lunes, 22 de octubre de 2012

Luces y sombras. Trenes y lunas.

     
Esa noche la playa estaba deshabitada. Solo tú marcabas sobre la fina arena la huella de tu cuerpo estirado por completo mientras las olas, como quien no quiere la cosa, se acercaban cada vez más a tus pies. Habías salido unas horas atrás a perseguir la luz de la Luna, pero no se lo habías dicho a nadie porque temías que una mueca dubitativa o de extrañeza rompiera el fino hilo sobre el que bailaba tu decisión y que separaba la cordura de la paranoia.
Nada es tan fácil como parece. Hasta hacer parecer que es fácil entraña cierta dificultad, y tú llevabas haciendo exactamente eso durante días. Durante semanas. Durante meses. Todo el mundo esperaba de ti unas palabras melódicas, un saludo amable, cualquier gesto intrascendente bañado de esa típica simpatía con el que uno se gana a la abuelita del cuarto o al panadero de en frente. Una mano que choca otra mano. Dos besos de despedida. Un giro curioso de cuello tras oír tu nombre a lo lejos. Una sonrisa cortés en un encuentro casual a la vuelta de la esquina. Una mirada de agradecimiento a quien te pasa la sal. Una carcajada tras un chiste.
Pero tú ya no estabas para esas cosas, porque finalmente la difícil facilidad te había acabado dando asco.
Boca arriba y con las manos bajo tu cabeza, sentías en la oscuridad como el verano llegaba a su fin, aunque realmente, pensabas, hubiera dado igual que ésa hubiera sido una noche de invierno, e incluso que la playa hubiera estado extrañamente cubierta de nieve cuajada y el agua hubiera quedado escondida bajo una placa de hielo. Y hubiera dado igual porque, harto de mentirte a ti mismo, acabaste concluyendo en tu fuero interno que la persecución de la Luna no entendía de estaciones y que ésta, contrariamente a lo que tu diablillo siempre le había susurrado a tu angelito, era un tren que sí volvía a pasar.
Pero hay trenes que ciertamente, y como cuentan todas las historias, solo pasan una vez. Y sí, a veces parece fácil llegar a tiempo y esperarlos en la parada durante diez minutos antes de vislumbrar su alumbrado al final del túnel. Tan fácil que la gente se sorprende si lo dejas pasar, y te la imaginas haciendo aspavientos cuando se encargan de expandir el rumor entre los demás: “¡Se le escapó el tren!” “¡Otra vez le ha pasado lo mismo!” “¡Estuvo ante sus puertas y se echó atrás!”. Pero tú sabías que había trenes a los que jamás te subirías porque ese paso, ese leve movimiento hacia delante, ese pequeño saltito desde el andén, era otro ejemplo de lo fácil que puede parecer algo mucho más complicado.
Y es que no se puede subir a un tren que no te abre las puertas…
 Habías dejado muchas cosas por ella. Habías pasado días enteros esperando en esa estación. Cambiaban las caras de la muchedumbre que te rodeaba, pero tú seguías allí, sentado en esa esquinita que ya tenías reservada en el incómodo banco de metal, abrazado a una pequeña mochila que en comparación con el peso de tus cábalas mentales era como una hoja caída del otoño. Esperabas ansiosamente el momento de su llegada, el instante en que se pararía frente a ti. Te lo imaginaste de mil formas diferentes envolviendo cada una de ellas de otras mil circunstancias distintas, y planeaste para cualquier pregunta una respuesta acertada, unas palabras bien ordenadas y un timbre de voz convincente.
Ahí estabas tú, con tu cuerpo sentado en aquel banco y tu imaginación correteando por las nubes, matando el tiempo hasta que llegara tu momento, dispuesto a acercarte a ella hasta sentir su aliento en el mismo momento en que la vieras detenerse.
Pero ella pasó. No hubo preguntas, ni miradas, ni atención. Simplemente pasó y no se detuvo, y todo cuanto habías planeado durante tanto tiempo resultó inútil.
Nadie está preparado para que el tren no abra las puertas…
 
         Esa noche eras la única persona que habitaba la playa. La única persona que marcaba sobre la fina arena la huella de un cuerpo estirado por completo mientras las olas mojaban tus pies sutilmente. Habías salido a perseguir la luz de la Luna, a coger un tren que, con más o menos velocidad, pasaba cada noche. Pero durante el transcurso de los minutos habías dejado de ser el de antes, y decidiste que a partir de ese momento serías tú el tren que deja la estela. Te levantaste y decidiste volver a casa pensando que a partir de ese momento solo perseguirías la luz de la Luna si la Luna perseguía antes tu sombra.
 
 
 
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