sábado, 2 de junio de 2012

Excusas

                                                                         Capítulo 4.
ÉL.

Cuando el revisor profirió aquella frase después de comprobar que la buena e inocente ciega había adquirido un billete para ancianos para pagar menos, una quincena de personas explotaron en risas y carcajadas. Todo aquello no estaba hecho para que la mujer se sintiera ofendida; sólo era una cura de humildad. Pero me encantaba.

La pobre ciega enrojeció, más de furia que de vergüenza. Palpó con sus manos al revisor para saber exactamente dónde estaba, se levantó de su asiento y, para sorpresa de todos los allí presentes, le soltó tal bofetón al trabajador que éste perdió el equilibrio y cayó sobre una mujer que se encontraba tranquilamente sentada, con la mala fortuna de que sus reflejos provocaron que sus manos se colocaran en posición amortiguadora, atropellando éstas al generoso escote de la treintañera, que sólo pudo ver como aquel hombre chocaba contra ella. Y la mujer, advirtiendo que el hombre le había desgarrado la camisa dejando al descubierto toda su delantera, empezó a darle puntapiés para que éste se levantara (aunque ello no fuera a arreglar para nada el problema de sus florecidos pechos), medida que le funcionó, dado que el revisor se alzó como buenamente pudo, con las piernas temblorosas e intentando pronunciar palabras de perdón, impedidas por el extremo tartamudeo que la situación le provocaba.



ELLA.

Cuando le di aquel bofetón al que creía un mocoso que intentaba colármela, el ambiente pareció teñirse de un clima variado de carcajadas y suspiros de sorpresa. Pensaba que debían haberlo planeado todo cuando me coloqué los auriculares, aprovechando que ni mi vista ni mi oído les prestaban atención. Y ciertamente debo admitir que por la voz de aquel hombre supuse que se trataba de una broma de mal gusto, acrecentada mi suposición por el atrevimiento de llamarme vieja.

Sí, fue entonces cuando puse en cuarentena la precaución, adiviné con el tacto la posición de su cuerpo, me levanté, y le planté en la cara tal guantazo que el sonido del impacto se me antojó semejante al de un petardo defectuoso.

Tras esta acción, decidí hacerle saber quién era su madre, aunque en realidad, me cuesta recordar (por aquello de los nervios) cómo lo hice.



ÉL.

- ¡Hijo de puta! –recuerdo que gritaba la ciega- ¡Vieja se lo vas a llamar a la madre que te parió!

La mujer seguía levantada, sosteniendo su bastón con la mano izquierda y alzándolo por los aires poniendo en serio peligro las cabezas de quienes se encontraban cerca, que podían convertirse de un momento a otro en una piñata al servicio de la invidente. Así que con todo ello (comentando también el pequeño detalle de que la mujer intentaba adivinar la posición del pobre revisor para, probablemente, arrearle algún que otro garrotazo) los hombres de seguridad procedieron a agarrarla cada uno de un brazo. No obstante, ella seguía resistiéndose, dando patadas al aire y lanzando improperios por doquier.

-          ¡Somos agentes de seguridad señora! ¡Cálmese o tendremos que esposarla a la fuerza!

-          ¿Está usted loca señora? ¡Que se calme ya, coño!


Y cuando hubo recibido los consejos sugeridos por aquellos hombres pareció como si de golpe empezara a entender qué sucedía. Quizás, escuchar dos voces genuinamente masculinas le hizo reflexionar.

Todos quedamos a la espera. ¿Qué diría ahora?



ELLA.

Aquellas voces no eran las de dos jóvenes. Me quedé algo consternada, sorprendida. Juro que estaba segura de que aquel hombre al que abofeteé era uno de aquellos adolescentes que se burlaban de mí.

De nuevo escuché al revisor, cuya voz había engañado a mis sentidos.

-          Se,se, señora, usted ha, ha, ha comprado un billete para ancianos.

Entonces lo entendí todo. Entendí tanta amabilidad, tanta buena educación. Entendí las ansias por querer ayudar de aquel pequeño cabrón.