martes, 1 de diciembre de 2009

Historia de una prostituta 5

Una vez por bimestre, ella asistía a la peluquería del barrio, de la que era clienta desde hacía una década, y la cual estaba regentada por Conchita, jerezana cincuentona moderna, antitradicionalista y, entre otras cosas, la única persona en quien realmente confiaba.

La vida de Conchita parecía transcurrir de forma inversa a la de las demás personas. Ella solía decir que “si cada año que cumplo es un año menos, ¡que lo sea en todos los sentidos! Así puede ser un año menos en la cuenta de mi vida, y un año menos en los números que representan mi edad”.
En todos los sentidos, Conchita era una persona que rozaba lo anormal, o quizás mejor, lo paranormal. En lo físico, su metro con setenta y cinco centímetros y una delgadez propia de una veinteañera (que, todo hay que decirlo, era consecuencia de largas y sufridas sesiones de gimnasio e intensas horas mañaneras haciendo footing junto a Taro, su pastor alemán de siete años) la convertían en una mujer provocadora de suspiros masculinos y envidias femeninas. Su media melena marrón chocolate hacía una mezcla exquisita con unos ojos algo rasgados y verdes oscuros, y su piel bronceada casi todo el año (es lo bueno de correr por la playa, decía siempre) chocaba fuertemente con el blanco rompedor de su peluquería; era el punto de cacao sobre la espuma de leche de un café capuchino de media tarde.


Conchita descubrió que le gustaban las mujeres cuando se separó de su marido. Sin embargo, nunca estuvo demasiado segura de si en realidad ese deseo ya existía en ella desde su juventud escondido en el interior de un frondoso bosque de árboles caídos sobre flores silvestres, o si por el contrario, éste apareció al descubrir que odiaba a los hombres.





“Los dos últimos años fueron una pesadilla –recopilación de recuerdos de una tarde del año 2000, cuando Conchita y ella hablaban mientras calentaban su cuerpo con un par de chocolates suizos-. Mi hija tenía siete años, y el pequeño cinco. A Jaime se le había acabado el paro, y sólo con mi sueldo no podíamos hacer frente a los gastos de la casa. Además, él aparecía cada día más borracho, y cuanto más bebía más desgraciada me hacía sentir. Decía que todo era por mi culpa, y que a él no le daban trabajo porque no había demostrado ser lo suficientemente hombre. Me cogía del pelo y se llevaba mi oído a su boca, y me repetía hasta la saciedad que aunque yo era una maldita guarra que no le ayudaba en nada, nunca me iba a dejar marcharme.
Cuando la borrachera se lo permitía, me intentaba abrir de piernas para tener relaciones, o intentaba bajar mi cabeza a la altura de su cintura para que le practicara una felación. ¿Y qué iba a hacer yo, si él era mi marido y el padre de mis hijos? Pues bien, con todo eso, en mi interior más profundo fue creándose un odio hacia su cuerpo que incluso en ocasiones me provocaba arcadas repentinas e involuntarias. Su piel sudorosa, su boca apestosa, sus uñas comidas… Eran elementos físicos del día a día que yo ya no podía aguantar. Y su forma de desnudarse en medio de su embriaguez, sus manos ansiosas por que el flácido pene quedase erecto, su torpe forma de colocarse el preservativo… Para mí todo aquello constituían características de un infierno que se había creado en mi casa, en mi hogar.
En ocasiones, por la tarde, cuando venía del trabajo, me lo encontraba sentado en el suelo, con las rodillas pegadas a su tronco y llorando en silencio. Incluso alguna vez pude ver dos o tres botellas de alcohol rotas en el suelo por un impacto brusco, lo que podía significar un momento efímero de lucidez por su parte, en el que se daba cuenta de los errores que estaba cometiendo. Pero nada de aquello importaba, y en cualquier momento, por cualquier pequeña cosa, se cabreaba y de un portazo nos dejaba a los pequeños y a mí solos, y huía con sus amigos de barra Ginebro y Anisio (dos cabronazos de sangre transparente y aliento etílico) para luego volver en forma de maltratador. Jaime tenía un problema; yo lo sufría.

Odiaba todo; le odiaba a él, odiaba la situación, y sólo podía pensar en huir. Mi madre me habló de que su hermana (casada con el dueño de un bufete de abogados notablemente considerado) y su marido habían adquirido un pequeño piso en Barcelona, cerca de la playa de Ciudadela, zona casi nueva (sólo pasaban unos pocos años desde la renovación de dicha zona por los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992), y que le iba a preguntar si podía prestármelo por un tiempo. Accedieron, al mismo tiempo que el marido de mi tía accedió a ayudarme en lo que necesitara en cuanto a la custodia de mis hijos. Así, me vine a Barcelona por el año 96, y con la asistencia jurídica prometida por parte de mi tío, conseguí traerme a mis hijos. Al principio él llamaba constantemente a mi madre, pero ella nunca le dijo dónde estaba yo. Sus respuestas eran amenazas de denuncia, pero en el fondo sabía que él tenía las de perder, por lo que finalmente se conformó con llamadas para preguntar por sus hijos, y ya está.





Con el tiempo, me acabé prometiendo que permitiría a mis hijos ver a su padre si ellos querían, así que un día les hablé del tema. La mayor me miró profundamente. Como su inmadurez no le permitía encontrar las palabras adecuadas, me lanzó esa mirada, con la que entendí que ella había visto cómo papá trataba a mamá, y que no le gustaba. Sin embargo, les advertí que si un día querían ver a papá me lo dijeran. Aun no me han dicho nada –a día de hoy, en el 2009, habiendo cumplido ambos la mayoría de edad, se han ido interesando por su padre, macho fracasado y rendido ante el alcohol que cumple condena de tres años por malos tratos a la que fuere su última pareja-.





Una vez instalada en Barcelona, comencé una vida nueva. Me admitieron para trabajar en una peluquería cercana a la Universidad que queda situada en Ciudadela, próxima a la Villa Olímpica, y como no tenía que pagar alquiler (gracias a los buenos de mis tíos, a los que sólo les faltó decirme la casa es tuya), los ahorros acumulados me permitieron abrir hace unos meses mi propia peluquería. Ya sé, el barrio no es muy bueno, pero no me puedo quejar de la aceptación que he tenido… Si las cosas funcionan bien, creo que pronto me despediré del piso de mis tíos.”


Conchita era una luchadora nata de una energía interminable. Había conseguido sacar a sus hijos adelante. Ahora su hija trabajaba también en la peluquería, mientras que el pequeño (que ahora tenía dieciocho años recién cumplidos) había empezado a estudiar Periodismo. Era una mujer de gustos variopintos: leía a Kafka al mismo tiempo que amaba los cuentos infantiles; odiaba la cocina, pero sus pasteles eran exquisitos; era una fiera sexual devoradora de mujeres, pero ya nadie conseguía devorarla a ella.









Sentía envidia de Conchita. Envidia sana. En realidad, ambas eran dos supervivientes, aunque en el fondo sabía que ella estaba en un pozo desde los quince años; un pozo lleno de mentiras, hipocresía, perversión y hombres fabricantes de cuernos a los que debía complacer para vivir. ¿Sabes cuál es la diferencia entre tu oficio y el mío? -le dijo en una ocasión a Conchita en clave de broma- Que al final de todo, y a todos los efectos, a tí te interesa que vengan con pelo, y a mi me interesa que vengan rapados...

6 comentarios:

  1. Bueno Jorge, que bien contada la historia, no soy de escribir mucho, pero estaré por aquí escuchándote.
    Un beso

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  2. Muchas gracias África. Cómo no, estás invitada con mucho gusto a escucharme.
    Un saludo!

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  3. Has hecho de Conchita un personaje muy interesante, pero decir que es paranormal, me parece muy exagerado :-)))
    Besos felinos.

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  4. Hola Pantera! Gracias por tu comentario. Sí, quizás me he pasado un poco con eso de paranormal... En fin.. es lo que tiene a veces no leerse tres veces lo que uno mismo escribe...

    En cierto modo la introducción de Conchita, cincuentona (casi 20 años mayor que su amiga, la protagonista) que se reveló contra su situación, no es más que el espejo de nuestra protagonista. Me alegra que veas cierta importancia en ella, dado que la introducción de ese personaje es la introducción de un mensaje hacia la protagonista (y en consecuencia, hacia personas que lo pasan mal en la vida): hay que revelarse contra situaciones graves, contra aquello que te anulan como ser, contra lo que te hace vivir vacía/o.

    Un saludo terráqueo!!

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  5. Interesante relato. Y muy interesante tu postura. Estoy convencida de que el papel de los hombres en la lucha contra la violencia de género es crucial, que deben oírse más voces porque nos afecta a todos, sin duda.

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  6. Una estupenda continuación la de tu historia, donde aparecen más personajes, muy bien dibujados y perfilados, como esta peluquera lesbiana, probablemente no por inclinaciones naturales, sino por el odio a los hombres que le había acabado inspirando su marido. Un relato muy interesante que bien podría terminar siendo una novela. Un besote fuerte y muy feliz finde, Jorge.

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