La serpiente se detuvo, abrió sus puertas y, cual flor carnívora, esperó con sutileza a sus presas. Se terminó de consumir aquel pitillo en su mano, y sus sentidos volvieron a coordinarse. Subió, y cuando ya no quedaba nada que hacer, cuando ya no había marcha atrás, el animal de hierro cerró velozmente sus puertas no antes de exteriorizar su satisfacción mediante aquel rugido onomatopéyico naciente de la sensación causada por el olor del manjar, por la captación del aura perfumada de la golosina derretible al tacto con la lengua.
El reptil emprendió su camino, y Él, como un animalillo abandonado a la suerte y a la teoría de la probabilidad según la cual un elemento injerido puede producir reacciones negativas en un ser – indiquemos que “negativas” en este caso podrá significar “eméticas, fecales, o si a caso expectorativas”- se sentó, sé acomodó y esperó. Bajo dicha teoría, podría darse la suerte de que Él fuera expulsado del cuerpo del reptil antes de notar la falta de oxígeno (el cuerpo del animal podría no tolerar dentro suyo un elemento huesudo, de difícil digestión). O sin embargo, y esta opción era la más probable, debería esperar y/o arrodillar sus esperanzas frente a la cruda realidad: morir asfixiado si no lo hiciera antes abrasado por el calor interno de la bestia.
Conociente de la que podría llamarse “la teoría del humano dentro del tren”, Él decidió esperar a la asfixia sentado, gastando la menor energía posible.
Patricia era su nombre, y un cabello oscuro y ondulado el vestido de sus hombros y sus pechos. No existía la ley de la gravedad para unos párpados privados de esconder sus ojos bañados de un tono verde que hacían creer que aún actualmente existen las maravillas. Sus labios parecían haber sido rescatados de películas como La tentación vive arriba o Los caballeros las prefieren rubias, aunque ciertamente, Él estaba seguro de que esas dos medias lunas contrapuestas y teñidas de rojo carnoso –color que en ocasiones sufría una mutación hacia tonalidades de ensueño pasional- no tenían nada que envidiar a los maquillados labios de la artista que encarnare el papel de protagonista en ambos films.
Se veían los fines de semana, normalmente los sábados por la noche, cuando ya todo el mundo difuminaba la visión de sus vidas a base de tragos y eran incapaces de acertar a observar detenidamente, de atinar al juzgar cualquier obviedad ante ellos plantada. Él salía de su casa a eso de las diez de la noche, y aguardaba a unos metros del portal imitando a quien habla con un amigo por teléfono móvil. En ocasiones –rectifiquemos: en la mayoría de ocasiones-, cuando bajaba las escaleras, se detenía en el primer piso, y centraba su sentido del oído en la puerta de su casa, de donde una voz de pequeño demonio angelical surgía en forma de frases como “Mamá, hoy me voy con la Susana y todas estas. ¿Puedo llegar a la una, porfi?” o “¡Acordaos de que esta noche me quedo a estudiar en casa de la Ángela!” Era entonces cuando sabía que ella no tardaría mucho en bajar; todo dependería de si tenía que arreglarse para, supuestamente, salir con las amigas, o de si sólo hacía falta que se pusiera vestimenta de día a día.
No podían permitirse fallo alguno, pues el más mínimo despiste podría traer consigo consecuencias que, pensadas desde la más fría objetividad, a él le arrancaban su moral a mordiscos. La forma de proceder era siempre la misma: ella salía del portal, y él, atento cual águila que espera el momento para cazar a su presa, la seguía dejando unos diez metros de distancia; diez metros que le separaban de aquellas curvas recién moldeadas y aquellos pechos aún suaves por lo corto de su vida; diez metros que no eran más que diez minutos de disimulo hasta llegar al coche de Él -aparcado estratégicamente en la esquina de una calle repleta de tiendas a esa hora ya cerradas, lo que provocaba un adecuado paisaje desierto- y huir de allí; diez metros que Él prefería guardar con tal de que aquello no acabara nunca.
El vehículo, querido cómplice, se abría para que ambos entraran, y luego se ponía en marcha. Él, desde su asiento, no podía combatir contra la tentación de espiarla por el retrovisor, y entonces advertía con devoción cómo sus pequeñas nalgas, apretadas en ese pantalón de estrecha cintura, se arrastraban desde la parte diestra hasta el rincón siniestro del coche, y era en ese justo momento cuando ambos estaban situados en el mismo bando, ambos en la misma mitad del mundo, inspirando el mismo aroma a pura lujuria, bebiendo del mismo aliento a incondicional deseo. Aquellos diez metros quedaban en el olvido cuando su voz penetraba el sentido de éste, a veces con frases tontas de una niña, a veces con palabras tiernas de de una adolescente, o a veces con un tentador “¡Hoy estoy muy caliente…!” acompañado de una voz hecha a pinceladas de un susurro congelante.
Él poseía un local a las afueras del pueblo; era una pequeña sala de veinte metros cuadrados, con una cama, un escritorio, un baño y una nevera, donde solía pasar las noches antes de un examen. Sólo distaban quince minutos en coche, pero el paso del tiempo y la acumulación de recuerdos e ilusiones provocó la autocorroboración de estar dispuesto a viajar durante horas si ello fuese necesario para ver de cerca el verde de sus ojos y sentir sus sexos apretados y enfrentados en una lucha de donde ambos salían siempre vencedores.
Todo era posible con ella. Una niña en el cuerpo de la madurez reciente y un hombre perdido en el camino por reencontrarse a sí mismo se hacían uno sólo cuando se cubrían enteramente con las sábanas mágicas que les permitían hacerse invisibles dentro del mundo, y convertirse en carne y sujetos lascivos dentro de SU mundo. Ella lo impregnaba de aquella dulzura infantil que Él deseaba y necesitaba con ansia, al mismo tiempo que Él creía darle toda la pasión y el amor que nunca había podido dar a nadie. Su miembro devenía un dulce que ella saboreaba con pasión, a la vez que Él se sumergía en el mar de unas ingles inquietas por conocer cada semana el significado de lo prohibido, por descubrir sábado a sábado la luz en la oscuridad, por destapar esos rincones y sombras de los que nadie le había hablado. Ambos se entendían sin mediar más palabras que ciertas onomatopeyas imposibles de definir, se escuchaban sin oír, y se hacían el amor sin ni si quiera saber qué era o cómo encontrarlo. Simplemente se dedicaban a reconocerse como seres y a buscar uno en el otro aquello de que se encontraban faltos.
“¿Por qué dejarlo? ¿Por qué satisfacer la tranquilidad de los demás en perjuicio mío? ¿Por qué ofrecer en bandeja de plata la victoria a la hipocresía? ¿Por qué decirle a Patricia que es demasiado joven para mí, si desde su juventud yo he conseguido alcanzar la mayor madurez de toda mi vida? ¿Por qué mentirle diciéndole que no la quiero y que debe buscarse a alguien de su edad, si la pasión nunca ha dependido de números ni de años? ¿Por qué creer que no volviendo a verla voy dejar de sentirla, de adorarla, de imaginarme su cabello en mi pecho, mis manos perdidas en su cuerpo y las suyas haciéndome viajar, volar? Estoy hastiado, hastiado de todo y de todos. Hastiado de aparentar ser no siendo, de la pobreza interior de los seres y de las limitaciones morales, éticas, y por qué no, absurdas. Estoy cansado de los rumores, de los diceres, de la falta de comprensión. Cansado de saber que no puedo mostrar que la quiero en otra parte más que en la luz del nosotros y en la sombra del mundo.”
Deseaba huir con ella. Huir como huyen las aves del mal tiempo o como huye la gota de la nube. Huir, puestos a comparar, como huyó Humbert con Lolita. Ella era suya, de Él; ella era Él, y eso no podía cambiarlo nadie. Se pertenecían; Él era el guía, y ella el camino; Él era el viejo y fuerte manzano, y ella la fruta joven, roja y crujiente del pecado. Si Patricia no existía, Él no tenía sentido.
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Primera Imagen: Metro, David Farrés Calvo.
Segunda Imagen: Lolita, Roy Keitel.
Tercera Imagen: Adolescente, Lorenzo Fernández Sánchez.
Cuarta Imagen: Elecciones del caminante, Yolanda de Aguilar Calero.
Hola, Jorge. Efectivamente, no hay edad para el amor y aunque pudiera tomarse por una historia de pedofilia, no siempre es así, pues el amor puede surgir, de forma bilateral, entre seres de edades muy diferenciadas y hablo de amor, puesto que el protagonista de tu historia parece que siente por esa adolescente, amor y no sólo deseo sexual. Él mismo se compara con el protagonista de la novela de Nabokov y siente cierta repulsión por su conducta, pero más por lo que puedan pensar de él que por lo que realmente es, pues no ve en ello maldad alguna, sino la llave de su felicidad. Independientemente del argumento, me ha gustado mucho tu estilo, fluido y cuajado de detalles descriptivos y metáforas. Siento haber tardado en venir por aquí y veo que tengo muchas lecturas pendientes tuyas, pero es que esta temporada he estado escasa de tiempo y además, entre que escribo poesías y cosas de viajes para mi blog principal, que sigo con el de Música y Poemas con mi Jesús del alma y que tengo otro nuevo blog de relatos de mi cosecha...pues no me dan las horas del día para más, jaja. Ya me paso enseguida a seguir leyéndote. Pasa un muy feliz finde. Un besote fuerte.
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