martes, 6 de abril de 2010

Historia de una prostituta 13


Roberto Linares cumplía ese día nada más y nada menos que veinte años en activo como detective privado. Durante los cinco primeros, estuvo al servicio de A&A (Action Reaction), cuyo dueño era un criminalista inglés que había descubierto a finales de los años ochenta que el Estado español era una mina de oro en lo que respecta a la seguridad y espionaje privados. Así, el susodicho personaje consiguió aposentar su galantería anglosajona en la ciudad Condal, adquiriendo un local en la Avenida Diagonal, cercano al Paseo de Gracia, donde se pasaba la mayor parte del tiempo platicando con la gente de avanzada edad, decía en tono bromista, para aprender el catalán (tenía destreza en el arte del habla castellana, en gran parte gracias a que su madre era de origen argentino). Pero nada había que reprocharle a Sir James Jackson, pues para la sorpresa e incredulidad de todos los del gremio, su pasividad elegante y su tranquilidad señorial eran un arma de la que pocos objetivos se escapaban. Dicho de otra forma: en los cinco años en los que Roberto había donado su esfuerzo bajo las órdenes de James Jackson (y, por qué no decirlo, para el propio James Jackson), nunca una investigación quedó en el aire sin solución alguna. “La confianza y la tranquilidad ponen nervioso al secreto, amigo Linares”, le dijo en una ocasión. Huelga decir que el trabajo de sus súbditos era imprescindible, pero al fin y al cabo, quien ponía la guinda al pastel, quien daba la cara y quien se reía de las trampas, era él.

Cuando Roberto adquirió cierta experiencia (y una pequeña cantidad de dinero que, en calidad de único sobrino, le había dejado su tía al morir), decidió construir su propio nido. Se instaló al principio en un pequeño local situado en el barrio de Sants, donde principalmente, él y un recién licenciado, se encargaban de los casos que en A&A sobraban. Por tanto, durante los primeros tiempos de su carrera en solitario nunca dejó de sentirse el encargado de una filial de A&A, aunque ello le benefició grandiosamente, pues constituyó una forma de hacerse publicidad basada en su propio trabajo, y no en un simple anuncio en un periódico. “La gente está contenta contigo Linares. Yo lo veo, y cuando me dan las gracias por el trabajo realizado por supuesto les digo que todos los méritos son de una pequeña empresa llamada Halconais y llevada por un joven detective con mucho futuro”. Halconais fue el nombre elegido para su pequeña empresa, y el origen del término no era más que el nombre del ave rapaz más rápida junto a la castellanización fonética de la palabra eyes, cuya verdadera traducción es ojos. Y dicha denominación no fue fruto de cavilaciones concluidas en una decisión pedante, sino que fue un mero acto de traspaso del apodo extraoficial que con su rápido, minucioso y eficaz trabajo había adquirido (Halcón). Nadie tenía duda de que si había alguien en Barcelona que se asemejara a James Jackson, ese era Roberto Linares.


Pero desde que empezó con Halconais habían pasado ya unos quince años, y a día de hoy sus métodos y resultados eran conocidos por todos los de su gremio. Roberto Linares trasladó su empresa a un local más amplio, y contrató en el año 2001 a Elisenda Bargas, criminalista y ex policía nacional, mujer sencillamente dura, dura de pelar que junto a Marco Maluquer (persona de confianza de Roberto con quien había trabajado desde la apertura de Halconais, y desde que el chico se acababa de licenciar) y Mía di Mora (secretaria que tuvo que contratar forzosamente debido a la gran cantidad de papeleo que allí se manejaba a las anchas del desordenado azar), formaban un equipo de competencia considerable.


Roberto Linares tenía cuarenta y cuatro años, pero lograba mantener un buen tipo corriendo tres cuartos de hora cada mañana y braceando unos diez quilómetros en la piscina durante los fines de semana. No era un amante del deporte, pero se sentía bien cuando lo practicaba. Además, sabía que un bonito cuerpo de perfil sano ayudaba bastante en la búsqueda de compañía de calidad (aunque podría perfectamente cambiarse la palabra búsqueda por la palabra atracción, dado que pocas veces era Roberto quien andaba tras un objetivo. Para eso ya tenía su trabajo, pensaba) .
Roberto era bisexual, cosa que acabó de confirmar cuando se enamoró por completo de Carlos Prieto (informático argentino, su pareja hasta hacía un año). Aquel amor le costó su matrimonio, del que había nacido Paula hacía dieciséis años. Por tanto, el último año había sido para Roberto una etapa de necesaria soledad en su vida. No deseaba volver a compartir su vida con nadie, salvo con su hija, con quien convivía de manera ordinaria y según lo pactado en el convenio regulador una semana al mes, y de manera extraordinaria, alguna noche en que ella y su madre discutían. Paula se llevó una gran decepción cuando Roberto le anunció que su relación con Carlos había terminado, lo cual sorprendió bastante al padre: sabía que Carlos se había portado con ella como un tío (de hecho, tenía constancia de que seguían quedando para tomar algo alguna tarde), pero teóricamente ella debería de ayudar a su padre a que éste fuera feliz, o si más no, intentar comprenderlo. Sin embargo, desde que un año atrás Roberto dejare a su pareja, su hija se había mostrado cada vez más distante, hasta el punto de reducir el número de días de convivencia con su padre. Roberto y su ex mujer tenían una relación agradable, de manera que a él no le importaba que Paula se quedara en casa de su madre. Pensaba que ella ya empezaba a tener cierta edad para decidir qué quería, y no le gustaba para nada obligar a su hija a hacer algo sólo por mandato de padre. No era motivo suficiente, pensaba. Eso no significaba, de todas formas, que a él no le hiciera daño que su propia hija se negase a verlo, y por ello intentaba achacarlo a los típicos cabreos de la edad adolescente, aunque sabía que no era así, que algo sucedía.





Roberto llegó a la oficina y saludó a Mía, que respondió al saludo con su permanente tono alegre. Mía tenía veinticinco años recién cumplidos cuando aterrizó en Halconais medio lustro atrás. Era una mala época para ella, y un gran momento para la empresa. Por eso Roberto le propuso tan rápidamente un puesto de trabajo que Mía aceptó con igual rapidez. Mía era una de las personas más escrupulosas con su trabajo que Roberto había visto jamás, y eso, pese a llegar a ser en ocasiones molesto y enfermizo, les había permitido por fin tener un fichero en condiciones, unas estanterías ordenadas por años, meses y días (y dentro de los mismos, si habían documentos del mismo día, por orden alfabético), e incluso un archivo digital donde podían encontrar por nombre o por fecha dónde se encontraba cualquier documento que ellos hubiesen trabajado. Por tanto, los beneficios superaban a los perjuicios que suponían el sistema de trabajo de Mía di Mora.

- Marco te está esperando en tu despacho. –dijo Mía-.
- Vaya… ¡Con que esas confianzas tenemos eh! ¿Puedo entrar directamente o tengo que pedirte que le avises? –Roberto le sonrió y se marchó directamente hacia su despacho- Por cierto Mía, ¿qué sabes de Eli? Ayer la estuve llamando y no me cogió el teléfono.
- Hablé con ella ayer por la mañana, a primera hora, y me dijo que te avisara de que se pasaría por tu casa el martes, que según mi calendario… ¡Es mañana! – Mía solía conservar en todo momento un punto gracioso que la caracterizaba. Roberto adoraba su acento italiano. Alguna vez se había preguntado cómo debía ser Mía en la cama-.
Roberto contestó:
- ¿Y tenía que ser un martes? ¿No podría pasarse un sábado después de cenar?
- Venga Rober, tú y yo sabemos que Eli no te da cancha… ¿Qué pasa? ¿Que tu joven secretaria no te atrae? – Ambos se echaron a reír-.
- ¿Te dijo al menos que tiene entre manos? –Preguntó Roberto con un tono algo más sereno-.
- Bueno, lo único que me dijo fue que tenía que hacer trabajo de campo. Asuntos de drogas.
- Vale, pues espero que me diga algo pronto… No la voy a estar esperando toda la vida… -Mía soltó una carcajada-.


Roberto dio un par de toques a la puerta de su despacho con los nudillos, y entró sin esperar a que su compañero le diera permiso. Vio a Marco en su sillón leyendo el periódico mientras sostenía una taza de café con su mano derecha.
- ¡Qué hay Marco!
- Hola Rober. –Su saludo no pareció demasiado animoso-.
- ¿Ocurre algo?
- Podría decirse que sí… ¿Recuerdas a Patricia Casas?
- Em… Sí, su padre nos contrató para averiguar dónde estaba. Averiguamos que se estaba prostituyendo.
- Hoy he llamado al número de teléfono que su padre nos facilitó, y desde el que nos llamaba a nosotros, y parece que se ha dado de baja.
- Vale… Te haré dos preguntas. La primera: ¿Qué más da que ese hombre se haya dado de baja? Es algo que mucha gente hace. Y la segunda: ¿Por qué narices lo has llamado?

Marco tomó el periódico y buscó una noticia en él. Dobló las hojas y acercó el titular a los ojos de Roberto.

El título decía “Adolescente apuñalada mientras practicaba ilegalmente la prostitución”. Roberto miró la instantánea que acompañaba al titular, y que había sido extraída de un video registrado por alguna cámara de seguridad de alguna caja de ahorros cercana.




Sin duda era ella. Era Patricia Casas.


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Primera Imagen: Azul... El detective azul, de Hal Emmerich.

Segunda Imagen: Despacho, de Ralf Pascual Izarra.

Tercera Imagen: Papel Periódico, de Lorena Emmerich

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