miércoles, 18 de diciembre de 2013

Soy quien no soy




El año pasado, los compañeros de Onda Dura Revolution abrieron su nueva temporada radiofónica con un poema de mi autoría. "Soy quien no soy" es el título del trabajo. Aquí os dejo el archivo de audio.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

La mirada de Sirttan Van Veen


Sirttan Van Veen siempre ha lucido la misma mirada, capaz de perderse en la profundidad de lo más insignificante y de, no obstante, contemplar con total normalidad acontecimientos que sorprenderían a cualquier otro. A Sirttan Van Veen no le atemoriza la muerte, porque la muerte no forma parte de su vida. No le aterra el vacío porque a nadie le aterra su hábitat natural. No le inflige una amenaza,  porque no hay mayor amenaza que ser él mismo.

Sirttan Van Veen no cierra los ojos ante el peligro.

No es un hombre valiente, pero en el largo recorrido que representa una vida centenaria encerrada en el cuerpo de un joven que no supera la treintena, Sirttan Van Veen ha experimentado con conciencia e intensidad las situaciones más desgraciadas. Las desventuras fueron inventadas para los mortales, para aquéllos que un día se van y cuyos recuerdos se esfuman. Pero no para personas como Sirttan Van Veen, personas que tienen la obligación de vivir pese a todo.

El gris de sus ojos es la perfecta definición de su enigmática forma de observar lo que sucede ante él; es el desprendimiento de una luz tenue a la vez que cautivadora.

Un viajante que por casualidad compartió algún cigarrillo con él durante una travesía, definió la mirada de Sirttan Van Veen en su libro “El efímero destello” de la siguiente forma:


“Es una mirada cansada que parece vigilar más allá de lo que los demás somos capaces de advertir como potencialmente peligroso. Es una mirada capaz de incrustarse por entre las cicatrices que la aguja de un reloj deja sobre el tiempo y retroceder años y años en apenas una fracción de segundo. Es una mirada que se divide en mil que te rodean, a veces cálidas, a veces gélidas. Son mil miradas que se funden en una sola que te penetra limpiamente hasta profundidades desconocidas.”


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Imagen: MiradaMireia Serra Poch "La Mairei", maireiportfoli.blogspot.com.

domingo, 20 de octubre de 2013

La caminante





Caminabas hacia la puerta

con tu rostro desencajado

y con una lágrima jugando

a ser valiente

y descendiendo perfil abajo.




Caminabas,

pero no creías estar avanzando,

y aunque tus piernas

se movieran,

tu conciencia vivía quieta,

perdida en el recuerdo

de la sangre en el suelo,

del dolor de un puñetazo.




Caminabas con paso dubitativo,

y las sonrisas y miradas

de aquellas fotos de pasillo

se clavaban en tu espalda

como punzones en un corcho.

Y como cuchillo rascando un plato

chirriaban en tus oídos

sus insultos desde el baño,

pero tú no te parabas

y seguías caminando.




Y en tu camino llovía miedo,

pero llevabas botas por si a caso,

y aun si ese miedo te empapara,

pisada a pisada definías tu futuro,

y tu corazón se hacía duro

y te alejabas del pasado,

porque sus gritos venían desde atrás,

un “atrás” que a esa distancia

ya no te alcanzaba con sus manos.




Caminabas,

pero más que caminar

parecías estar planeando,

y de repente el viento

estaba a tu favor

y todo alrededor

pasaba a echarte una mano.

Y quizás esas miradas y sonrisas

en los marcos del pasillo

seguían tras tu espalda acechando

pero algo en tu interior decía:

“¡Camina mujer,

camina hasta el paño,

abre la puerta

y cuando salgas

cierra de un portazo!

¡Y no te despidas!

¡Y no te pares!

¡Por favor, sigue,

sigue caminando!



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Imagen: Foscor, de Eduard Huet Huet





jueves, 19 de septiembre de 2013

Abrazos



Nos separa una mirada,
esa mirada que lanzas
hacia abajo
y cae al suelo
pesada y arañando.
Y en el suelo una maleta
separa nuestros pasos,
y yo quiero abrazarte,
pero en una estación
el “cerca” siempre es lejano,
y aunque yo te imagino
frente a mí
empapada bajo la lluvia
en la noche de un sábado,
tú estás en tu estación
con tu mirada gacha
y tu maleta esperando.

Y yo no hago más
que querer sentir
tu cabeza en mi pecho,
tus manos en mi espalda
y tu espalda entre mis manos.
Pero aunque estamos de pie
en el mismo suelo,
tú comes del invierno
cuando yo bebo del verano,
y tu estación es la que llueve
y yo, en mi noche de sábado,
salgo del portal solo
y solo camino hacia la lluvia
y solo acabo empapado,
asumiendo que
no te mojarás conmigo
y enfriando el deseo

de envolverte en un abrazo.



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Imagen: L'abraçada, de Artur Clua Sarró

lunes, 12 de agosto de 2013

En mis sueños



“Es primera hora de la mañana, y yo me acabo de despertar, aunque no en mi cama. Tengo la sensación de que hay algo nuevo, algo que no suele haber todas las mañanas y que, aunque me causa cierta incertidumbre y nerviosismo, me hace sentir tremendamente feliz. Por dentro soy un volcán que desea estallar en gritos y canturreos, pero sé que no debo porque no todos los ojos están abiertos a estas horas…

Hoy no he dormido en mi habitación, y me dirijo a ella de manera casi instintiva, avanzando ligeramente, sin hacer el menor ruido. El balcón parece una boca abierta de par en par y el Sol entra hasta el pasillo, que queda iluminado como si paredes y techo estuvieran cubiertos de halógenos en su totalidad. Yo me pregunto por qué no me he despertado en mi cama. “¿Me dormiría en el sofá ayer?” Pero no, no puede ser, porque mi camino hacia mi habitación no ha empezado desde el sofá… Claro, que… ¿dónde ha empezado? “Veamos, me he despertado y he sabido que debía ir hacia mi habitación, así que me he levantado y me he puesto a caminar. Pero… ¿Desde dónde?!” No hay respuesta a mis dudas porque no hay dudas que responder, sólo partes de la historia que no existen porque, aunque yo no tenga ni idea, estoy dentro de un sueño.

Por fin llego a mi destino pero la puerta se encuentra cerrada. Mi intuición me dice que en este momento debo de ser sigiloso, casi camaleónico con el silencio, así que me concentro y poso mi mano izquierda sobre el pomo para girarlo lentamente evitando que chirríe. Lo consigo. No puedo verme la cara, pero estoy seguro de que una pequeña mueca de satisfacción acaba de nacer de mi boca y mis mofletes. Todo es oscuro cuando abro, y mis pupilas, que se habían acostumbrado a la resplandeciente luz madrugadora, se golpean con la nada, con la inmensa nada oscura y tenebrosa hasta que mi mano derecha, dando palos de ciego sobre la pared, consigue apretar el interruptor, y de repente todo queda iluminado. No es la misma luz de antes, pero se convierte en una luz especial; una luz que me da una pista crucial para adivinar por qué mi subconsciente me ha llevado hasta ese punto.

Y ahí estás tú. Aun no te he visto, pero sorprendentemente sé que eres ese pequeño bulto revuelto bajo las sábanas, al igual que sé que ese olor a pijama de dibujitos o esos calcetines a rayas también te pertenecen. Sé que si levanto esas sábanas te encontraré ahí, hecha un ovillo, con alguna inocente legaña en la comisura de tus párpados y con los labios ligeramente separados.

Pienso que, llegados a tal punto, no puedo quedarme parado dándole trabajo a la imaginación. No consigo adivinar la razón, o el nexo exacto entre el saber que estás ahí y mi felicidad, y ello me empuja a seguir, a acercarme a ese cuerpecito cubierto del que oigo la frágil respiración sonando como un hilillo musical fino y casi subliminal.

Y antes de que los relojes se den cuenta, ya estoy a medio metro de la cama. Ahora no solo noto tu respiración, sino que la veo. Tu cuerpo se infla y desinfla ligeramente, y las sábanas se alzan y descienden de forma sutil al son del jugueteo entre la inspiración y la expiración. Aun no sabes que estoy ahí, ante ti, a apenas un par de suspiros, a tan solo un par de palabras. Pero sí, tú has venido a introducirte en mi vida, en mi habitación (y aunque aun no lo sepa, en mi sueño), y yo tengo derecho a estar justo ahí observando, si quisiera, eternamente.
Por fin me siento en la cama, y como si fuera un niño, alzo curioso la sábana por la parte de arriba. Tu cabellera rubia se asoma, y me fijo en las formas vertiginosas en que los mechones despeinados caen de tu cabeza al colchón. Acaricio ese pelo atolondrado lentamente, jugando a meter los dedos por los enredos como si tuviera el poder de deshacer algo tan complicado… Y por fin escucho un pequeño ronroneo. El hilo musical de tu respiración se convierte en un infantil bostezo, e inclinas tu cabeza para que tus ojos, aun medio cerrados, se crucen con los míos.

-Buenos días...-me dices con una sonrisa adormilada-.
-Buenos días… -te sonrío yo también-.

Entonces sacas tu mano izquierda de entre las sábanas, me coges de la mano que cinco segundos antes paseaba con atrevimiento por tu cabecita rubia y vuelves a esconder tus ojos en la oscuridad. Y ese, justo ese es el momento en que concluyo que me dan igual la incertidumbre, los nervios, las lagunas, o las dudas sobre el tiempo transcurrido o el nexo entre nosotros dos.

Porque son tu mano y la mia juntas, y eso en mi sueño es suficiente.”



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Imagen: Soñando, de Marco Ortolan

lunes, 5 de agosto de 2013

Tu canción para mí



Tu canción es para mí
un silbido lento,
una nota frágil,
el bramido de
una ola rompiendo
contra los pies de
un niño pequeño
ante una mirada pícara
y una sonrisa grácil.

Tu canción es para mí
un puzle medio hecho,
la lluvia desde un taxi,
un maletín pasajero
en el andén de
cualquier metro
con un nombre en su etiqueta
y una letra escrita a lápiz.

Tu canción es para mí
dos lenguas entre un beso,
un paseo en la sintaxis,
un laberinto imperfecto
e impropio de los cuentos
en el que existe una puerta
que lo pone algo fácil.


Tu canción es para mí
un gusto que casi veo,
un aroma a ratos táctil,
es un “quiero y no puedo”
que tú conviertes en
“puedo y no quiero”
cuando me sales con esa historia
del bufido que tumbó al mástil.

Tu canción para mí es
un tarareo a mil tiempos
que entre mil voces
bebe los vientos
y corre hábil.
Tu canción para mí
trata de un “quizás”
que quiso ser un “todo”
y acabó encarnado en “casi”.

miércoles, 24 de julio de 2013

Un clásico a los veinticinco


Te buscas y no te encuentras. Sabes que estás, pero desconoces dónde... Hubiera sido duro que estuvieras sujeto a embargo, piensas, pero que el objeto embargado hayas sido tú mismo… ¡Es tan cruel y bochornoso…! Solo un cuarto de siglo te has pertenecido, y ahora que era cuando debías construir un camino confluyente con éxitos y lucro te encuentras en una persecución mortífera en la que tu meta es reencontrarte para readquirirte, mientras que la de ellos es que nunca sepas nada de ti, y subsidiariamente, revenderte aun más caro, que para eso tienes veinticinco años y eres, según catálogo, un clásico…


Te buscas y no te encuentras. Sabes que eres, pero desconoces qué eres. El espejo no te refleja, pero se te ocurre pegar la oreja a éste, y de repente te sorprendes escuchándote a ti mismo, como cuando eras un bebé, lloriqueando para que alguien te rescate. 

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Imagen: Frustración, de Marta Martí Grau




lunes, 15 de julio de 2013

Lágrimas de aguanieve



Cuando tú callas mi cama se envenena,
y mis historias son difusas
y mi intimidad es traicionera.
Cuando tú callas mi almohada es de piedra
y mi mundo es un colchón
sobre el que doy vueltas y más vueltas.


Cuando tú gritas me sangran las fuerzas
y vuelan trapos sucios
y la frustración se pone en venta.
Cuando tú gritas la puerta queda abierta
a “para siempres” olvidados,
a que tus “te quieros” no convenzan.


Cuando tú lloras…
Cuando tú lloras me congelas
y tus sollozos son temblores
que remueven parte a parte
cada parte de mi tierra.
Cuando tú lloras tus lágrimas caen lentas
como lágrimas de agua nieve
que de camino hacia tus dientes
brotan, flotan y hielan.

martes, 2 de julio de 2013

El placer por el placer



La primera vez que me masturbé tenía cinco años.

Recuerdo un jardín alborotado en primavera, y un grupo de niños intentando encontrar al único cuyo escondite aun no había sido descubierto. Y ahí estaba yo, camuflado entre unos matorrales arañándome con los pinchos de los rosales y tiñendo de marrón mis pantalones por la parte de las rodillas. Ahí me encontraba, observando casi a ras de suelo los pies de mis compañeros de juego pasando a no más de un metro de mí. Unos piececitos que unas veces se seguían entre ellos por parejas en fila india y levitando coordinadamente de manera sigilosa, y que otras veces avanzaban y retrocedían dispersos, o más bien desesperados a causa de sus intentos fracasados por toparse conmigo.
¡Oh, cielos! ¡Era algo realmente excitante! Aquel chico del que los demás solían burlarse en clase era en ese momento el motivo principal de que una jauría infantil chillara su nombre y corriera de un lado a otro buscándolo como si de ello dependieran sus vidas. Aquel “gafotas” que siempre acababa sin almuerzo, con sus lápices de colores rotos en pedazos, o sin cordones en los zapatos, tenía el poder en aquel momento : un poder interior que ni si quiera él mismo había experimentado hasta ese momento; un poder secreto. Y es que aquel niño era capaz de ver a los demás sin que los demás pudieran verlo a él. Tenía el don de la invisibilidad… Recuerdo que en aquel momento me vino a la cabeza la imagen de mi padre sentado en su butaca con el periódico en mano y sentenciando con una de esas típicas frases que solo un padre puede decir: “Hijo, cuando seas mayor, si quieres llegar a ser una persona buena, tendrás que lograr ser transparente”. ¡Si mi padre lo hubiera visto…! ¡Ni si quiera había hecho falta hacerme mayor para saber ser transparente! Simplemente había necesitado un par de matorrales que me taparan, y una voluntad resistente a prueba de pinchazos y arañazos.
La sangre corría rápida y caliente de arriba abajo y sentía que el corazón se me iba a salir. Sin embargo, no podía abrir la boca ni salir de aquel escondrijo aun. No podía dejar que me vieran, no tan fácilmente. Y fue entre una mezcla de inquietud controlada, control excitante y excitación inquieta  cuando de repente esa cosita de ahí abajo que hasta ahora solo me había servido para hacer pipi pareció responder y se puso ancha como aquellas croquetas de jamón que tanto adoraba, larga como los palillos que mi madre usaba para limpiarme los oídos, y dura como los tubos de pegamento que mis compis usaban para pegarme papeles en la mochila. No era la primera vez que sucedía: algunas mañanas, cuando mi madre me despertaba, aquella cosita también había parecido crecer durante la noche. Cuando eso pasaba, concluía que era una especie de castigo de mi cuerpo por haber comido demasiadas chucherías el día anterior, o por haber robado embutido de la despensa a hurtadillas. Nunca, nunca hasta ese momento la cosita se me había puesto dura en público.

Así que, no entendiendo qué estaba pasando, y previendo que por culpa de ese bulto “extra” alguien podría descubrirme, empecé a empujarlo con ambas manos hacia mis muslos por fuera del pantalón. Ejercía presión como si mis manos fueran las de un fisioterapeuta y “eso” fuera una enorme contractura que debía desaparecer del mundo. Pero era imposible, aquello no bajaba. Seguí presionando sobre mi miembro, a veces contra mi muslo izquierdo, otras contra el derecho, y otras contra ambos, pero parecía que no funcionaba. Entonces pensé que quizás lo estaba frotando demasiado despacio, por lo que decidí aplicar a esa presión algo más de velocidad.
¡Oh, sí! Y ahí estaba yo, escondido entre unos matorrales masturbándome por primera vez sin saberlo.

No empecé a sentir esa especie de “mono” de continuar hasta el orgasmo hasta que, efectivamente, hice que mis dedos fueran más veloces. Pero yo no sabía qué era un orgasmo. Ni si quiera sabía que al final de todo ese ejercicio iba a obtener una grata recompensa,  puesto que de haberlo sabido, quizás hubiera empezado a practicarlo tanto tiempo antes que mi memoria no alcanzaría a retener tan detalladamente la imagen de “mi primera vez”.
Sin embargo, en aquel momento se producía una especie de contradicción entre mi mente y mi cuerpo; entre mi escaso raciocinio y mi alto instinto animal. Y es que pese a que deseaba que eso bajara de una vez por todas, ya no me tocaba con esa finalidad. La realidad era que había un niño en aquel jardín que por primera vez estaba sintiendo la curiosidad sexual. Ni el primer ni el último niño al que le pasara aquello. Pero claro… Ese tipo de información, al igual que el verdadero origen de los Reyes Magos o que el destino de los muertos, quedaría vedado hasta unos cuantos años más tarde. 

¿Sabéis? Aun soy capaz de escuchar las voces de mis compañeros llamándome, intentando sobornarme a grito pelado para que saliera a cambio de darme parte de su merienda, o de jugar con ellos a las primeras consolas lanzadas al mercado. Y, si queréis que os diga la verdad, estuve tentado de hacerlo, dado que aquello ya empezaba a darme miedo.
Pero todo en aquel momento formaba parte de un círculo vicioso (nunca mejor dicho) en el que cualquier estímulo, emoción o sentimiento acababa desembocando en el mismo lugar de mi cuerpo. Con ese miedo mi sistema nervioso se disparó, el corazón parecía dispuesto a romper mi caja torácica y salir por piernas de mi cuerpo, y mi respiración iba acelerándose por segundos. Mi mente estaba perpleja y asustada a la vez, pero mis manos funcionaban solas como los pies cuando uno camina. Recuerdo la calentura en mis mofletes, y un pequeño hilo de baba cayendo por la comisura de mis labios. Y recuerdo pensar: “¡No! ¡Esto voy a pararlo como sea!”. Efectivamente, me dije que ese bulto no debía seguir ahí y que tenía que ser extirpado de mi cuerpo. ¿Qué más daba si no lo tenía para hacer pipi? La verdad era que odiaba tener que ir al baño, así que no me importaba no volver a sentir la necesidad de mear.
Así que tras pensármelo de manera no muy meditada, y ya en la cuenta atrás, decidí desabrocharme el botón del pantalón, bajar la cremallera y sacar el miembro a un lugar donde pudiera verlo para cortarlo. No sabía exactamente cómo acabaría todo, pero sentía que debía darme prisa, porque de lo contrario algo iba a pasar. Incluso llegué a creer que la pilila me explotaría y que me llenaría toda la ropa de salpicones de sangre (lo sé, algo contradictorio teniendo en cuenta que me la quería cortar yo mismo. Ya sabéis, cosas de niños...). Nunca antes mi cuerpo había reaccionado así. Supongo que debí sentirme como una mujer salvaje a la que nadie le ha explicado qué es el embarazo, y que de repente se encuentra con un bulto que crece y crece en su cuerpo sin que nadie pueda evitarlo. Esa mujer, como en aquel momento yo, presentiría que al final algo iba a suceder, y probablemente presentiría aproximadamente cuándo iría a suceder. Pero no sabría asegurar a ciencia cierta qué iba a suceder.
Por tanto, yo, conocedor de que algo estaba a punto de sucederme, saqué eso hacia afuera, pero, para mi fortuna, no llegué a tiempo, pues justo cuando estaba liberando al pajarito de su jaula, el roce con la fría cremallera provocó un estallido. Pero no un estallido de los que yo me imaginaba, sino otro totalmente diferente. De repente sentí que me flojeaban las piernas y que mis ojos se cerraban automáticamente. Sentí cómo mis manos ponían la quinta marcha en el último instante y como de repente un placer nuevo para mí explotaba en mi interior. No era el placer que se sentía al comerse un buen plato de macarrones de mamá, ni el que se experimentaba cuando uno se tiraba a la piscina en verano o lo llevaban al cine en invierno. No era la satisfacción que uno obtenía de levantarse un sábado sin tener que ir al colegio, o cuando uno se tiraba un buen pedo. No: era algo inexplicable para mí. Algo tan perfecto que no podía ser bueno. Un ejercicio que empezaría a practicar con regularidad, pero que quedaría guardado en un profundo secretismo. Nadie nunca debería enterarse de aquello.


Aun me faltaban unos años para poder definir con cierta lógica la palabra “sexo”, y quizás unos cuantos más para practicarlo (muchos más para hacerlo también con cierta lógica), pero aquel día descubrí que mi padre tenía razón con aquello de que uno debía aprender a ser transparente. Por supuesto, a partir de aquel momento decidí ser transparente, por lo menos, dos o tres veces por semana, pues había descubierto que tenía la capacidad suficiente para hacerlo sin necesidad de esperarme a ser mayor, y porque habiendo degustado por primera vez el placer por el placer, no pensaba echar a perder la oportunidad de, en algún aspecto de mi vida, ser un niño feliz cuando a mí me diera la gana.

viernes, 18 de enero de 2013

El momento en que me besas



El momento en que me besas,
el instante en que tus labios
me atraviesan
por detrás y por delante,
por los lados,
por la temblorosa comisura
de mis labios.

El segundo en que penetra
tu aliento entre lo abierto
y lo cerrado,
y va haciéndose un hueco
sin quererlo, y deseando
chocar contra mi ego,
y ahogar historias del pasado
paseando un aire fresco
que me excita lentamente
mientras me pregunto: “¿Qué hago?
¿Te digo que te quiero
o te digo que te amo?



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Imagen: "El beso", Fran Galán, www.elinframundo.blogspot.com