Me levanté de la cama. No era la mía. Me rodeaba el color blanco leche y el olor a esa especie de filtro higiénico y sano que los hospitales desprenden. Me sentía algo aturdido, pero bien. Incluso apoyé los pies en aquel suelo y caminé, yendo y volviendo en un radio de un metro.
Era sospechosamente sorprendente estar de repente allí, como si un intervalo de tiempo se hubiese escapado a mis sentidos impidiéndome ser consciente de por qué me acababa de despertar en una de aquellas horribles habitaciones decoradas con blancos y azules hipócritas, y mirando un horizonte de fábricas que se divisaba desde la ventana de la habitación, me pregunté por qué no me encontraba en mi casa, sentado en el sofá viendo la tele, preparando la cena o fumándome un cigarro en el balcón.
Quise comprender que algo me tenía que haber pasado, y rápidamente me desnudé para encontrarme alguna herida, cualquier huella de una operación, pero lo único que hallé fue la rugosidad de mi piel, si bien algo más paliducha de lo normal.¿Habría tenido entonces un ataque cardiaco? ¿ O una bajada de tensión? ¿ Me habría quedado dormido en el sofá de mi casa siendo todo aquello parte de un enigmático ssueño?
Por más que lo intentaba no entendía nada. Sin embargo, ello no ocultaba en absoluto la sensación enérgica que emanaba de cada por de mi piel. Tenía ganas de todo, y la luz del Sol, que se aparecía insinuante entre las cortinas, invitaba a mis sentidos a salir de esa habitación y caminar. Recordé en esos momentos el día en que mi hija nació.También el Sol salió vestido de gala aquella mañana para asistir al acontecimiento más importante de mi vida. Recordé cómo cogí a ese peluche de 3'2kg, y le dije mientras lo acercaba a los cristales de la ventana: "Mira mi amor, este es el mundo que te espera". Ella no abrió los ojos, sólo se limitó a mover dulcemente su cabecita. Incluso confié en que me mirara.
De repente, cuando mi sentido común andaba ya en la pérdida más laberíntica del embobamiento, me cercioré de un ruido provinente del pasillo. La puerta, entonces, se abrió despacio, lentísimamente, y la figura del doctor dio paso luego a la de mi esposa. Lloraba.Pasó a veinte centímetros de mí. No me miró. Se agachó a la altura de la cama,y pareció derrumbársele la vida.Su rostro devino una carcasa, un dique desbordado por su cima. Era más la sal que el líquido contenido en aquellas lágrimas, o eso parecía adivinarse de sus desgarradores gritos, de sus descoordinados gestos.
Fue en ese momento cuando otra figura entró a la habitación. Era mi hija. La vi dirigirse hacia mí y abrazarse a mis piernas, lugar más alto al que su lustro alcanzaba. Por sus ojeras, era notorio que había padecido un llanto prolongado. Con mis manos acaricié su cabellera rubia y sus hombros de juguete. Entonces una vocecita apagada como nunca nació de entre sus labios, formulando unas pocas palabras que acabaron de condenarme a la más angustiosa incomprensión: "Papá, mamá no me hace caso".La miré y exclamé algo de lo que mi memoria no se apropió. Después no pude más que acercarme a la cama sobre la cual mi mujer había caído desmayada y estaba siendo atendida. Vi mi cuerpo bajo el suyo, mis caídas manos junto a las suyas, mis ojos apagados. Ya veía los golpes en el rostro de ese cuerpo; ya veía la ropa rota, las piernas destrozadas, ya veía las máquinas que me habían intentado sujetar a la vida, porque ahora comprendía que había muerto.
- ¿Qué te pasa papá? ¿A tí tampoco te habla mamá?
Era sospechosamente sorprendente estar de repente allí, como si un intervalo de tiempo se hubiese escapado a mis sentidos impidiéndome ser consciente de por qué me acababa de despertar en una de aquellas horribles habitaciones decoradas con blancos y azules hipócritas, y mirando un horizonte de fábricas que se divisaba desde la ventana de la habitación, me pregunté por qué no me encontraba en mi casa, sentado en el sofá viendo la tele, preparando la cena o fumándome un cigarro en el balcón.
Quise comprender que algo me tenía que haber pasado, y rápidamente me desnudé para encontrarme alguna herida, cualquier huella de una operación, pero lo único que hallé fue la rugosidad de mi piel, si bien algo más paliducha de lo normal.¿Habría tenido entonces un ataque cardiaco? ¿ O una bajada de tensión? ¿ Me habría quedado dormido en el sofá de mi casa siendo todo aquello parte de un enigmático ssueño?
Por más que lo intentaba no entendía nada. Sin embargo, ello no ocultaba en absoluto la sensación enérgica que emanaba de cada por de mi piel. Tenía ganas de todo, y la luz del Sol, que se aparecía insinuante entre las cortinas, invitaba a mis sentidos a salir de esa habitación y caminar. Recordé en esos momentos el día en que mi hija nació.También el Sol salió vestido de gala aquella mañana para asistir al acontecimiento más importante de mi vida. Recordé cómo cogí a ese peluche de 3'2kg, y le dije mientras lo acercaba a los cristales de la ventana: "Mira mi amor, este es el mundo que te espera". Ella no abrió los ojos, sólo se limitó a mover dulcemente su cabecita. Incluso confié en que me mirara.
De repente, cuando mi sentido común andaba ya en la pérdida más laberíntica del embobamiento, me cercioré de un ruido provinente del pasillo. La puerta, entonces, se abrió despacio, lentísimamente, y la figura del doctor dio paso luego a la de mi esposa. Lloraba.Pasó a veinte centímetros de mí. No me miró. Se agachó a la altura de la cama,y pareció derrumbársele la vida.Su rostro devino una carcasa, un dique desbordado por su cima. Era más la sal que el líquido contenido en aquellas lágrimas, o eso parecía adivinarse de sus desgarradores gritos, de sus descoordinados gestos.
Fue en ese momento cuando otra figura entró a la habitación. Era mi hija. La vi dirigirse hacia mí y abrazarse a mis piernas, lugar más alto al que su lustro alcanzaba. Por sus ojeras, era notorio que había padecido un llanto prolongado. Con mis manos acaricié su cabellera rubia y sus hombros de juguete. Entonces una vocecita apagada como nunca nació de entre sus labios, formulando unas pocas palabras que acabaron de condenarme a la más angustiosa incomprensión: "Papá, mamá no me hace caso".La miré y exclamé algo de lo que mi memoria no se apropió. Después no pude más que acercarme a la cama sobre la cual mi mujer había caído desmayada y estaba siendo atendida. Vi mi cuerpo bajo el suyo, mis caídas manos junto a las suyas, mis ojos apagados. Ya veía los golpes en el rostro de ese cuerpo; ya veía la ropa rota, las piernas destrozadas, ya veía las máquinas que me habían intentado sujetar a la vida, porque ahora comprendía que había muerto.
- ¿Qué te pasa papá? ¿A tí tampoco te habla mamá?
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Imagen: Fantasma sereno, de Lorena Emmerich
Estremecedor post... hace llorar un viernes... pecador! un abrazo crack!
ResponderEliminarEspero que eso no sea lo que nos espera despues de la muerte...
ResponderEliminarSaludos
Me ha gustado. Me ha sorprendido el giro inesperado del relato. Muy bueno.
ResponderEliminarBesos selváticos.