jueves, 12 de abril de 2012

Amor a bandas

Capítulo 3. La tercera en discordia.
Imaginó el calor de sus manos envolviendo la más fina y frágil parte de su cuerpo; sus ágiles dedos deslizándose sobre sus caderas e incluso llegando a rozar con las yemas de aquéllos más alargados la parte más baja de su cintura. Se dejó llevar.
Creyó sentir la vibración de unos labios nerviosos rozando la diafanidad de los suyos propios y fantaseó con que la suavidad con la que la mano derecha de su amante mantenía aun cogida su cintura había desarrollado una brusquedad enigmática que la hacía tambalearse y levitar como en un sueño. Podría incluso jurar que sentía todo el cuerpo de ella a su misma altura, horizontalmente: dos aviones de papel volando entre turbulencias.
No hubo más vacilación: de repente advirtió todo su ser dentro de ella; notó cómo toda la esencia de aquella a quien inventaba pasaba a formar parte de sus sentidos; cómo llenaba todos y cada uno de los resquicios del interior de su cuerpo.
Suponía besarla fuertemente, con ojos menguantes y lengua resbaladiza y parecía no dejarla separarse hasta que saciaba su ansia, y cuando necesitaba darse un respiro –el estrictamente necesario- , aprovechaba para coger de nuevo la botella de cava y volver a bañarse de esa espumosa sustancia que a ella se le presentaba cada vez más afrodisíaca.

Pero nada de eso correspondía a la realidad.

Era una cara demacrada, un ropaje manchado, unas manos sangrantes y unas yemas mojadas. Todo conformaba un flujo de contradicciones que venían a describir de una manera más que física la frustración, el engaño y la impotencia. Al sofá se le caían sus cojines, a la botella su cava, y a la copa su cristal. Todo iba perdiendo su esencia en aquel instante, y ella, ida en su masturbación, perdía su aliento, sus fuerzas, su encanto, su amor. Todo se iba por su boca con unos gemidos borrachos que pronunciaban un nombre de fonética difusa, dispersa, diversa y discursa.



La mano bañaba la fruta
de excitación
y los correosos dedos buscaban
en ella inyectarse
como si de gusanos se tratase,

y apretaba, y latía,
y el almibarado movimiento
de unos pechos continuaba
con el amargo aire de un gemido
de pronunciamiento sino cobarde.

Y por la hora parecía tarde,
pero era mejor cuanto más grande
el momento de la eterna juventud entre dos labios,
de la joven madurez de frondosos valles,
de la muerte juvenil entre alientos
que eran viento de su aire.

Y así llegaba el momento final
de la vida de su orgasmo,
la trayectoria moral
del deseo al desenlace.

Las convulsiones la invadieron. Todo fue muy rápido, tan rápido que nada pudo hacer por escapar de ese contacto eléctrico surgido del roce con su sexo. Ahí empezó el fuego, en esa parte
íntima y recóndita de su cuerpo que nadie puede ver y que sin embargo, sirvió de mecha para que de repente sus piernas contagiadas de flojera empezaran a arder, y su tronco sucio, y sus brazos cansados, y su cabeza despeinada. Sus ojos entreabiertos y su boca tensa lo decían todo. En apenas cinco segundos ella era fuego, una aglomeración de llamaradas ondulantes que se movían con estrépito empujadas por cualquier cosa sin importancia; una sucesión de chispas que saltaban hacia todos lados expandiendo el calor del foco central al resto de su entorno; el epicentro de un movimiento sísmico que provocaba el tambaleo de la esencia de su vida; el dilatado cráter de un volcán en erupción.

Pero al sexto segundo, como si volviera de nuevo en sí, regresó de un mundo que sólo ella podía vivir. Se la volvió a oír respirar, aunque agitadamente y con la nariz taponada. Su mirada pareció
tener vida de nuevo, y con un vistazo repasó todo su alrededor, preguntándose quizás por qué estaba todo oscuro, desordenado, sucio. Luego fijó su vista en sus manos. La izquierda se agarraba a la falda con fuerza, como si hubiera vivido un momento de shock del que aun no se hubiera recuperado. La derecha se hallaba aun escondida en la humedad caliente de entre sus piernas. La sacó de allí como regañándola por haberse metido en un sitio que no le tocaba, y cuando la observó advirtió que las heridas aun sangraban. El lugar olía a todo, aunque no hubiese podido distinguir un olor en concreto. Intentó levantarse, y su pie derecho fue a pisar la copa de cristal que se hallaba muerta sobre una alfombra bañada de cava (no recordaba haber bebido de él en su casa, pero tampoco juraría no haberlo hecho). Más sangre.


Se fijó en la puerta, que estaba totalmente abierta y que dejaba pasar sin tipo alguno de oposición a la ingente cantidad de gotarrones que el viento empujaba hacia el interior de la casa, y se dirigió hacia ella para cerrarla. ¿No lo había hecho antes? No.
Le costaba inspirar el aire que necesitaba, e imaginó que un par de minutos de lujuria le iban a costar un par de semanas de resfriado. La puerta ya estaba al alcance de su mano, pero antes de empujarla por la parte del pomo perdió por última vez esa noche su mirada en la lejanía. El diluvio difuminaba el paisaje en un gran porcentaje, pero se la imaginó allí, esperándola bajo la lluvia fuera del todo terreno de su marido.
La vio tal y como ella la había dejado al salir del vehículo: semidesnuda, con la blusa a medio poner y los pantalones sin abrochar. Estaba mojada, empapada. Parecía tan real que, de no ser porque ya había satisfecho determinadas necesidades, hubiera ido de nuevo hacia allá cual explorador hacia un oasis.

Pero no, todo aquello se había acabado.
Sus ojos llovieron por última vez, aunque las nubes siguieron llorando.

Cerró la puerta de su casa, y echó los tres pestillos.
No la volvería a dejar entrar.
Por si a caso, también activó la alarma.

1 comentario:

  1. Siempre es un placer ver el "renacer" de un blog que vale la pena. Un abrazo Jorge! ;)

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