Qué desperdicio.


Sí, pero sobrevivimos. Con el nuevo gobierno creé el primer refugio para mujeres en Herat y con los años he abierto más en otras regiones para todas esas mujeres que escapan de la violencia doméstica y los matrimonios de niñas forzados.


¿De qué edades estamos hablando? De niñas de 9, 10 y 11 años. Nosotros les damos apoyo legal, psicosocial y formación profesional para que puedan defenderse cuando regresen a sus pueblos. El regreso puede ser muy traumático. Mediamos con la familia y le recordamos que es ilegal casar a las niñas antes de los 16 años, porque muchas familias no saben que por ello pueden ir a la cárcel. Intentamos formar a la comunidad.


¿Maltratadas por su padre, sus hermanos y luego por su marido?


Sí, eso es lo corriente. Cualquier miembro masculino de la familia puede pegar a la mujer, y lo hace. En las zonas rurales no hay ningún tipo de conciencia respecto a los derechos de la mujer. Es necesario cambiar la mentalidad de las comunidades.


¿El maltrato es tradicional en su país?


Las jóvenes generaciones que han crecido en la guerra, tres décadas y media, no han visto movimientos de mujeres, pero las viejas generaciones sí han visto la igualdad. De los años 70 hasta finales de los 80 las mujeres vestían como usted y trabajaban en todos los campos. Hemos retrocedido cientos de años.


En las zonas rurales el maltrato siempre existió.


Sí, pero no en el grado en que está sucediendo ahora. La pobreza crea muchos problemas de adicción, desarraigo, salud mental…: los hombres se vuelven más violentos.


¿Una mujer violada es juzgada por adulterio?


A las mujeres les cuesta mucho denunciar casos de violación porque ponen en entredicho la reputación de la familia, así que callan. Y en el caso de que queden embarazadas y no puedan abortar, ya que es ilegal y se necesita dinero para ello, los hijos, la familia y los vecinos las denuncian y las meten en la cárcel. Terrible realidad. Las mujeres siempre son víctimas responsables de la reputación de la familia. Y si han sido violadas y se deciden a denunciarlo, deben presentar tres testigos. Hay 110 mujeres en la cárcel de Herat por adulterio, la mayoría inocentes.


Usted está amenazada de muerte.


Constantemente. Siempre que tenemos un caso en el albergue, me llaman los hombres yme amenazan con matarme o raptar a uno de mis hijos. Hace un par de meses intentaron atacarme en un comercio; sacaron la pistola, pero había mucha gente y no estaban del todo seguros de quién era yo porque vestía el chador. Todo mi cuerpo temblaba.


¿Cómo se protege?


Cambio constantemente de coche, ruta y horarios. No comparto mi agenda con nadie y uso el chador para salir a la calle. Podría marcharme, ¿pero quién haría mi trabajo?

martes, 1 de diciembre de 2009

Historia de una prostituta 5

Una vez por bimestre, ella asistía a la peluquería del barrio, de la que era clienta desde hacía una década, y la cual estaba regentada por Conchita, jerezana cincuentona moderna, antitradicionalista y, entre otras cosas, la única persona en quien realmente confiaba.

La vida de Conchita parecía transcurrir de forma inversa a la de las demás personas. Ella solía decir que “si cada año que cumplo es un año menos, ¡que lo sea en todos los sentidos! Así puede ser un año menos en la cuenta de mi vida, y un año menos en los números que representan mi edad”.
En todos los sentidos, Conchita era una persona que rozaba lo anormal, o quizás mejor, lo paranormal. En lo físico, su metro con setenta y cinco centímetros y una delgadez propia de una veinteañera (que, todo hay que decirlo, era consecuencia de largas y sufridas sesiones de gimnasio e intensas horas mañaneras haciendo footing junto a Taro, su pastor alemán de siete años) la convertían en una mujer provocadora de suspiros masculinos y envidias femeninas. Su media melena marrón chocolate hacía una mezcla exquisita con unos ojos algo rasgados y verdes oscuros, y su piel bronceada casi todo el año (es lo bueno de correr por la playa, decía siempre) chocaba fuertemente con el blanco rompedor de su peluquería; era el punto de cacao sobre la espuma de leche de un café capuchino de media tarde.


Conchita descubrió que le gustaban las mujeres cuando se separó de su marido. Sin embargo, nunca estuvo demasiado segura de si en realidad ese deseo ya existía en ella desde su juventud escondido en el interior de un frondoso bosque de árboles caídos sobre flores silvestres, o si por el contrario, éste apareció al descubrir que odiaba a los hombres.





“Los dos últimos años fueron una pesadilla –recopilación de recuerdos de una tarde del año 2000, cuando Conchita y ella hablaban mientras calentaban su cuerpo con un par de chocolates suizos-. Mi hija tenía siete años, y el pequeño cinco. A Jaime se le había acabado el paro, y sólo con mi sueldo no podíamos hacer frente a los gastos de la casa. Además, él aparecía cada día más borracho, y cuanto más bebía más desgraciada me hacía sentir. Decía que todo era por mi culpa, y que a él no le daban trabajo porque no había demostrado ser lo suficientemente hombre. Me cogía del pelo y se llevaba mi oído a su boca, y me repetía hasta la saciedad que aunque yo era una maldita guarra que no le ayudaba en nada, nunca me iba a dejar marcharme.
Cuando la borrachera se lo permitía, me intentaba abrir de piernas para tener relaciones, o intentaba bajar mi cabeza a la altura de su cintura para que le practicara una felación. ¿Y qué iba a hacer yo, si él era mi marido y el padre de mis hijos? Pues bien, con todo eso, en mi interior más profundo fue creándose un odio hacia su cuerpo que incluso en ocasiones me provocaba arcadas repentinas e involuntarias. Su piel sudorosa, su boca apestosa, sus uñas comidas… Eran elementos físicos del día a día que yo ya no podía aguantar. Y su forma de desnudarse en medio de su embriaguez, sus manos ansiosas por que el flácido pene quedase erecto, su torpe forma de colocarse el preservativo… Para mí todo aquello constituían características de un infierno que se había creado en mi casa, en mi hogar.
En ocasiones, por la tarde, cuando venía del trabajo, me lo encontraba sentado en el suelo, con las rodillas pegadas a su tronco y llorando en silencio. Incluso alguna vez pude ver dos o tres botellas de alcohol rotas en el suelo por un impacto brusco, lo que podía significar un momento efímero de lucidez por su parte, en el que se daba cuenta de los errores que estaba cometiendo. Pero nada de aquello importaba, y en cualquier momento, por cualquier pequeña cosa, se cabreaba y de un portazo nos dejaba a los pequeños y a mí solos, y huía con sus amigos de barra Ginebro y Anisio (dos cabronazos de sangre transparente y aliento etílico) para luego volver en forma de maltratador. Jaime tenía un problema; yo lo sufría.

Odiaba todo; le odiaba a él, odiaba la situación, y sólo podía pensar en huir. Mi madre me habló de que su hermana (casada con el dueño de un bufete de abogados notablemente considerado) y su marido habían adquirido un pequeño piso en Barcelona, cerca de la playa de Ciudadela, zona casi nueva (sólo pasaban unos pocos años desde la renovación de dicha zona por los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992), y que le iba a preguntar si podía prestármelo por un tiempo. Accedieron, al mismo tiempo que el marido de mi tía accedió a ayudarme en lo que necesitara en cuanto a la custodia de mis hijos. Así, me vine a Barcelona por el año 96, y con la asistencia jurídica prometida por parte de mi tío, conseguí traerme a mis hijos. Al principio él llamaba constantemente a mi madre, pero ella nunca le dijo dónde estaba yo. Sus respuestas eran amenazas de denuncia, pero en el fondo sabía que él tenía las de perder, por lo que finalmente se conformó con llamadas para preguntar por sus hijos, y ya está.





Con el tiempo, me acabé prometiendo que permitiría a mis hijos ver a su padre si ellos querían, así que un día les hablé del tema. La mayor me miró profundamente. Como su inmadurez no le permitía encontrar las palabras adecuadas, me lanzó esa mirada, con la que entendí que ella había visto cómo papá trataba a mamá, y que no le gustaba. Sin embargo, les advertí que si un día querían ver a papá me lo dijeran. Aun no me han dicho nada –a día de hoy, en el 2009, habiendo cumplido ambos la mayoría de edad, se han ido interesando por su padre, macho fracasado y rendido ante el alcohol que cumple condena de tres años por malos tratos a la que fuere su última pareja-.





Una vez instalada en Barcelona, comencé una vida nueva. Me admitieron para trabajar en una peluquería cercana a la Universidad que queda situada en Ciudadela, próxima a la Villa Olímpica, y como no tenía que pagar alquiler (gracias a los buenos de mis tíos, a los que sólo les faltó decirme la casa es tuya), los ahorros acumulados me permitieron abrir hace unos meses mi propia peluquería. Ya sé, el barrio no es muy bueno, pero no me puedo quejar de la aceptación que he tenido… Si las cosas funcionan bien, creo que pronto me despediré del piso de mis tíos.”


Conchita era una luchadora nata de una energía interminable. Había conseguido sacar a sus hijos adelante. Ahora su hija trabajaba también en la peluquería, mientras que el pequeño (que ahora tenía dieciocho años recién cumplidos) había empezado a estudiar Periodismo. Era una mujer de gustos variopintos: leía a Kafka al mismo tiempo que amaba los cuentos infantiles; odiaba la cocina, pero sus pasteles eran exquisitos; era una fiera sexual devoradora de mujeres, pero ya nadie conseguía devorarla a ella.









Sentía envidia de Conchita. Envidia sana. En realidad, ambas eran dos supervivientes, aunque en el fondo sabía que ella estaba en un pozo desde los quince años; un pozo lleno de mentiras, hipocresía, perversión y hombres fabricantes de cuernos a los que debía complacer para vivir. ¿Sabes cuál es la diferencia entre tu oficio y el mío? -le dijo en una ocasión a Conchita en clave de broma- Que al final de todo, y a todos los efectos, a tí te interesa que vengan con pelo, y a mi me interesa que vengan rapados...

jueves, 26 de noviembre de 2009

Ayer, día contra la violencia de género

Ayer, día 25 de noviembre, fue el día contra la violencia machista, esa lacra social permanente, despegable como los chicles, y que ha venido condicionando no sólo la vida de las mujeres, sino también la de hombres con identidades diferentes a la identidad masculina tradicional.

Vuelvo a decir, tal y como ya lo hice en una actualización hace un tiempo (y como dice D.Gabarró en su libro "Transformar a los hombres; un reto social"), que el machismo es un problema que tiene el hombre y que padece, entre otras personas (y de forma mayoritaria) la mujer.

En fin, haría falta muchísimo más tiempo del que ahora mismo está en mis manos para adentrarnos seriamente en todo esto. Sin embargo, y con el permiso concedido por el propio autor del libro (véase última pagina del libro), paso a poner un enlace a través del cual aparece su escrito en formato pdf.

"Transformar a los hombres: un reto social" es una obra escrita en un lenguaje adecuado para todo tipo de lector/a que nos adentra en la idea del cambio de la llamada Identidad Masculina Tradicional o Machista, aquella identidad que creemos natural por ser inculcada desde incluso antes de nacer, pero que sin embargo no es más que una característica social podrida a día de hoy, y que haría falta cambiar por otro tipo de identidad que generase un mayor bienestar del hombre consigo mismo y con todos los que le rodean. El machismo no es un problema de cada hombre, sino un problema social que nos afecta a todos y a todas (aunque ninguno de nosotros aceptemos ser machistas). Cuando los niños se ríen del que la tiene más corta; cuando los jóvenes se burlan "del maricón" o de "la nenaza", o del que aun no ha perdido su virginidad y divinizan a quien "más chicas se ha tirado", a quien muestra ser más macho adulto que los demás; cuando los hombres no pueden soportar ser mantenidos económicamente por sus mujeres y a consecuencia de ello incuban celos y envidias; cuando, pese a que la tasa de accidentes de tráfico y dentro del trabajo cae mayoritariamente sobre el sector masculino, no se hace nada para evitarlo.

Todos estos "cuandos" son consecuencia de esa necesidad casi inconsciente (pero no natural y sí cambiable) de deber, como hombres, mostrar (y aquí redundo) nuestra hombría, y no perder ese identificativo de "hombre" ante el resto de la sociedad.

Pues bien, "Transformar a los hombres: un reto social", tiene todo que ver con estas cuatro pinceladas dadas aquí. Es un perfecto manual (siempre teniendo en cuenta la bibliografía facilitada en el mismo libro) para comenzar a pensar de otra forma, para darnos cuenta de lo perjudicial para tod@s de una Identidad que a los hombres no nos deja crecer como personas, y que de igual manera obstaculiza a las mujeres, a los gays y lesbianas, a los/las transexuales, etc, en su crecimiento y consecución de la completa y esperada igualdad.

Y para acabar, citaré una frase que D. Gabarró recoge en su libro y que AHIGE utiliza como uno de sus lemas: "Los hombres ganamos con el cambio, ganamos con la igualdad".


El link para descargar el libro (decarga totalmente legal) es el siguiente: http://www.danielgabarro.cat/Transformar%20a%20los%20hombres,%20un%20reto%20social..pdf

También pongo el siguiente enlace, que lleva a un documento muy interesante llamado "Guía para mujeres maltratadas", manual escrito por Ángeles Álvarez, Responsable del Área de Género de la Fundación Mujeres y portavoz de la Red Feminista de Organizaciones contra la Violencia de Género:
http://www.nodo50.org/mujeresred/spip.php?article461

martes, 24 de noviembre de 2009

Tu olor

[Pedazos de corazón esparcidos a lo largo del tiempo. A veces uno mira atrás, y se encuentra con pequeñeces como éstas; piezas de un puzzle insignificantes por sí mismas, pero imprescindibles para apreciarse a uno mismo frente a un espejo de forma íntegra, completa]


Hoy vives en las gotas de perfume,
en la esencia de colonia que me
secuestra cada noche.
Hoy vives en las gotas de perfume.
y viajas a mi cuello, a mi rostro
mientras los escalofríos se me comen.

Hoy vives en las gotas de perfume
que esparzo por la almohada
para estar contigo cuando sueñe.
Hoy vives en las gotas del perfume
que dejaste cosido
en el corazón de quien te quiere.

Hoy vivo yo en tu olor,
que me sabe a caramelo,
a piruleta de primavera.
Hoy vivo yo en tu olor,
y me acurruco entre sus sábanas
mientras canto una nana
para ver si a ti te llega.

Hoy vivo yo en tu olor,
y me encojo si no lo siento,
y sonrío cuando me roza.
Hoy vivo yo en el olor
que me dejaste de recuerdo,
porque es lo único que tengo
que me hace sentir que tú me tocas.




lunes, 23 de noviembre de 2009

Historia de una prostituta 4




La pobre madre, cuerpo vacío de esencia, madera arrastrada por el mar, acabó convencida de que en realidad aquel sujeto era un regalo que Dios le había enviado en compensación por la triste pérdida de su querido marido, mientras que al otro lado de la pared, la adolescente lloraba en silencio después de cada una de las visitas nocturnas que él hacía a su habitación cuando las pastillas ya habían matado a su madre una noche más.






[Fragmento de una carta que nunca fue entregada]:



[...]Sé que nunca me creerás, mamá. Sé que tus ojos pertenecen a un mundo diferente, y que todos los días intentas convencerte de que él es lo que necesitabas. Pero yo no puedo soportarlo más. Debo contarte que bajo la oscura noche ese hombre suele entrar a mi habitación, suele sentarse junto a mí en la cama, y suele adentrar sus manos rugosas en mi cuerpo, apretándome los pechos y rozándome las ingles.Tengo mucho miedo, mamá. No puedo dormir por las noches porque sé que de un momento a otro él va a llegar, y en el mejor de los casos, sólo se va a dedicar a tocarme. Cuando veo su sombra, a veces incluso me he intentado transportar al pasado, cuando veía la sombra de papá acercarse a mi habitación antes de irse a dormir. Pero no lo consigo, y en cuestión de segundos veo a esa persona encima mío.Mamá, sé que si hace tiempo que no te importo (o al menos eso parece), cuando leas esta carta aun te importaré menos, pues de ninguna manera creerás lo que te explico. Probablemente me dirás que lo que tengo son celos de que tú hayas podido rehacer tu vida (esa es una de tus fantasías: nunca la has rehecho). Me echarás en cara que yo nunca hice nada para ayudarte a salir del pozo (en el que ambas estamos metidas) y que le prefieres a él, que vino, según tú, sin ningún tipo de interés, y sólo se ha dedicado a cuidar de ti.




Pero todo eso que piensas, todo eso que yo vaticino que me dirás, no es cierto mamá. ¿A caso no sigues drogada todos los días esperando a que llegue la noche para tomarte esa sobredosis que te hace descansar en una especie de eternidad temporal? ¿A caso no pasas por delante de la foto de papá y la rozas con tus yemas por la parte de sus labios? ¿A caso no ves que has vendido muchísimas cosas que a papá le encantaban para pagar tus medicamentos y alguna que otra deuda de ese hombre que tú tienes por pareja? ¿A caso no te das cuenta (de esto, ciertamente no te das cuenta) de que tu hija tiene problemas y que necesita la presencia en su vida de una madre, y no la de una mujer sin alma?



No voy a aguantarlo más. No voy a soportar que ese ser siga penetrando mi inocencia, desquebrajando mi adolescencia, inseminando odio mientras me abre de piernas.Me doy cuenta de que no tengo a nadie, y siendo así, puedo seguir viviendo contigo, si huimos de todo de una vez por todas, o huir yo sola de aquí, tal y como he intentado hacer en sueños miles de veces.[...]


Su madre nunca supo de la existencia de la carta que incorporaba este fragmento. El día 20 de julio, sobre las ocho de la mañana, una pareja de corredores hallaron su cuerpo boca abajo, flotando en un pequeño estanque de un parque situado a diez minutos de casa. La joven no había notado su ausencia; creyó que dormía en la cama. Pero la realidad fue que salió a pasear (quizás en medio de una suerte de flash que le empezaba a dejar ver ciertas cosas) y que un tropiezo que quizás podría haberse evitado con los reflejos de una persona sana la llevó a caer dentro de un estanque y a dar con la cabeza en la pequeña escultura de piedra situada en el centro de éste, quedando inconsciente con los orificios nasales y bucal bajo el agua.








La adolescente destrozada, de luto por dentro y de luto por fuera, acudió al funeral de su querida madre, de la mano de su padrastro y junto a sus abuelos. Lloró sobre el ataúd, y le dio las gracias al cuerpo ya dormido para siempre por los buenos momentos ofrecidos, y por todo lo que había hecho por ella.



No. No sucedió así.

La adolescente no tenía padrastro, sino un amante forzado, un puto violador que se aprovechaba de su madre en lo económico, y de ella en lo sexual. Tampoco tenía otra familia, dando la coincidencia de que sus padres eran hijos únicos y los abuelos habían fallecido. El día del funeral, aprovechando que el que era la pareja de su madre debía demostrar su inexistente dolor con tal de esconder la real historia ante el entorno vecinal, ella se hizo las maletas (dos en concreto), cogió un taxi y pidió al conductor (hombre ancho y parlanchín) que la llevara a la estación de tren, donde, tras engañar a las azafatas alegando que había perdido a su madre (verdad alterada que ciertamente no se alejaba demasiado de la realidad) y que debía buscarla, dado que ya debería haber encontrado sus asientos asignados, éstas accedieron y la dejaron pasar.





Así fue como, finalmente, una quinceañera de cabello largo y moreno y unos ojos envejecidos por el sufrimiento desembarcó en Barcelona.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Historia de una prostituta 3



Esa noche soñó que volvía a tener once años. Su padre y su madre, vivos de nuevo, se encontraban mirando la televisión. Ella estaba en la cama, les escuchaba hablar. En realidad, no sólo tenía once años; tenía once años y diez días, y el sueño constituía la revivencia de la noche anterior al accidente que sufrió su padre y que le causó la muerte, y ya de paso, la desestructuración familiar.





En la televisión retransmitían el telediario de la primera cadena. Anunciaban fuertes lluvias para los días siguientes, pero eso no era preocupante, porque papá conducía muy bien. Su madre bromeaba exigiendo al futuro viajante que pusiera unas botas y un chubasquero al coche, a lo cual el hombre respondía con un “¡no seas tonta, María!”, y se les escuchaba reír.
Desde la cama, la pequeña se mantenía al tanto de la conversación conyugal con la intención de percatarse de cualquier secreto que sus padres pudieran aprovechar para decirse entre ellos una vez asentada la calma nocturna en el hogar. A veces había podido robar unas cuantas palabras, o unos cuantos sonidos, o unos cuantos aullidos lanzados descuidadamente al aire; lo suficiente como para saber que lo había conseguido; la cazadora había cazado a la presa que al día siguiente utilizaría como rehén para que su papá le explicara el por qué de esa actitud y de esos susurros después de enviarla a dormir la noche anterior. Pero su papá se iba al día siguiente, y no volvería hasta la semana siguiente. Una larga, muy larga, demasiado larga semana.

Sus ojos fijos en la pared observando el juego de sombras producido por la tenue luz y el ir y venir de sus padres, que ya se disponían a acostarse; y sus manos, agarradas (o mejor dicho, pegadas) a la manta que cubría su menudo y flacucho cuerpo hasta el cuello. La mirada de su madre se posa sobre la niña habiendo encontrado un breve espacio por la puerta entornada, pero la niña se hace la dormida. La madre se da cuenta y le dice que haga el favor de dormirse de una vez, pues sino al día siguiente no habrá quien la despierte.


Sólo era una cría. Sólo un leve suspiro haciéndose paso entre ráfagas de viento. Una pizca de inocencia en el escaparate de la vida. Y sin embargo, dejó de serlo con once años y once días, cuando, ya pasada la media noche la cazadora oyó a su madre romperse.
Las paredes lloraban. El suelo temblaba.
Su padre moría.


Papá conducía muy bien, pero los superhéroes no existen. Sucedió en la Carretera N-II, dirección Madrid. Había llegado a Zaragoza sobre las diez de una mañana aguada, y había llamado a casa desde una cabina (¿cómo son las cabinas en Zaragoza, mamá? Iguales, las cabinas son siempre iguales para que la gente las reconozca…). Tenía una reunión, después de la cual debía comer, descansar y partir hacia Madrid, donde cogería fuerzas para, a la mañana siguiente, estar presente en otra reunión. Y así, debía pasarse la semana: de sala de juntas en sala de juntas. Seis días después volvería a casa, iría a recoger a su hija al colegio y darle una sorpresa. Le traería una cajita de aquellos dulces maños llamados tortas del alma que, de camino a Zaragoza, había adquirido en Teruel (y cuya existencia era conocida por los restos del cartón de la caja que habían permanecido en el automóvil después del accidente).
Sin embargo, la botella de whisky añejo (cincuenta años; una joya de la corona) que conducía un Seat Ibiza azul el sexto día de septiembre de 1985 a la altura de Torremocha del Campo (cercano a Sin[ver]güenza) de camino a Madrid provocó el pronto retorno de papá a la ciudad, al mismo tiempo que su marcha para siempre.





Con la despedida repentina de su padre (a la vez que superpoblación de fotos suyas por todas las partes de la casa), la viuda cayó en la egoísta depresión producida por la idea de que ya no queda nada en la vida que a una le pueda satisfacer. Una niña que muy pronto tendría su primera menstruación cayó en la indiferencia de quien debiera ayudarla a recordar olvidando. Ella nunca culpó a su madre, pero supo desde que su madurez le permitió meditar sobre el pasado que ella nunca hubiese permitido todo lo que ocurrió ex post. Quizás, su padre hubiese dicho “tortas del alma se comen, no se dan”.



Cuando la niña contaba con unos trece años, y su madre con una vida totalmente dependiente de ciertos fármacos que venía tomándose desde dos años atrás y que la anulaban más, si cabe, que la muerte de su marido, apareció un día un hombre alto, delgado y bien vestido. Las arrugas de su rostro lo definían como un cuarentón, y su bigote bien arreglado a juego con sus camisas y trajes le hacía parecer ciertamente un sujeto nada desprovisto de capital.
Dicho sujeto, que vino con un libro bajo el brazo (libro que a cualquier niño casi adolescente le hubiese parecido grueso en demasía y, pongámosle rima, rico en porquería) y una buena ración de labia, convenció a su madre de que representaba la salvación de su existencia, y en tanto que elemento salvador, debía sacar partido de todo cuanto pudiera de lo que había sido un hogar.
La lógica exclama: ¡Claro que no se lo dijo así! ¡Fueron meses de duro trabajo de convencimiento por parte del hombre alto!
Pero para cuando la joven cumplió los catorce años, él ya dormía en la habitación de invitados –y copulaba en varias camas-.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Historia de una prostituta 2



¡Bueno, ya estamos aquí!, dijo ella en voz alta dejando la puerta del piso cerrada tras de sí. Su gran hogar se repartía de la siguiente manera: una vez se entraba al inmueble podía observarse justo delante de la puerta el pequeño lavabo compuesto por una ducha (obviamente, sin bañera), un inodoro, y un grifo de interiores podridos que, según el fontanero que la había asistido para resolver ciertos problemas con las cañerías, debía cambiarse de inmediato. Dando un giro al cuerpo de noventa grados hacia la izquierda se representaba la cocina-comedor, o comedor-cocina, que disponía de un par de fogones situados junto a una placa de mármol que hacía las veces de lugar de trabajo culinario. Alzando la vista sobre dichos elementos se advertía la existencia de un más que viejo objeto flotante, una especie de cajón que en su origen debió ser blanco pero que había quedado ennegrecido casi en su totalidad, y que acogía un par de vasos, platos y algún que otro cubierto. Si algún día traigo invitados, pensaba irónicamente, les sacaré mi cubertería de plata. Un sofá de dos plazas y una Sony Black Trinitron con quince años de antigüedad que había adquirido como legataria de un viejo borracho que se encaprichó de ella cuando contaba veintiuna primaveras terminaban de completar aquella habitación. El dormitorio quedaba separado por una puerta corrediza. En realidad, era el único lugar del piso que, de verlo por separado, daría la impresión de, al menos, no salir de una jaula como aquella: la cama quedaba situada con el cabezal colocado contra la pared. Ésta medía un metro con cinco centímetros de ancho por un metro con noventa de largo, por lo que a ella, que tan sólo contaba con un metro sesenta centímetros y cuarenta y ocho quilos de peso en su haber, le sobraba cama por todos lados. Las paredes estaban pintadas de un color azul cielo que ella misma había conseguido después de una hora realizando mezclas de pintura hacía ya mucho tiempo. No es que el azul le gustara, pero pensó que teniendo en cuenta las pobres vistas y la poca luz que ofrecían sus ventanas lo más conveniente era dar un toque vivo a su alrededor. Habían otros colores que hubiese podido escoger, pero su vida profesional estaba tan atada a elementos provocativos que no era su deseo que su hogar deviniera el reflejo de su trabajo. Más bien, buscaba todo lo contrario. Con el azul me basta, se dijo como método de autoconvencimiento por aquellos tiempos.

Dentro del pequeño armario de dos puertas más cajonera: camisones, tres pantalones vaqueros, tres camisetas e infinidad de minifaldas y tops de escotes más que generosos: vertiginosos en realidad –es lo que tiene el paso del tiempo, se decía ella, una va acumulando ropa…-
Sobre la mesita de noche: una lamparita móvil especial para lectura, y un libro.
Libro: Risa en la oscuridad (regalo de Martín, librero cincuentón y cliente habitual de los viernes por la noche). Ella es más puta que yo, pensaba.
Dentro de la mesita de noche: ropa interior y preservativos. Y algún que otro test de embarazo. Y un consolador de uso propio (consolador: dícese del elemento alargado que, haciendo las veces de pene, ella se introducía varias noches y por diversas vías mientras se obligaba a olvidar con la explosión final cualquier roce prepuglandiseminal acaecido durante la jornada de trabajo).








Se sentó en el sofá biplaza, y se sacó los zapatos. Luego echó mano al bolso y buscó con los dedos el monedero. Dos franceses y un completo equivalían a sesenta euros, lo que se traducía en veinte euros para comida, veinticinco de ahorro para el alquiler, luz y agua, y cinco para tabaco. No corrían buenos tiempos en ninguna parte, y en ese “ninguna” también se incluía, por supuesto, la prostitución. Aunque en realidad, y pese a esa rebaja salarial, prefería la situación actual que aquella que tuvo que vivir de más joven. Por aquella época puberina en que el cuerpo femenino se transforma en el manjar de los babosos y el estado psicológico pasa a un, por lo menos, cuarto plano (la niña como hembra copulable, la copulación con la niña, la preocupación por que todo quede silenciado, y quizás después… ¿a quién me he follado? Era una niña), ella consiguió una considerable base económica sumergida que debió guardar tras varias baldosas (típica escena de película de trapicheos) forzadas intencionadamente en una habitación de alquiler, cuya arrendadora, la señora Carme, viejecita de setenta años (y ahora nonagenaria) se pensaba que ella estudiaba Magisterio. Cuando cumplió dieciocho años, dejó las baldosas y se pasó a la tarjeta de crédito. Rebasada esa línea delimitadora por la cual un día eres pequeño, y de repente al día siguiente ya eres grande (sin tener en cuenta otros puntos de considerable relevancia, como la vida misma de cada uno), incluso pudo pasársele por la cabeza –por qué negarlo- adquirir un inmueble (o quizás mejor, un mueble inmóvil) de dos habitaciones: una cocina-comedor y un dormitorio-lavabo (ilusión desquebrajada con la aparición de cierto personaje de apariencia caballerosa de aliento a promesa y de venas fusiladas heroic[n]amente). Sin embargo, también por esa misma época en que el capital era notable, una cría que aun no tenía los veinte años debía de satisfacer con buena cara a sujetos de hombría morbosa con más de medio siglo a sus espaldas (y a sus entrepiernas); hombres que accedían a tener relaciones sexuales con ella cuando después de la típica pregunta “¿Qué edad tienes?” ella les mentía respondiendo con voz inocente y carita de pena “ dieciséis recién cumplidos” –sabía lo que les gustaba a los hombres follarse a una menor poco rodada, y lo sabía porque con quince años no le había sido necesario mentir-; hombres cuyos hijos e hijas eran posiblemente mayores que ella; animales que en alguna ocasión se aprovecharon de su inmadurez física para obligarla a ciertas cosas que ahora mismo, y pese a todo, les era más difícil –aunque a veces aun hoy debía ceder por miedo a represalias mayores-. Así que, pensaba ella, prefiero quedarme como estoy.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Historia de una prostituta 1



Eran las tres y media de la madrugada cuando ella cruzó la carretera que la separaba de su casa. No había sido una noche de mucho trabajo, sólo el suficiente como para poder comprar lo necesario para el día siguiente. Quizás, de haber sido más temprano, se hubiera podido permitir una llamada al Telepizza, pero nada más.

La noche se encontraba envuelta de ese color azul oscuro difuminado por la niebla baja, lo cual, si el mirar hacia delante se interpretase en el sentido más literario, ofrecía una visión bastante desalentadora de, al menos, su futuro inmediato. Sin embargo, ella no se sentía para nada amenazada por los demonios ni preocupada por su destino. Se había propuesto ya hacía muchos años dar esquinazo a los fantasmas que la atormentaron durante tanto tiempo. Tengo problemas, pensaba ella, lo cual no significa que deba ser esclava de ellos.

Abrió el bolso para buscar las llaves, que, como siempre, se habían colado al fondo del todo. Así, después de sacar el monedero, la caja de preservativos y el móvil, las encontró escondidas en la parte izquierda. ¡Con que no queréis llegar a casa, eh!, susurró en voz baja. Sí, estaba hablándole a unas llaves.



Hacía la calle desde los quince años, cuando su madre murió y, cansada del acoso al que se encontraba sometida por parte de su padrastro, huyó de Valencia. Por tanto, teniendo en cuenta su edad, calculaba (no lo solía hacer) que había ejercido la prostitución durante veinte años. Y ahora, a los treinta y cinco años, se sentía, como siempre se había sentido, vacía. Quizás era ese vacío el que le había facilitado no tener que preocuparse por su futuro. Quizás el hecho de mostrarse al mundo así como ella lo hacía le permitía tener la conciencia tranquila de cargos morales. Quizás el no tener en el baúl de los recuerdos un ápice de cariño o una foto saliendo agarrada a alguien y sonriendo le ayudaba a convencerse de que podía vivir tranquila, pues no debía nada a nadie.

Abrió la puerta y se dirigió hacia las escaleras, donde Francisco, un pobre hombre que mendigaba desde hacía ya una década, se encontraba durmiendo como de costumbre. Era algo seco, pero se conocían desde ya hacía mucho, y sabía que él sería incapaz de matar a una mosca. Acabó pasando las noches en ese portal cuando, cuatro años atrás, durmiendo en un banco de la Plaza Cataluña, recibió la mayor paliza de su vida. Anteriormente había sido víctima de robos, amenazas y agresiones, pero no de tal calibre como la de aquella noche. Después de quedar tendido en el suelo, con una tibia partida, el hombro derecho dislocado, la nariz cedida hacia el lado izquierdo, y un largo etcétera, anduvo todo lo que pudo (media hora, que no es poco) para alejarse de aquel lugar, y llegó al portal que ahora hacía las funciones de puente –si tenemos en cuenta que incluso bajo un puente estaría más cómodo que en esas escaleras-. Allí nadie se preocupó por él, pues la gran mayoría de vecinos de ese inmueble eran familias de oriente, sudamericanas y del este europeo que no podían presumir, por ejemplo, de tener un solo documento que probara que vivían en España de forma legal, lo cual se transformaba en rechazo hacia todo lo que tenía que ver con avisar a cualquier servicio que incluyera sirenas. A ella tampoco le hacía mucha gracia tener que ayudar a alguien que ni si quiera conocía; a ella nadie la ayudó cuando, con diecisiete años, la dejaron desnuda en medio de la calle, o cuando con veinticinco un hombre que sufría depravación patológica y que le pidió realizar ciertos actos en una noche de lluvia dorada le dejó ambos ojos hinchados por negarse ella a llevar a cabo semejantes asquerosidades. Sin embargo, ella subió a su casa, abrió el botiquín para armarse de agua oxigenada, gasas, etc, y bajó (de ninguna manera le hubiese dejado subir a él a su casa) para atenderle. Ya de paso, y bajo las miradas amenazantes de sus adorables vecinos, llamó a urgencias para solicitar una ambulancia. Ella no tenía nada que temer: a las putas españolas no las echan del país.

Francisco, atendido por un abogaducho cuyo cuerpo espigado era más largo que su carrera profesional, denunció la agresión, y gracias a una serie de pistas de las cuales ella nunca conoció su procedencia (¿chivatazo? Podría ser), consiguieron localizar a esos graciosillos violentos. No fue difícil, dijo la policía, pues los tres agresores tenían antecedentes, por lo que ya estaban, como se dice vulgarmente, fichados. Los individuos fueron condenados a tres años de cárcel cada uno (excepto quien ejercía de jefecillo, al que le cayó algo más por posesión de ciertos instrumentos que, de haber sido utilizados, la cosa hubiera acabado mucho peor) y a pagar una indemnización de 1000 euros cada uno (ese es el precio de la integridad de un mendigo). Con ese “algo”, Francisco había podido vivir durante cuatro años mendigando, pero menos. No se había podido alquilar una habitación, o una mísera noche en una pensión –piensa en el futuro Francisco, pan para hoy, hambre para mañana…-, pero dado que a ella no le molestaba que durmiera en el portal y que los demás vecinos no estaban dispuestos a asumir riesgos, Francisco se instaló finalmente allí.


Ella subió hasta el cuarto piso, y abrió la puerta de su hogar, un pequeño piso-cuchitril de cuarenta metros cuadrados con tres habitaciones (cocina-salón, baño y dormitorio) que había alquilado hacía años a unos extremeños haciéndose pasar por cajera de supermercado. No podía entender cómo narices se lo hacía la familia del tercer piso para conseguir meter a seis personas en un zulo así. Aun menos podía entender cómo aquellos padres habían podido realizar aquella gustosa operación por la cual el hombre inyecta su dosis en la mujer para que ésta se quede embarazada en aquel lugar y cuatro veces. La primera es fácil, pues no hay ojos que observen. La segunda presenta algo más de complejidad, pero si se hace cuando el primogénito cuenta sólo con un par de años, allí no se da cuenta nadie. La tercera vez ya es más difícil, pues cuatro son los ojos espías, dos de los cuales pertenecen a un crío de cinco años. Y el cuarto acto coital ya es digno de premio, porque nadie puede dejar pasar cuan complicado debe ser follar en la misma habitación donde duermen tus otros tres hijos. De todas maneras, ¿por qué iba ella a sorprenderse cuando no había lugar imaginable donde ella no hubiese realizado, al menos, un francés? Ascensores, lavabos públicos, bajo un camión, dentro de armarios o trenes, eran entre otros muchos, algunos lugares donde no había realizado sexo ni una, ni dos ni tres veces. Son muchos años ya, pensaba ella.



Sus propios actos se convertían en tiempo, el tiempo se esfumaba, y ella envejecía.












sábado, 14 de noviembre de 2009

El niño que soñaba con muñecas 3




A veces, Roberto se sentaba frente al ordenador y hacía recetas con ciertos recuerdos del pasado –podrían llamarse pesadillas en su propia tinta-. La mayoría ofrecían un principio esperanzador y un final trágico. Por ejemplo, la semana anterior había escrito sobre el famoso día en que su padre, habiendo sido apercibido de que a su hijo se le iluminaban los ojos cuando veía un par de patines pintando sobre el duro hielo aquellas líneas interminables que formaban círculos y más círculos, un día se decidió por llevarle a un lugar –manifestó su padre- genial, fantástico, y único. Roberto acabó tragándose todo un partido de Jockey sobre hielo. Se veía a sí mismo junto a su padre siguiendo con los ojos (que no con el animus) un platillo que se deslizaba por la superficie a golpes de stick. Su padre se levantaba del asiento, gritaba, insultaba y derramaba la cerveza por su ropa, como si ello provocara en él la sensación de sentirse parte del circo. Por el contrario, su hijo se hallaba allí, espiritualmente vacío y físicamente invisible, esperando con el ansia de un pobre al que le ofrecen un plato de macarrones que el maldito partido acabara pronto. Era en esos momentos en que se sentía tan diminuto cuando de su interior resultaba un gran animus que nada tenía que ver con el partido, aunque sí con la violencia desplegada por su entorno.

Querido papá,

Por aquel entonces no tenías ni idea de que mi pasión tenía mucho que ver con una pista, unos patines y un gran bloque de hielo, pero en absoluto con una pandilla de descerebrados que, pese a dominar el patinaje, parecen no dominarse a sí mismos.
¿Por qué no te explicaba mis problemas? En realidad, ese era mi mayor problema: no podía. Sin ni si quiera hacer un amago de conversación contigo sobre el tema, tú ya no entendías cómo era posible que a tu hijo, a TU PROPIO HIJO no le gustara ni el fútbol, ni el baloncesto, ni jugar a esos fantásticos videojuegos en los que la finalidad es conseguir ciertos récords a través de asesinatos en toda regla, de robos de coches, de estafas, etc. De más pequeño, cuando quizás mi ignorancia no me permitía comprender ciertas cosas, creí que algún día me comprenderías, y que por fin mi madre conseguiría convencerte para que empezaras a tratarme según mi forma de ser, y no según en quien tú querías que yo fuera.

En absoluto te culpo, querido papá, de todo lo que me has hecho pasar. Contrariamente a lo que crees, sinceramente pienso que la culpa de todo ha venido siendo mía desde que nací y hasta que adquirí cierto sentido común –o mejor dicho, cierto sentido lógico-. Siento mucho haberme situado siempre al otro lado de la balanza de cualquier forma de ser normal y corriente. Siento haber odiado lo que tú amabas, y haber amado lo que, según tu sabia opinión, eran cosas de niñas y de mariquitas. Pues bien, siento que pese a no ser mariquita, me encantaran las mariquitas rojas y negras que guardaba en mi mano cuando aparecían por el jardín; siento que me encantaran las mariposas sobrevolando nuestras cabezas, las flores bien colocadas a la entrada de la casa, y los escaparates iluminados de las calles mayores. Pero sinceramente, papá, siento mucho más que tú, como padre mío que eres, no supieras hacer feliz a un niño sólo porque era diferente y porque no respondía a tus condiciones tan masculinamente respetables, que todo lo que he podido decir con anterioridad.

“Roberto, ¿a ti te gustan los chicos?” Me preguntaste aquel día cuando, después del fabuloso partido de jockey –era lo que tú decías, yo no podía opinar algo diferente-, entramos al coche para volver a nuestra casa, a tu hogar. Pues claro que me gustan los chicos, papá. Me encantan aquellos chicos con los que se puede hablar de todo; aquellos chicos a los que no les importa que estuvieras enamorado de la más fea de la clase porque entendían que para ti no era la más fea, sino la más inteligente; aquellos chicos que cocinan y planchan porque sienten la necesidad de participar en la vida hogareña diaria, y disfrutan con ello –pues, no como tú crees, las vivencias caseras van mucho más allá de la cerveza en el sofá antes de cenar, y la cama después-. Si fue a eso a lo que te referiste, por supuesto que los chicos me gustan. Pero claro, por supuesto no pude contestarte eso –en parte porque por mi corta edad y por lo inesperado de la pregunta, me quedé casi sin palabras-, y lo único que te dije fue un tembloroso “no”, que era lo que se ajustaba a lo que tú querías.

Querido papá, siento mucho ser como soy, pero lo que más siento es que nunca me hayáis aceptado, y que hayáis querido al Roberto que supuestamente de mayor cambiaría y sería como todos los chicos de su edad, y no al Roberto que lo único que pedía para ser feliz, era una muñeca propia.

Ya ves, papá, tú soñabas con que entre el tiempo y tú me pudieseis moldear a vuestro antojo. Y yo.., yo sólo soñaba con una muñeca.

martes, 27 de octubre de 2009

Hamlet, Acto III, Escena IV

Ser o no ser: he aquí el problema. Cuál es más digna acción del ánimo, ¿sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. No más. Y con un sueño las aflicciones se acaban y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza... Este es un término que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar. He aquí el gran obstáculo; porque el considerar qué sueños pueden desarrollarse en el silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado este despojo mortal, se siente un motivo harto poderoso para detenerse. Esta es la consideración que hace nuestra infelicidad tan larga, haciéndonos amar la vida. ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropelías que recibe el pacífico, el mérito con que se ven agraciados los hombres más indignos, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los soberbios, cuando el que todo esto sufre pudiera evitárselo y procurarse la quietud con sólo un puñal? ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida molesta, si no fuese porque el temor de que existe alguna cosa más allá de la muerte (país desconocido, de cuyos límites ningún caminante torna) nos embaraza en deudas y nos hace sufrir los males que nos cercan, antes de ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes, así la natural tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia. Las empresas de mayor importancia, por esta sola consideración, mudan camino, no se ejecutan, y se reducen a designios vanos. Pero... ¿qué veo? ¡La hermosa Ofelia! Graciosa niña, espero que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones.

jueves, 22 de octubre de 2009

Historias en el tren

Escrito el día 21 de octubre.


El tren llega puntual. No soy el único que espera. Conmigo unas cuantas almas más que se levantan del banco y se acercan hasta el límite de las vías. Nada extraño. Las sombras humanas huyen cuando la de la serpiente se acerca tanto que de la misma se siente su rebufo. Se detiene y abre sus puertas. Como la flor carnívora, espera con sutileza a sus presas.
Subimos, y cuando ya no queda nada que hacer, cuando ya no hay marcha atrás…ZAS. El animal de hierro cierra rápidamente sus puertas no antes de exteriorizar su satisfacción mediante aquel rugido onomatopéyico naciente de la sensación causada por el olor del manjar, por la captación del aura perfumada del dulce derretible al tacto con la lengua.

El reptil emprende su camino, y nosotros, como animalillos abandonados a la suerte y a la teoría de la probabilidad según la cual un elemento injerido puede producir reacciones negativas – indiquemos que “negativas” en este caso podrá significar “eméticas, fecales, o si a caso expectorativas”- en un ser, nos sentamos, nos acomodamos y esperamos. Unos tendrán suerte y serán expulsados antes de notar la falta de oxígeno (quizás los más huesudos, los de carne dura, los difícilmente digeribles). Otros deberán esperar y/o arrodillar sus esperanzas frente a la cruda realidad: morirán asfixiados si no lo hacen abrasados por el calor interno de la bestia.

Consecuentemente, los sujetos van a caer en la inevitable división según qué ideas les van a ser propuestas por su extraña desesperación. Unos, como ya se ha señalado, esperarán a la asfixia sentados, gastando la menor energía posible –incluso algunos dormirán como método antiagonizante-; otros la esperarán levantados –ya saben, más vale morir de pie…- Y los restantes, los que no se dan por vencidos, se acogen a las aras de una posible alianza interior-exterior, de un posible vínculo entre raptor-chivato. -¡Estoy desvariando! ¿A caso se alía el pollo asado con el hombre que lo devora?- y para ello se sirven del absoluto, desagradable y vergonzoso –o mejor dicho, desvergonzado- incordio.



A grandes rasgos esto es lo que suele suceder en el tren. Sin embargo, hoy ha acaecido algo que aun no había visto –debo informar al lector que, para mi suerte, la bestia siempre me ha expulsado de su cuerpo, por lo que tengo experiencia en percibir comportamientos extraños allá dentro-. Un ser inocente, de aquellos que derrochan simpatía, humor, alegría y entretenimiento; una persona que no tendría que dedicarse al oficio tan sospechoso de la mendicidad; una criatura que suele ser alegre por naturaleza –más que el resto de los humanos- aun siendo “diferente”. Nunca en mi vida hubiese imaginado ver con mis ojos y digerir con mi corazón –a decir verdad, no lo digerí- a un ser con Síndrome de down pidiendo dinero en el tren. ¡Claro que le he dado dinero! Pero me hubiese gustado ofrecerle tres preguntas: ¿Por qué pides dinero? ¿Te han dicho que lo hagas? ¿Quién?
Aun me sorprendía más que la gente ni si quiera la mirara cuando la chica se acercaba y solicitaba “un euro” con esa gracia tan triste en este caso. ¿Cuánto vale una mirada? ¿Cuál es el precio de un giro de apenas noventa grados y un enfoque, si quiera desenfocado, de unos ojos hacia otros?

Finalmente, he sido esputado de los adentros de la bestia reptil. Y conmigo una cuestión. ¿Quién es la bestia que ha permitido eso? ¿Esputa también? ¿ESputa?










PD: aun no se me da bien lo de buscar fotos... jeje

miércoles, 21 de octubre de 2009

Concentración 21 de octubre

Esta tarde a las 20:00h se ha celebrado una concentración de hombres contra la violencia machista.

La concentración ha venido promovida, convocada y planificada por Homes Igualitaris, asociación a la que cada día respeto y admiro más. Dicha asociación (www.ahige.org www.homesigualitaris.cat) realiza una lucha a favor de la igualdad desde el propio hombre. Y es que en realidad, la mujer sufre el problema, pero el hombre lo tiene. Es por eso que si desde el género masculino no existe una iniciativa por cambiar, la cosa va a evolucionar poco y lento.

Pues de eso se trata, de que seamos los propios hombres los que nos manifestemos, los que rompanos el silencio, y los que, por decirlo de una manera vulgar, pero contundente -las cosas claras y el chocolate espeso- nos mojemos. Por ellas, por nosotros, y por cambiar de una vez por todas, negarnos a adquirir esa herencia machista, basada es una estructura de sumisión femenina a la voz de "el hombre".

El niño que soñaba con muñecas 2

Los padres de Roberto estaban preocupados. Su hijo ya tenía quince años y nunca había mostrado un solitario signo de gusto masculino. Medía un metro setenta y siete, ojos verdosos y cabello liso a media capa. Podía decirse que en absoluto era un chico feo. ¿Por qué no lo aprovechaba? Más feos que él ya se veían por la calle agarraditos de la mano de jovencitas catorceañeras delgaditas y recién salidas del horno hogareño. ¿Qué narices pasaba con Roberto? Se tiraba el día en casa, estudiando, leyendo, o en el ordenador. ¿A caso no era eso preocupante? Nunca traía amigos a casa. Incluso una vez se inventó un amigo llamado Héctor del que solía hablar sólo si se le preguntaba por él, pero al que nunca invitó a casa. Del colegio siempre venía triste, cansado. De hecho, pocas veces le habían visto reírse. Aun recordaban sus padres aquel día en que, mientras hacían el amor, oyeron ruidosas carcajadas provinentes de la habitación contigua –la de Paula-. Eran tan horrorosamente fuertes que se vieron obligados a hacer una pausa para ver qué sucedía. Como, por razones obvias, el padre no estaba en disposición de salir al estilo aventurero en busca y captura de la fuente de esas risas para taparla de una vez por todas, salió su madre, semidesnuda pero escondida bajo un albornoz. Abrió el pestillo que separaba el goce de la normalidad –alguien dijo que como regla general, el ser no goza- y se deslizó hacia la cámara de al lado intentando que el ruido generado por los pies sobre el parquet quedara parapetado por las intrusas y feroces muestras de escandalosa felicidad que incluso les había llevado a detenerse en su particular juego de adultos.


Gritar de felicidad. Ella también gritaba. Y no sólo eso, sino que era capaz de adoptar las posiciones más inverosímiles en los momentos de satisfacción extrema. Felicidad, satisfacción. Su ser, su YO quedaba desprovisto de cualquier tipo de vergüenza justo en el instante delicioso de la pura plenitud impura. Plenitud. Felicidad, satisfacción, plenitud. Vida. Se sentía viva, nada más lejos que eso.
Asomó su ojo derecho por la bisagra de la puerta. La amante espía; título peculiar. Las risas habían calmado, pero, una vez allí, ahora no había marcha atrás. Debía hacerle callar. Interrumpir su disfrute. Mandarle a su habitación, con sus coches de carreras y sus videojuegos, donde permanecería en silencio, entretenido. En silencio, sí. ¿Entretenido? No le importaba.
Allí, a apenas unos metros, se encontraba el niño estirado en la gran alfombra que ocupaba todo el suelo, y en la que se veían dibujadas flores sobre un fondo verde claro. Roberto había puesto un folio sobre la representación de una de esas flores –ese era el rincón de los claveles-, e intentaba calcarla, sin darse cuenta de que le iba a resultar muy complicado apoyar el folio adecuadamente en el tejido. Pero, ¿qué le había resultado tan gracioso hacía cuestión de cinco minutos?
Entró en la habitación. Roberto la miró despreocupadamente. Ella le sonrió.

- Mamá, ¿por qué las muñecas de Paula hacen pipi y mis muñecos ni si quiera tienen pilila?.




Paula era conocedora del problema que su hermano padecía. Ella, tres años mayor que él, pronto percibió que Roberto no era como la mayoría de chicos de su edad. Ello le había provocado una gran frustración, un gran conflicto interno. Sabía que Roberto luchaba cada día consigo mismo para salir a la calle y demostrar que él no era lo que le decían en su clase. Sabía que si nunca había confiado en ella, había sido por celos, por no haber tenido él las mismas oportunidades de ser feliz que su hermana mayor. Sabía que si le oía llorar por las noches era porque no podía permitirse hacerlo por el día.
La chica no conocía la forma de hablar con un joven cerrado en banda que se había prohibido a sí mismo decir cualquier palabra delatadora de sus sentimientos. Quería ayudarle, pero era imposible. A cada pregunta que se le hacía, un monosílabo era suficiente para formar la respuesta.
Si la cosa no cambiaba, si él no se decidía a enseñarse a sí mismo tal y como era, finalmente sería él mismo el lobo encargado de desgarrarse, comerse, matarse. Roberto es un lobo para Roberto.

Conflicto interno: el saber que no puedes ser como quieres ser, o que no puedes externalizar quién eres. Aparentar. Zurdo con mano atada. Esconder la realidad para adaptarse a unas normas sociales de las que no se es partícipe, cómplice, y a las que sólo se guarda respeto por temor: temor a los demás, temor a uno. ¿Quién eres? ¿Quién llama? No eres tú. Eres los demás. Sé tú y te abriré. Ojos menguados difuminan la obviedad. La obviedad es subjetiva y el difuminado culposo. Lo subjetivo pertenece al ser, y la culpa a lo subjetivo. Tú también tienes la culpa. Pero sólo tú puedes solucionarlo.

martes, 20 de octubre de 2009

El niño que soñaba con muñecas 1

Roberto no se acordaba del primer regalo que recibió de sus padres. Seguramente fuera ropita (conjuntos de camisetas y pantalones en miniatura), una cuna repleta de peluches con los que dormir acompañado, un sonajero, o cualquier elemento por el estilo. Sin embargo, sí que recordaba aquella navidad de sus cuatro años, cuando él pidió a los Reyes Magos aquella muñeca bebé a la que se le tenía que dar de comer, y en cambio, estos le trajeron una pelota de fútbol y otra –por si a caso- de baloncesto. Nunca, exceptuando el primer día, llegó a jugar con ellas. Luego las pelotas fueron haciéndose viejas, deshinchándose con el tiempo, sin que nadie las utilizara. En cambio Roberto sí que jugaba con las muñecas que a su hermana le habían traído los Reyes. A ella sí, y a mí no, pensaba. Era pequeño, y supuso que quizás la muñeca que él había pedido estaría agotada. ¡Habrán tantos niños y niñas que la habrán pedido que por eso se habrán acabado todas!

A las siguientes navidades, Roberto volvió a pedir otra muñeca. Esta vez se había encaprichado por una que venía con un coche. Sin embargo, los Reyes Magos debieron pensar esta vez que si a Roberto le gustaba el coche que acompañaba a la muñeca, más aun le gustaría un todo terreno teledirigido. Así, la mañana en que se abren los regalos, Roberto descubrió de nuevo que para su hermana había un sinfín de muñecas, pero para él no. Sólo había pedido un juguete, esperando así que los Reyes Magos se apiadasen de él y se lo trajeran, pero contrariamente a ello, Roberto se vio envuelto en un círculo de regalos con los que para nada iba a disfrutar en un futuro. ¡Vaya coche más chulo Rober! ¡Ese es mejor que el de la muñeca aquella que querías! Sentenciaban sus padres con una mueca sonriente que en absoluto se reflejaba en el rostro del niño.

Roberto empezó a odiar las navidades y a los Reyes Magos. Nunca le traían lo que él pedía, y no sabía porqué. La condición para que los magos de Oriente se portaran bien con los niños era, de la misma manera, que los niños se portaran bien con sus padres, que hicieran los deberes del colegio, y que ayudaran a mamá y a papá a poner la mesa todos los días para comer y para cenar. Y habiendo cumplido con todas estas condiciones religiosamente, nunca había obtenido lo que quería. Pero Roberto también empezó a odiar los cumpleaños, las fiestas, y cualquier tipo de evento donde la gente debiera hacerle presentes que no eran de su agrado. Todos estos acontecimientos hicieron que el niño generara dentro suyo un sentimiento de envidia hacia su hermana que poco a poco fue haciéndose mayor, hasta que con la edad de trece años casi ni le dirigía la palabra. Por aquella época, el niño que soñaba con muñecas ya entraba en la dura etapa de la adolescencia. Ya sabía que no existían los Reyes Magos ni el Ratoncito Pérez, aunque no le importó en absoluto el día en que sus padres se lo confesaron –o mejor, se lo confirmaron-, pues en realidad para él nunca habían existido (si la existencia de esos seres maravillosos tenía que ver con la aportación de felicidad a los niños y niñas, era lógico que en lo profundo de aquel niño se hubiese creado aquella pared de hormigón, rígida y obstaculizante, que desde hacía mucho tiempo impedía la filtración de cualquier posibilidad de creer en la magia de aquellos seres).

Pero volviendo a la confesión de sus padres, y recordando que a Roberto no le importó la inexistencia de ciertos allanadores de morada, el niño incubó en sus adentros una gran rabia provocada por el hecho de que sus padres, con toda la tranquilidad del mundo, le aseguraran que eran ellos y no otros, los que dejaban los regalos debajo del árbol de navidad, o los que entraban a escondidas a su habitación, retiraban el diente de la mesita de noche y en su lugar colocaban algún juguete musculitos o un videojuego de deportes. Eran ellos, perfectamente conocedores de sus gustos, y no cualquier otro desconocido –a los que, sin remedio alguno, debía poner cara de agradecimiento- quienes lo rodeaban de cosas y elementos que constituían la consecuencia de pertenecer a un prototipo de grupo del que el niño no se sentía partícipe.

Así, a medida que Roberto fue creciendo, agarrados a él como parásitos crecieron también aquellos rumores que nacen de bocas perdidas, de intenciones desprovistas de cualquier tipo de finalidad lógica. Él sabía que todo cuanto decían de él se debía a sus gustos, un tanto diferentes al tipo de gustos y aficiones que un chico, en general, debe tener. Como auguraban ya sus acciones de la infancia, a Roberto nunca le gustó el fútbol. Por el contrario, era un apasionado del ballet, y como si de hielo estuviera construida su habitación, el bello de su cuerpo se alzaba a cada pirueta que se dibujaba en la pantalla del ordenador o que, incluso, él mismo se imaginaba. Nunca intentó convencer a su padre para apuntarle, pues si a caso hubiese sido un sueño hecho realidad para él, también lo hubiese sido para aquellos detractores que buscaban como buitres cualquier acción nueva del chico para insultarle, humillarle –porque un insulto no siempre implica una humillación, pero en este caso sí que lo implicaba-, y desquebrajar de nuevo toda sensación de tener ganas de algo. Pero, ¿y su padre? ¿Lo habría su padre apuntado a aquel deporte? Su hermana había participado en un campeonato de rugby femenino durante un verano, y no había recibido reproche alguno. ¿Pero por qué sentía entonces que el hecho de querer él participar en un deporte típicamente femenino iba a causar serios conflictos en casa?


Con quince años, Roberto ya era conocido en su curso como “Roberto culo abierto”, “Roberta”, “el marica”, “el gay”, “el nenaza”, “el maricón”, y un largo etcétera que podría ocupar un párrafo entero. El chico no entendía la razón de aquellos insultos, si a él siempre le habían gustado las chicas. Sin embargo, ni si quiera eso tenía importancia para adquirir toda aquella clase de apodos. Sólo bastaba que te gustara lo que a las chicas les gusta para convertirte en un espécimen fuera de la ley de la naturaleza y de las normas de la sociedad. Claro, era mucho mejor presumir de unos músculos y unos abdominales construidos, por qué no decirlo, a base de horas de estudio perdidas y de algún que otro producto sospechoso. Era mejor ser el capitán de un equipo de baloncesto, fútbol americano, o tan sólo pertenecer al equipo que hacer aeróbic, gimnasia artística o que sólo te gustara como espectador. Había que ser un chico duro al que no le interesaran para nada los escaparates, los complementos o el cuidado del cabello. Lo bueno era fumar porros, y no detestarlos; emborracharte para salir a ligar con cualquiera los fines de semana, y no irte a tomar un café con una ciberamiga –porque además eso era de frikies-; tener un amor platónico al que desear “follárte por todos los rincones de la ciudad”, y no sentir que estás cayendo enamorado de una chica “normalita”. Así que quien tenía en propiedad todas las segundas partes de estas bonitas comparaciones, constituía el elemento típico al que quedaba permitido arrojar cualquier clase de escombro bucal, perfumado con sonrisas y carcajadas amagadas, y lanzado como flecha con viento a favor.

La vida, como las historias

Las historias nunca empiezan donde la primera mayúscula se agarra al blanco del papel, ni acaban donde el punto y final para de forma brusca la tenue voz que a veces incluso ni exteriorizamos. Las historias van más allá de todo, de todos. Se acercan y se alejan. Las historias viven en la nada, y mueren en la inmortalidad de aquello que nunca llegamos a conocer. todo nos parece tan real y tan evidente que no cabe en nuestra mente la idea de que nosotros mismos formemos parte de una historia; de una cualquiera, la que sea; de nuestra propia historia, o de la historia de otros; de la historia del desconocido que nos vió pasar aquella mañana por el portal, o de la historia de la persona a la que amas.

Nos escondemos en el mundo del "Viva, y no conozca lo que vive", en las arenas movedizas de la ignorancia, en la historia que ni si quiera nos hemos detenido a leer. Nos preocupamos por el mañana inmediato, y nos invade la melancolía con lo que vamos dejando atrás, pero nada más. Levantamos banderas en señal de fortaleza, de personalidad, de idealismos, y nos vestimos cada uno de la nuestra para no enseñar que sin ella estamos en pelotas, que de lo que más nos falta es de aquello primero; personalidad.

La vida no son dos días, igual que una historia no empieza ni acaba en un libro, pero nosotros nos encargamos de creérnoslo, de afirmarlo y ratificarlo, de enseñar a los que vienen que todo empieza cuando nosotros queremos, y acaba cuando morimos.

Y así nos va todo; de puta madre hoy, y quizás también mañana. Somos primarios, y encima nos enorgullecemos de ello, o al menos, no intentamos mejorar.

La vida es la vida, y nosotros, por egocéntricos, si cabe, somos dos días de su historia.